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In 1943, 13-year-old Zuzana Justman and her family are sent to Theresienstadt, a transit camp and ghetto in occupied Czechoslovakia. While the Nazis claim Theresienstadt was a model ghetto with a thriving cultural life, Zuzana and her family face starvation, illness, and fear of the mysterious transports that take her loved ones away, never to return. Learn more at www.lbi.org/justman . Exile is a production of the Leo Baeck Institute, New York and Antica Productions. It’s narrated by Mandy Patinkin. This episode was produced by Rami Tzabar. Our executive Producers are Laura Regehr, Rami Tzabar, Stuart Coxe, and Bernie Blum. Our associate producer is Emily Morantz. Research and translation by Isabella Kempf. Sound design and audio mix by Philip Wilson. Theme music by Oliver Wickham. Special thanks to the German Federal Archives, the Guardian, Will Coley, The International Festival of Slavic Music for the use of their 2018 performance of Hans Krasa’s Brundibar, as well as Zuzana Justman for the use of her film, Voices of the Children. This episode of Exile is made possible in part by a grant from the Conference on Jewish Material Claims Against Germany, which is supported by the German Federal Ministry of Finance and the Foundation Remembrance, Responsibility and Future.…
Arturo Uslar Pietri: El Conuco de Tío Conejo
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Mozart Clarinet Concerto in A major Youtube.com En los pueblos, en los caseríos, en los solitarios ranchos que hilan su humo azul en la tarde de los cerros, a todo lo ancho de la tierra venezolana, a la hora en que la vida se aquieta, empiezan a andar en las imaginaciones Tío conejo, Tío tigre, y otros animales parecidos a los hombres. Lo cuentan los peones que regresan de la tarea, lo cuentan las mujeres campesinas, y lo oyen los niños, descalzos, prietos, anhelantes. Todo es sorprendentemente maravilloso y todo se parece a una esperanza. Y pueden repetirlo mil veces, mil tardes, hasta que el cielo se llena de estrellas, sin que les parezca que ya lo saben, que han llegado a saber enteramente todo lo que allí se encierra. Porque lo que allí se encierra se parece a algo que les pertenece tanto como sus vidas. Tío conejo es pequeño, es temeroso, siempre está como agitado de angustia, con el hocico y el bigote trémulos, pero con los grandes ojos avizores llenos de maliciosa inteligencia. Y, naturalmente Tío conejo tiene un conuco. Un conuco no muy bueno. Como cualquier otro. Un pañito de tierra que le han asignado en una ladera de la hacienda. Unas cuantas matas de plátano, un poco de maíz y yuca y un copudo y hondo cotoperiz debajo del cual se amparaba el ranchito. Y una mañana, cuando el sol empezaba a calentar, Tío conejo en lugar de limpiar la siembra y aporcar las matas, en vez de ir a coger una tarea en la hacienda, en vez de irse a la pulpería del pie del monte a jugar bolas y tomar su trago de aguardiente con amargo, se encaminó hacia el pueblo. Algo tramaba, que se le veía en el inquieto brillo de los ojos. Llegó a la puerta de la casa de Tío loro. Desde el zaguán oyó las grandes voces con que dictaba la clase a sus discípulos. -Un real…, un real… Real con erre… con erre… Tío loro era maestro de escuela y poeta. Al oír el llamado de Tío conejo, salió balanceándose sobre sus cortas patas. La alborotada melena verde le cubría los ojos. -Caro amigo… Caro amigo… -digo aleteando con entusiasmo. Tío conejo, con maneras muy taimadas y aparentando que no mentía, le dijo: -Porque aquí vengo, Tío loro, con una gran necesidad. Mi hermano que vive en el pueblo de Mas allá, me ha mandado un recado de que está muy enfermo y me necesita. Y tengo que irme Tío loro y dejar todo. Tengo que dejar mi conuquito. ¡Y tan bueno que está! Tío loro lo miraba con asombro y compasión: -Pero esta mañana me dije: si tengo que irme le dejaré mi conuco a quién lo pueda apreciar. Mi conuco vale como treinta pesos. Y yo se Tío loro que usted ha compuesto unos versos muy bonitos en que dice: Mi felicidad: para el campo, y no para la ciudad. ¿No es así? Ya ve que me acuerdo de lo bueno. Tío loro movió airosamente su melena con orgullo, mientras oía: -Y yo le dije, nada, mi conuco es para Tío Loro. Para él nada más y no por treinta, ni por treinta, ni por veinte, sino por quince pesos. ¿Qué le parece? El poeta no disimulaba el codicioso interés que se le iba despertando: -Quién sabe. Quién sabe. No estaría mal. Por ayudar al bueno de Tío conejo. Para que pueda ir a cuidar a su hermano. Quién sabe. -Nada de quién sabe, Tío loro. Hay muchos que quieren comprarlo y si no les digo que ya se lo vendía a usted tendré que vendérselo a ellos. Eso sí, yo pongo una condición; me da el dinero por adelantado ahora mismo, y usted no irá a recibir el conuco sino dentro de tres días que es cuando me voy y estará lista la cosecha. Tío loro accedió a todo. Sacó sus quince pesos relucientes y los fue poniendo uno a uno en las peludas manos de Tío conejo. Y mientras regresaba a su clase frotándose las verdes plumas, dijo: -Dentro de tres días estoy allá, Tío conejo. Dentro de tres días. Tío conejo salió a la calle, metió el dinero en el fondo de un zurró y en lugar de ir a hacer comprar o de regresarse, se dirigió a la casa de Tía gallina. Era la posada del pueblo. Viajantes y arrieros entraban y salían por la ancha puerta. Siempre había una mula atada al poste y un arreo de burros cabizbajos. Y Tía gallina, acompañada de sus numerosos hijos, con muchas voces y aspavientos, atendía a todos. Siempre estaba caminando, hablando y riendo. En cuanto vio a Tío conejo se le abalanzó aturdiéndolo a saludos y preguntas. -¿Qué buen viento lo trae, Tío conejo? Cuánto gusto. ¿Se queda a almorzar? ¿Va a pasar el día? ¿Quiere un cuarto? ¿Trajo bestia? Cuando pudo Tío conejo le dijo: -Vengo a tratarle de un negocito. De los que a usted le gustan. Tengo que vender mi conuco. Quiero que usted me lo compre. Y bien barato. El comprador que tengo no me conviene. Me ofrece veinticinco pesos. Pero es Tío zorro. Tía gallina salió de la impresión. -¿Para qué quiere ese bicho, Dios me ampare, comprar un conuco? Para algo malo. Tío conejo, no se lo venda por vida suya. No podríamos vivir seguros. Tío conejo asentía con la cabeza. -Eso es lo mismo que yo digo. Tío zorro en mi conuco es un peligro. -Un grandísimo peligro –dijo la gallina sacudiéndose. -Por eso yo dije esta mañana: mi conuco es para Tía gallina, sí señor. Ella lo necesita para su negocio. Buenas, yucas, buenos plátanos, buen maíz. Y para que Tío zorro no lo tenga se lo venderé a ella por quince pesos, sí señor. - ¿Quince pesos Tío conejo? -Quince pesos. Pero eso sí, con la condición de que me pague ahora y no vaya a recibir el conuco sino dentro de tres días, que es cuando estará la cosecha. La gallina pagó, esponjada de contento, y seguida de sus hijos dando voces se alejó por el patio anunciando a todos: -Compré un conuco. Compré un conuco. Pero Tío conejo una vez recibido el dinero, tampoco regresó. En sus ojos se había hecho más vico el brillo de la malicia. Con paso resuelto se llegó a la casa del Tío zorro. Lo encontró en su mesa de trabajo, con los anteojos puestos, escribiendo entre muchos libros. Tío zorro era el picapleitos. Todo lo enredaba. De todo sacaba una tajada. Siempre tenía la lengua descolgada asomada por entre sus colmillos largos. Tío conejo asumió un aire compungido de aflicción. -Ay Tío zorro, en qué embrollo tan grande estoy metido. ¡San Benito, ampárame! Ay, Tío zorro, si usted no mete su mano estoy perdido. -Cálmate, Tío conejo, y dime lo que te pasa. -Ay Tío zorro. Imagínese. Yo tengo unas deuditas viejas con Tía gallina. -¿Con Tía gallina? ¡Ujú! –dijo con una expresión feroz de odio. -Yo le debo unos centavos. Pero usted sabe cómo vivimos los pobres. Que si voy a pagar este mes, y no puedo. Que si voy a pagar el otro, y tampoco puedo. Y con los intereses y todas esas vagabunderías, los centavitos se me han vuelto treinta pesos. ¡Treinta pesos! Y ahora Tía gallina quiere quitarme mi conuco por treinta pesos. Yo prefiero morirme antes que dárselo, Tío zorro. Tío zorro se pasaba la mano por el agudo hocico, perplejo. -Es complicado el caso. Muy complicado. Tío conejo observaba sus reacciones con disimulo. -Ay Tío zorro, yo no sé nada de esto, pero lo único que se me ha ocurrido, aunque no seas sino para darme el gusto de hacerle el daño a Tía gallina, es vender el conuco a usted. Tío zorro. Le ponemos al papel una fecha anterior y por darme el gusto se lo vendo a usted hasta por quince pesos. -No estaría mal. ¿Quince pesos? ¡Ujú! -Eso sí. Como yo quiero irme para no verme mezclado en ese embrollo, usted me va a pagar ahora mismo. Y vaya a recibir dentro de tres días. Cuando Tía gallina se presente y lo vea no le quedarán ni ganas de volver. Tío zorro le entregó el dinero, después de hacerle firmar la escritura de venta y volvió a enfrascarse en aquellos papeles que estaba escribiendo. Tío conejo salió. Ya el zurrón cargado de plata empezaba a pesar. Pero todavía Tío conejo, tan menudito, tan rápido, no parecía dispuesto a regresar. En la puerta de la comisaría estaba Tío Perro el Comisario. -Ya te veo de dónde vienes -le dijo a guisa de saludo-. ¿Qué estabas haciendo en casa de ese pícaro y tramposo de Tío Zorro? Anda derecho, Tío Conejo, porque te va a caer la autoridad de filo. Tío Conejo pareció asustado. -Ay señor. Qué voy a estar haciendo. Si el pobre no tiene sino los ojos para llorar. Imagínese, Tío Pero, que Tío Zorro valiéndose de todas sus marramuncias y vivezas, me quiere obligar a que le venda mi conuco por quince pesos. Un conuco tan bueno que vale más del doble. Y me dice que si no se lo vendo me va a demandar y me va a hacer meter en la cárcel. -¡Qué vagabundo! -gruñó Tío Perro con encono-. Algún día le voy a poner la mano a ese rabo fino y no se le va a olvidar. -Yo no sé qué hacer, Tío Perro. Yo estoy asustado. Usted ni se imagina de lo que es capaz, Tío Zorro. Ay, por tener mi tranquilidad yo soy capaz de dejarle mi conuco por los quince pesos. -¿A ese vagabundo? ¡Eso No! Tío Conejo alzó los ojos mansos: -Si es verdad, Tío Perro. ¿Pero a quién más? ¿Quién se atrevería a comprármelo ni por quince pesos sabiendo que va a tener a Tío Zorro encima? Tío Perro conocía el conuco. Sabía que valía más. -Quien sabe. Yo mismo te lo podría comprar. ¿No ves? Tío conejo se mostró agradecido y asombrado. Expuso tímidamente la misma condición que había exigido en las anteriores ocasiones y recibió el pago anticipado. Ya había vendido cuatro veces el conuco. Ya el peso del zurrón le molestaba en el hombro. Pero Tío Conejo no parecía dispuesto a huir con el producto de sus engaños, sino que con pasmosa seguridad se encaminó hacia la casa más grande del pueblo. Gran portón, anchas ventanas. Muchas personas mal encaradas y de aspecto agresivo parecían montar guardia en la puerta. Un olor selvático flotaba a su alrededor. En la casa del Tío Tigre. Todos le temían. Poseía grandes tierras, grandes bosques. Todo el que tenía un negocio venía a brindarle parte. La autoridad le temía y no se atrevía a enfrentársele. -Vengo a saludar al jefe -dijo Tío Conejo a los que estaban en la puerta. -Espérese -le contestaron secamente. Largo rato estuvo aguardando mientras entraban y salían visitantes. Por último lo mandaron pasar. Tío Tigre estaba en el corredor de la casa, sentado en un sillón, rodeado de amigos y servidores. Las manchas negras se movían sobre su lustrosa piel amarilla. Miró de lado al recién llegado: -Pájaro de mar por tierra. Se vende caro el amigo Tío Conejo. Nunca lo vemos por esta casa. Tío Conejo con mucha humildad y zalamería respondió: -No vengo mucho, jefe, por no molestarlo. Siempre digo: mi jefe es un hombre muy ocupado y un zoquete como yo no va sino a estorbarle. Viniendo vi los campos. Están muy bonitos. Qué cosechón va a coger este año, Tío Tigre. - Si señor -gruñó Tío Tigre paseando su fría mirada por todos los presentes-. El que trabaja recoge. Yo soy un hombre de trabajo, Tío Conejo, y eso es lo que me gusta. Contra mi gusto me he tenido que meter en guerras y en poner orden por culpa de los vagabundos. Estiró las poderosas zarpas y aulló con satisfacción. -¿Y que lo trae hoy, mi amigo? -Pues pedirle un favor, Tío Tigre. Los pobres nunca traemos nada, sino molestias y peticiones. Mi hermano, usted lo conoce, el que vive en el pueblo de Mas allá, le ha nacido un muchacho, y me mandó a decir: Hermano, como yo sé que usted quiere tanto como yo a nuestro jefe y no ha tenido hijo que darle, dígale que yo quiero que me apadrine el tripón. Yo quiero ser su compadre y tener su protección. Y yo le dije: ya me voy para casa de Tío Tigre, porque si yo no he tenido hijos para poder ser su compadre, que lo sea por lo menos de mi hermano, y me vine para acá corriendo a decírselo. Tío Tigre parecía complacido: -Cómo no dile a tu hermanito que yo seré el padrino. Y que me salude a su comadre. Y que me avise el día. Tío Conejo parecía a punto de llorar de la emoción: Qué alegría tan grande va a ser ésta para toda la familia. Mi hermanito va a ser compadre de Tío Tigre. Mi sobrinito ahijado de Tío Tigre. Ay, Tío Tigre, qué bueno es usted. Por algo es el jefe. Yo nunca me he equivocado con usted. Y ahora viene la segunda parte. Mi hermano y yo y toda la familia somos muy podres. No tenemos para un bautizo tan rumboso como tiene que ser ése. Yo le dije a mi hermano que no se afligiera que yo lo iba a ayudar. Y esta mañana me vine para el pueblo a ver si podía vender mi conuco. Usted lo conoce, Tío Tigre. El que queda en la vertiente de su hacienda grande. Yo lo que necesitaba eran quince pesos, y el conuco vale como treinta. Y empezaron a salirme compradores. Que si Tío Loro, que si Tío Perro. -¿Tío perro? -gruñó Tío Tigre. -Sí señor. Pero yo me puse a pensar. Ese conuco linda con las tierras de mi jefe. -Es verdad. -Y allí no debe estar sino un amigo suyo, que se preocupe por él y lo cuide como yo. Un vagabundo metido allí puede echarle muchas bromas. Tío Tigre arrugaba el gesto. -Eso es verdad, Tío Conejo. El otro proseguía: - Y entonces pensé: lo mejor es que yo no venda ese conuco. Por quince pesos yo no puedo echarle esa broma a mi jefe y amigo Tío Tigre. Tampoco le puedo ir a vender esa insignificancia a él que tiene tantas y tan buenas tierras. Y me dije: lo mejor es que yo vaya a casa de Tío Tigre. Le diga la comisión de mi hermano. Le regale mi conuco, para que no vaya a caer en manos de ningún vagabundo, y le pida que me dé una ayudita para el bautizo de su ahijado. Eso es lo mejor. Y aquí vine a decírselo. Tío Tigre sonreía, los filudos colmillos relampagueaban. - Muy bueno, Tío Conejo. Es son los amigos. Así me gusta. ¿Cómo no voy a ayudar? Ahora mismo que le entreguen los quince pesos. El mochuelo que era el administrador de Tío Tigre, salió corriendo a buscar el dinero. Todos los presentes congratulaban a Tío Conejo por su gran gesto. Cuando hubo recibido el dinero, añadió: -Todavía me falta pedirle otro favor, mi jefe. -Vamos a ver. -Qué dentro de tres días, que es cuando estará la cosecha, vaya usted mismo en persona a recibir mi conuquito. Es será la satisfacción más grande de mi vida. -Si así lo haré. Cómo no. Espéreme allá. Tío Conejo, que allá iré. Tío Conejo se apresuró a despedirse con nuevas muestras de gratitud y amistad. Cuando se encontró en la calle, en lugar de mostrar preocupación por todo aquel embrollo en que se había envuelto, iba alegre y confiado. En lugar de tomar el camino para huir del pueblo con su zurrón cargado de plata, se dirigió tranquilamente a su rancho. De paso tocó en la ventana de Tío Loro y le dijo a voces: -No se olvide, Tío Loro. Dentro de tres días en el conuco. Váyase tempranito en la mañana. Cuando llegó a su conuco tampoco hizo preparativos de fuga. Preparó su comida como siempre. Hizo un hueco al pie del cotoperiz y enterró su dinero. Y por la tarde se entretuvo en desyerbar el conuco. Así pasaron los días. Aquí sigue la historia El tercero, muy de mañana, se presentó Tío Loro. Su silueta verde se mecía al aproximarse. -Buenos días, Tío Loro. Ya todo está listo para entregarle el conuco. Pero quiero pedirle un favor. Algunas gentes que no me gustan mucho me han dicho que van a venir hoy y para que no me cojan de sorpresa, ni lo vayan a encontrar a usted aquí, sería muy bueno que usted se escondiera en una rama alta del cotoperiz y me diera aviso de cualquiera que venga por el camino. No sin cierta oposición, tío Loro terminó por resignarse a complacer a Tío Conejo y se subió al cotoperiz, donde su color pareció disolverse entre el ramaje. No tardó mucho en oírse su voz: -Ahí viene Tía Gallina. Tía Gallina llegó muy sofocada y con mucho alboroto. -Se me hizo muy tarde. Venía volando. Ya creía que no llegaba. Esta mesa es mía. Y esta silla también. Y esta piedra de moler. Y así iba y venía enumerando todas las cosas que había en el rancho, hasta que sonó el grito del Tío Loro: -Ahí va llegando Tío Zorro. Tía Gallina se demudó: -¿Qué es esto, Tío Conejo? Santo Dios, Sálvame. Si el zorro me encuentra aquí me mata. ¿Dónde me meto? ¿Dónde me escondo? -Métase en la cesta que está en la cocina. Apenas Tía Gallina había desaparecido en la cesta cuando entró Tío Zorro. Traía un aire displicente. -He hecho un mal negocio, Tío Conejo. Esto es un rastrojo. Si no me devuelves la mitad del precio te voy a demandar. Esto es una estafa. Pero Tío Conejo, sin dejarlo proseguir, le hacía señas con la mano hacia la cocina. Y acercándosele al oído, le dijo: -Pase. Allí en la cesta está escondida Tía Gallina. Aproveche. Los ojos del zorro relampaguearon. De un salto alcanzó la cesta. Apenas se oyó el chillido de la gallina y luego un ruido de huesos rotos. -Va llegando Tío Perro -gritó la voz del loro. El zorro sacó de la cesta la cabeza llena de plumas y de sangre. -¡Tío Perro! ¡Tío Perro! ¿Dónde me meto yo, Tío Conejo, para que no me encuentre? -Quédese allí mismo calladito, que yo lo despacho ligero. Tío Conejo recibió a Tío Perro con grandes saludos. -Ya creía que no iba a venir. Venga para que reciba lo suyo. Mire qué buena compra ha hecho. El zorro, encogido en la cesta, oía las voces, pero no pudo oír cuando Tío Conejo le dijo al oído al visitante; -Le tengo el conuco y algo mejor. Allí en esa cesta te tengo encerrado como un zoquete a su enemigo el Zorro. -Cómo va a ser -dijo Tío Perro irguiendo la cabeza-. Se acercó taimadamente y en lo que el zorro iba a percatarse lo cogió por el cuello con los dientes y le dio unas tremendas sacudidas que casi le arrancaron la cabeza. El perro seguía triturando la cabeza del zorro muerto, cuando volvió la voz del loro. -Ahí está Tío Tigre. Tío Perro soltó el cadáver y se fue a encarar a Tío Conejo: -¿Qué es esto? ¿Qué traición es ésta? Pero Tío Conejo con mucha frialdad le dijo: -Apúrese si quiere salvar el pellejo. Métase debajo de la cocina. Tío Tigre entró gruñendo: -Eso ¿qué es? -dijo señalando las plumas blancas esparcidas por el suelo. Tío Conejo dijo fingiendo estar compungido: -Tía Gallina, la pobre. La mató aquel. Tío tigre vio el cadáver del zorro. -Y ¿eso qué es? Tío Perro, que temblaba de miedo en su escondite, no se atrevió a esperar la respuesta de Tío Conejo. Con toda la fuerza que pudo salió disparado hacia afuera. Pero Tío Tigre pudo verlo a tiempo y de un salto lo alcanzó al pie del cotoperiz, y de un zarpazo lo derribó y de otro le abrió en canal la barriga. Tío Conejo se había asomado a la puerta del rancho. Cuando Tío Tigre terminó de descuartizar al Tío Perro y se quedó un momento como en reposo, Tío Conejo empezó a hablarle con una impresionante serenidad: -Esto ha salido mal, Tío Tigre. Muy malo. -Malo ¿por qué? -gruñó la fiera molesta. -Porque todos van a decir que Tío Tigre, el gran Tío Tigre, mató en una trampa a Tía Gallina, Tío Zorro y Tío Perro por un conuco de quince pesos. Por quince pesos. Tío Tigre se irguió soberbio y amenazante. -¿Y quién es el atrevido que lo va a decir? -Muchos lo dirán. Todos tus enemigos. Y perderás tu prestigio de jefe, Tío Tigre. Lo mejor es que te vayas calladito para tu casa y no digas nada de lo que aquí ha pasado, que yo tampoco lo diré. Pero Tío Tigre se acercaba con una expresión feroz: -Y si te mato a ti ahora, ¿quién lo va a decir, Tío Conejo? Tío conejo, por toda respuesta, levantó la pata y señaló hacia la copa del cotoperiz: -Aquél. Tío Tigre alzó la cabeza y vio al loro escondido en la rama. Sin poder contener la furia, se abalanzó rugiendo espantosamente hacia el árbol. El Loro voló alborotado con sus gritos al aire. El tigre le perseguía desde tierra. Tío Conejo los sintió alejarse y perderse. Todo iba quedando tranquilo. Con mucha paciencia se puso a cavar una fosa. Enterró los animales. Limpió y ordenó el rancho. Y por último, vino a sentarse perezosamente a la sombra del cotoperiz, se estiró, se encogió y se quedó dormido como un bendito. Pero desde entonces, hasta el fondo de la selva, el loro vuela asustado cuando siente el tigre, y el tigre aúlla con impotente furia cuando divisa el loro.
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Mozart Clarinet Concerto in A major Youtube.com En los pueblos, en los caseríos, en los solitarios ranchos que hilan su humo azul en la tarde de los cerros, a todo lo ancho de la tierra venezolana, a la hora en que la vida se aquieta, empiezan a andar en las imaginaciones Tío conejo, Tío tigre, y otros animales parecidos a los hombres. Lo cuentan los peones que regresan de la tarea, lo cuentan las mujeres campesinas, y lo oyen los niños, descalzos, prietos, anhelantes. Todo es sorprendentemente maravilloso y todo se parece a una esperanza. Y pueden repetirlo mil veces, mil tardes, hasta que el cielo se llena de estrellas, sin que les parezca que ya lo saben, que han llegado a saber enteramente todo lo que allí se encierra. Porque lo que allí se encierra se parece a algo que les pertenece tanto como sus vidas. Tío conejo es pequeño, es temeroso, siempre está como agitado de angustia, con el hocico y el bigote trémulos, pero con los grandes ojos avizores llenos de maliciosa inteligencia. Y, naturalmente Tío conejo tiene un conuco. Un conuco no muy bueno. Como cualquier otro. Un pañito de tierra que le han asignado en una ladera de la hacienda. Unas cuantas matas de plátano, un poco de maíz y yuca y un copudo y hondo cotoperiz debajo del cual se amparaba el ranchito. Y una mañana, cuando el sol empezaba a calentar, Tío conejo en lugar de limpiar la siembra y aporcar las matas, en vez de ir a coger una tarea en la hacienda, en vez de irse a la pulpería del pie del monte a jugar bolas y tomar su trago de aguardiente con amargo, se encaminó hacia el pueblo. Algo tramaba, que se le veía en el inquieto brillo de los ojos. Llegó a la puerta de la casa de Tío loro. Desde el zaguán oyó las grandes voces con que dictaba la clase a sus discípulos. -Un real…, un real… Real con erre… con erre… Tío loro era maestro de escuela y poeta. Al oír el llamado de Tío conejo, salió balanceándose sobre sus cortas patas. La alborotada melena verde le cubría los ojos. -Caro amigo… Caro amigo… -digo aleteando con entusiasmo. Tío conejo, con maneras muy taimadas y aparentando que no mentía, le dijo: -Porque aquí vengo, Tío loro, con una gran necesidad. Mi hermano que vive en el pueblo de Mas allá, me ha mandado un recado de que está muy enfermo y me necesita. Y tengo que irme Tío loro y dejar todo. Tengo que dejar mi conuquito. ¡Y tan bueno que está! Tío loro lo miraba con asombro y compasión: -Pero esta mañana me dije: si tengo que irme le dejaré mi conuco a quién lo pueda apreciar. Mi conuco vale como treinta pesos. Y yo se Tío loro que usted ha compuesto unos versos muy bonitos en que dice: Mi felicidad: para el campo, y no para la ciudad. ¿No es así? Ya ve que me acuerdo de lo bueno. Tío loro movió airosamente su melena con orgullo, mientras oía: -Y yo le dije, nada, mi conuco es para Tío Loro. Para él nada más y no por treinta, ni por treinta, ni por veinte, sino por quince pesos. ¿Qué le parece? El poeta no disimulaba el codicioso interés que se le iba despertando: -Quién sabe. Quién sabe. No estaría mal. Por ayudar al bueno de Tío conejo. Para que pueda ir a cuidar a su hermano. Quién sabe. -Nada de quién sabe, Tío loro. Hay muchos que quieren comprarlo y si no les digo que ya se lo vendía a usted tendré que vendérselo a ellos. Eso sí, yo pongo una condición; me da el dinero por adelantado ahora mismo, y usted no irá a recibir el conuco sino dentro de tres días que es cuando me voy y estará lista la cosecha. Tío loro accedió a todo. Sacó sus quince pesos relucientes y los fue poniendo uno a uno en las peludas manos de Tío conejo. Y mientras regresaba a su clase frotándose las verdes plumas, dijo: -Dentro de tres días estoy allá, Tío conejo. Dentro de tres días. Tío conejo salió a la calle, metió el dinero en el fondo de un zurró y en lugar de ir a hacer comprar o de regresarse, se dirigió a la casa de Tía gallina. Era la posada del pueblo. Viajantes y arrieros entraban y salían por la ancha puerta. Siempre había una mula atada al poste y un arreo de burros cabizbajos. Y Tía gallina, acompañada de sus numerosos hijos, con muchas voces y aspavientos, atendía a todos. Siempre estaba caminando, hablando y riendo. En cuanto vio a Tío conejo se le abalanzó aturdiéndolo a saludos y preguntas. -¿Qué buen viento lo trae, Tío conejo? Cuánto gusto. ¿Se queda a almorzar? ¿Va a pasar el día? ¿Quiere un cuarto? ¿Trajo bestia? Cuando pudo Tío conejo le dijo: -Vengo a tratarle de un negocito. De los que a usted le gustan. Tengo que vender mi conuco. Quiero que usted me lo compre. Y bien barato. El comprador que tengo no me conviene. Me ofrece veinticinco pesos. Pero es Tío zorro. Tía gallina salió de la impresión. -¿Para qué quiere ese bicho, Dios me ampare, comprar un conuco? Para algo malo. Tío conejo, no se lo venda por vida suya. No podríamos vivir seguros. Tío conejo asentía con la cabeza. -Eso es lo mismo que yo digo. Tío zorro en mi conuco es un peligro. -Un grandísimo peligro –dijo la gallina sacudiéndose. -Por eso yo dije esta mañana: mi conuco es para Tía gallina, sí señor. Ella lo necesita para su negocio. Buenas, yucas, buenos plátanos, buen maíz. Y para que Tío zorro no lo tenga se lo venderé a ella por quince pesos, sí señor. - ¿Quince pesos Tío conejo? -Quince pesos. Pero eso sí, con la condición de que me pague ahora y no vaya a recibir el conuco sino dentro de tres días, que es cuando estará la cosecha. La gallina pagó, esponjada de contento, y seguida de sus hijos dando voces se alejó por el patio anunciando a todos: -Compré un conuco. Compré un conuco. Pero Tío conejo una vez recibido el dinero, tampoco regresó. En sus ojos se había hecho más vico el brillo de la malicia. Con paso resuelto se llegó a la casa del Tío zorro. Lo encontró en su mesa de trabajo, con los anteojos puestos, escribiendo entre muchos libros. Tío zorro era el picapleitos. Todo lo enredaba. De todo sacaba una tajada. Siempre tenía la lengua descolgada asomada por entre sus colmillos largos. Tío conejo asumió un aire compungido de aflicción. -Ay Tío zorro, en qué embrollo tan grande estoy metido. ¡San Benito, ampárame! Ay, Tío zorro, si usted no mete su mano estoy perdido. -Cálmate, Tío conejo, y dime lo que te pasa. -Ay Tío zorro. Imagínese. Yo tengo unas deuditas viejas con Tía gallina. -¿Con Tía gallina? ¡Ujú! –dijo con una expresión feroz de odio. -Yo le debo unos centavos. Pero usted sabe cómo vivimos los pobres. Que si voy a pagar este mes, y no puedo. Que si voy a pagar el otro, y tampoco puedo. Y con los intereses y todas esas vagabunderías, los centavitos se me han vuelto treinta pesos. ¡Treinta pesos! Y ahora Tía gallina quiere quitarme mi conuco por treinta pesos. Yo prefiero morirme antes que dárselo, Tío zorro. Tío zorro se pasaba la mano por el agudo hocico, perplejo. -Es complicado el caso. Muy complicado. Tío conejo observaba sus reacciones con disimulo. -Ay Tío zorro, yo no sé nada de esto, pero lo único que se me ha ocurrido, aunque no seas sino para darme el gusto de hacerle el daño a Tía gallina, es vender el conuco a usted. Tío zorro. Le ponemos al papel una fecha anterior y por darme el gusto se lo vendo a usted hasta por quince pesos. -No estaría mal. ¿Quince pesos? ¡Ujú! -Eso sí. Como yo quiero irme para no verme mezclado en ese embrollo, usted me va a pagar ahora mismo. Y vaya a recibir dentro de tres días. Cuando Tía gallina se presente y lo vea no le quedarán ni ganas de volver. Tío zorro le entregó el dinero, después de hacerle firmar la escritura de venta y volvió a enfrascarse en aquellos papeles que estaba escribiendo. Tío conejo salió. Ya el zurrón cargado de plata empezaba a pesar. Pero todavía Tío conejo, tan menudito, tan rápido, no parecía dispuesto a regresar. En la puerta de la comisaría estaba Tío Perro el Comisario. -Ya te veo de dónde vienes -le dijo a guisa de saludo-. ¿Qué estabas haciendo en casa de ese pícaro y tramposo de Tío Zorro? Anda derecho, Tío Conejo, porque te va a caer la autoridad de filo. Tío Conejo pareció asustado. -Ay señor. Qué voy a estar haciendo. Si el pobre no tiene sino los ojos para llorar. Imagínese, Tío Pero, que Tío Zorro valiéndose de todas sus marramuncias y vivezas, me quiere obligar a que le venda mi conuco por quince pesos. Un conuco tan bueno que vale más del doble. Y me dice que si no se lo vendo me va a demandar y me va a hacer meter en la cárcel. -¡Qué vagabundo! -gruñó Tío Perro con encono-. Algún día le voy a poner la mano a ese rabo fino y no se le va a olvidar. -Yo no sé qué hacer, Tío Perro. Yo estoy asustado. Usted ni se imagina de lo que es capaz, Tío Zorro. Ay, por tener mi tranquilidad yo soy capaz de dejarle mi conuco por los quince pesos. -¿A ese vagabundo? ¡Eso No! Tío Conejo alzó los ojos mansos: -Si es verdad, Tío Perro. ¿Pero a quién más? ¿Quién se atrevería a comprármelo ni por quince pesos sabiendo que va a tener a Tío Zorro encima? Tío Perro conocía el conuco. Sabía que valía más. -Quien sabe. Yo mismo te lo podría comprar. ¿No ves? Tío conejo se mostró agradecido y asombrado. Expuso tímidamente la misma condición que había exigido en las anteriores ocasiones y recibió el pago anticipado. Ya había vendido cuatro veces el conuco. Ya el peso del zurrón le molestaba en el hombro. Pero Tío Conejo no parecía dispuesto a huir con el producto de sus engaños, sino que con pasmosa seguridad se encaminó hacia la casa más grande del pueblo. Gran portón, anchas ventanas. Muchas personas mal encaradas y de aspecto agresivo parecían montar guardia en la puerta. Un olor selvático flotaba a su alrededor. En la casa del Tío Tigre. Todos le temían. Poseía grandes tierras, grandes bosques. Todo el que tenía un negocio venía a brindarle parte. La autoridad le temía y no se atrevía a enfrentársele. -Vengo a saludar al jefe -dijo Tío Conejo a los que estaban en la puerta. -Espérese -le contestaron secamente. Largo rato estuvo aguardando mientras entraban y salían visitantes. Por último lo mandaron pasar. Tío Tigre estaba en el corredor de la casa, sentado en un sillón, rodeado de amigos y servidores. Las manchas negras se movían sobre su lustrosa piel amarilla. Miró de lado al recién llegado: -Pájaro de mar por tierra. Se vende caro el amigo Tío Conejo. Nunca lo vemos por esta casa. Tío Conejo con mucha humildad y zalamería respondió: -No vengo mucho, jefe, por no molestarlo. Siempre digo: mi jefe es un hombre muy ocupado y un zoquete como yo no va sino a estorbarle. Viniendo vi los campos. Están muy bonitos. Qué cosechón va a coger este año, Tío Tigre. - Si señor -gruñó Tío Tigre paseando su fría mirada por todos los presentes-. El que trabaja recoge. Yo soy un hombre de trabajo, Tío Conejo, y eso es lo que me gusta. Contra mi gusto me he tenido que meter en guerras y en poner orden por culpa de los vagabundos. Estiró las poderosas zarpas y aulló con satisfacción. -¿Y que lo trae hoy, mi amigo? -Pues pedirle un favor, Tío Tigre. Los pobres nunca traemos nada, sino molestias y peticiones. Mi hermano, usted lo conoce, el que vive en el pueblo de Mas allá, le ha nacido un muchacho, y me mandó a decir: Hermano, como yo sé que usted quiere tanto como yo a nuestro jefe y no ha tenido hijo que darle, dígale que yo quiero que me apadrine el tripón. Yo quiero ser su compadre y tener su protección. Y yo le dije: ya me voy para casa de Tío Tigre, porque si yo no he tenido hijos para poder ser su compadre, que lo sea por lo menos de mi hermano, y me vine para acá corriendo a decírselo. Tío Tigre parecía complacido: -Cómo no dile a tu hermanito que yo seré el padrino. Y que me salude a su comadre. Y que me avise el día. Tío Conejo parecía a punto de llorar de la emoción: Qué alegría tan grande va a ser ésta para toda la familia. Mi hermanito va a ser compadre de Tío Tigre. Mi sobrinito ahijado de Tío Tigre. Ay, Tío Tigre, qué bueno es usted. Por algo es el jefe. Yo nunca me he equivocado con usted. Y ahora viene la segunda parte. Mi hermano y yo y toda la familia somos muy podres. No tenemos para un bautizo tan rumboso como tiene que ser ése. Yo le dije a mi hermano que no se afligiera que yo lo iba a ayudar. Y esta mañana me vine para el pueblo a ver si podía vender mi conuco. Usted lo conoce, Tío Tigre. El que queda en la vertiente de su hacienda grande. Yo lo que necesitaba eran quince pesos, y el conuco vale como treinta. Y empezaron a salirme compradores. Que si Tío Loro, que si Tío Perro. -¿Tío perro? -gruñó Tío Tigre. -Sí señor. Pero yo me puse a pensar. Ese conuco linda con las tierras de mi jefe. -Es verdad. -Y allí no debe estar sino un amigo suyo, que se preocupe por él y lo cuide como yo. Un vagabundo metido allí puede echarle muchas bromas. Tío Tigre arrugaba el gesto. -Eso es verdad, Tío Conejo. El otro proseguía: - Y entonces pensé: lo mejor es que yo no venda ese conuco. Por quince pesos yo no puedo echarle esa broma a mi jefe y amigo Tío Tigre. Tampoco le puedo ir a vender esa insignificancia a él que tiene tantas y tan buenas tierras. Y me dije: lo mejor es que yo vaya a casa de Tío Tigre. Le diga la comisión de mi hermano. Le regale mi conuco, para que no vaya a caer en manos de ningún vagabundo, y le pida que me dé una ayudita para el bautizo de su ahijado. Eso es lo mejor. Y aquí vine a decírselo. Tío Tigre sonreía, los filudos colmillos relampagueaban. - Muy bueno, Tío Conejo. Es son los amigos. Así me gusta. ¿Cómo no voy a ayudar? Ahora mismo que le entreguen los quince pesos. El mochuelo que era el administrador de Tío Tigre, salió corriendo a buscar el dinero. Todos los presentes congratulaban a Tío Conejo por su gran gesto. Cuando hubo recibido el dinero, añadió: -Todavía me falta pedirle otro favor, mi jefe. -Vamos a ver. -Qué dentro de tres días, que es cuando estará la cosecha, vaya usted mismo en persona a recibir mi conuquito. Es será la satisfacción más grande de mi vida. -Si así lo haré. Cómo no. Espéreme allá. Tío Conejo, que allá iré. Tío Conejo se apresuró a despedirse con nuevas muestras de gratitud y amistad. Cuando se encontró en la calle, en lugar de mostrar preocupación por todo aquel embrollo en que se había envuelto, iba alegre y confiado. En lugar de tomar el camino para huir del pueblo con su zurrón cargado de plata, se dirigió tranquilamente a su rancho. De paso tocó en la ventana de Tío Loro y le dijo a voces: -No se olvide, Tío Loro. Dentro de tres días en el conuco. Váyase tempranito en la mañana. Cuando llegó a su conuco tampoco hizo preparativos de fuga. Preparó su comida como siempre. Hizo un hueco al pie del cotoperiz y enterró su dinero. Y por la tarde se entretuvo en desyerbar el conuco. Así pasaron los días. Aquí sigue la historia El tercero, muy de mañana, se presentó Tío Loro. Su silueta verde se mecía al aproximarse. -Buenos días, Tío Loro. Ya todo está listo para entregarle el conuco. Pero quiero pedirle un favor. Algunas gentes que no me gustan mucho me han dicho que van a venir hoy y para que no me cojan de sorpresa, ni lo vayan a encontrar a usted aquí, sería muy bueno que usted se escondiera en una rama alta del cotoperiz y me diera aviso de cualquiera que venga por el camino. No sin cierta oposición, tío Loro terminó por resignarse a complacer a Tío Conejo y se subió al cotoperiz, donde su color pareció disolverse entre el ramaje. No tardó mucho en oírse su voz: -Ahí viene Tía Gallina. Tía Gallina llegó muy sofocada y con mucho alboroto. -Se me hizo muy tarde. Venía volando. Ya creía que no llegaba. Esta mesa es mía. Y esta silla también. Y esta piedra de moler. Y así iba y venía enumerando todas las cosas que había en el rancho, hasta que sonó el grito del Tío Loro: -Ahí va llegando Tío Zorro. Tía Gallina se demudó: -¿Qué es esto, Tío Conejo? Santo Dios, Sálvame. Si el zorro me encuentra aquí me mata. ¿Dónde me meto? ¿Dónde me escondo? -Métase en la cesta que está en la cocina. Apenas Tía Gallina había desaparecido en la cesta cuando entró Tío Zorro. Traía un aire displicente. -He hecho un mal negocio, Tío Conejo. Esto es un rastrojo. Si no me devuelves la mitad del precio te voy a demandar. Esto es una estafa. Pero Tío Conejo, sin dejarlo proseguir, le hacía señas con la mano hacia la cocina. Y acercándosele al oído, le dijo: -Pase. Allí en la cesta está escondida Tía Gallina. Aproveche. Los ojos del zorro relampaguearon. De un salto alcanzó la cesta. Apenas se oyó el chillido de la gallina y luego un ruido de huesos rotos. -Va llegando Tío Perro -gritó la voz del loro. El zorro sacó de la cesta la cabeza llena de plumas y de sangre. -¡Tío Perro! ¡Tío Perro! ¿Dónde me meto yo, Tío Conejo, para que no me encuentre? -Quédese allí mismo calladito, que yo lo despacho ligero. Tío Conejo recibió a Tío Perro con grandes saludos. -Ya creía que no iba a venir. Venga para que reciba lo suyo. Mire qué buena compra ha hecho. El zorro, encogido en la cesta, oía las voces, pero no pudo oír cuando Tío Conejo le dijo al oído al visitante; -Le tengo el conuco y algo mejor. Allí en esa cesta te tengo encerrado como un zoquete a su enemigo el Zorro. -Cómo va a ser -dijo Tío Perro irguiendo la cabeza-. Se acercó taimadamente y en lo que el zorro iba a percatarse lo cogió por el cuello con los dientes y le dio unas tremendas sacudidas que casi le arrancaron la cabeza. El perro seguía triturando la cabeza del zorro muerto, cuando volvió la voz del loro. -Ahí está Tío Tigre. Tío Perro soltó el cadáver y se fue a encarar a Tío Conejo: -¿Qué es esto? ¿Qué traición es ésta? Pero Tío Conejo con mucha frialdad le dijo: -Apúrese si quiere salvar el pellejo. Métase debajo de la cocina. Tío Tigre entró gruñendo: -Eso ¿qué es? -dijo señalando las plumas blancas esparcidas por el suelo. Tío Conejo dijo fingiendo estar compungido: -Tía Gallina, la pobre. La mató aquel. Tío tigre vio el cadáver del zorro. -Y ¿eso qué es? Tío Perro, que temblaba de miedo en su escondite, no se atrevió a esperar la respuesta de Tío Conejo. Con toda la fuerza que pudo salió disparado hacia afuera. Pero Tío Tigre pudo verlo a tiempo y de un salto lo alcanzó al pie del cotoperiz, y de un zarpazo lo derribó y de otro le abrió en canal la barriga. Tío Conejo se había asomado a la puerta del rancho. Cuando Tío Tigre terminó de descuartizar al Tío Perro y se quedó un momento como en reposo, Tío Conejo empezó a hablarle con una impresionante serenidad: -Esto ha salido mal, Tío Tigre. Muy malo. -Malo ¿por qué? -gruñó la fiera molesta. -Porque todos van a decir que Tío Tigre, el gran Tío Tigre, mató en una trampa a Tía Gallina, Tío Zorro y Tío Perro por un conuco de quince pesos. Por quince pesos. Tío Tigre se irguió soberbio y amenazante. -¿Y quién es el atrevido que lo va a decir? -Muchos lo dirán. Todos tus enemigos. Y perderás tu prestigio de jefe, Tío Tigre. Lo mejor es que te vayas calladito para tu casa y no digas nada de lo que aquí ha pasado, que yo tampoco lo diré. Pero Tío Tigre se acercaba con una expresión feroz: -Y si te mato a ti ahora, ¿quién lo va a decir, Tío Conejo? Tío conejo, por toda respuesta, levantó la pata y señaló hacia la copa del cotoperiz: -Aquél. Tío Tigre alzó la cabeza y vio al loro escondido en la rama. Sin poder contener la furia, se abalanzó rugiendo espantosamente hacia el árbol. El Loro voló alborotado con sus gritos al aire. El tigre le perseguía desde tierra. Tío Conejo los sintió alejarse y perderse. Todo iba quedando tranquilo. Con mucha paciencia se puso a cavar una fosa. Enterró los animales. Limpió y ordenó el rancho. Y por último, vino a sentarse perezosamente a la sombra del cotoperiz, se estiró, se encogió y se quedó dormido como un bendito. Pero desde entonces, hasta el fondo de la selva, el loro vuela asustado cuando siente el tigre, y el tigre aúlla con impotente furia cuando divisa el loro.
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×Voz: Manuel López Castilleja Música: Mozart Clarinet Concerto in A major Youtube.com Fue sorpresa muy grande para todo Marineda el que se rompiesen la relaciones entre Germán Riaza y Amelia Sirvián. Ni la separación de un matrimonio da margen a tantos comentarios. La gente se había acostumbrado a creer que Germán y Amelia no podían menos de casarse. Nadie se explicó el suceso, ni siquiera el mismo novio. Solo el confesor de Amelia tuvo la clave del enigma. Lo cierto es que aquellas relaciones contaban ya tan larga fecha, que casi habían ascendido a institución. Diez años de noviazgo no son grano de anís. Amelia era novia de Germán desde el primer baile a que asistió cuando la pusieron de largo. ¡Qué linda estaba en el tal baile! Vestida de blanco crespón, escotada apenas lo suficiente para enseñar el arranque de los virginales hombros y del seno, que latía de emoción y placer; empolvado el rubio pelo, donde se marchitaban capullos de rosa. Amelia era, según se decía en algún grupo de señoras ya machuchas, un «cromo», un «grabado» de La Ilustración. Germán la sacó a bailar, y cuando estrechó aquel talle que se cimbreaba y sintió la frescura de aquel hálito infantil perdió la chaveta, y en voz temblorosa, trastornado, sin elegir frase, hizo una declaración sincerísima y recogió un sí espontáneo, medio involuntario, doblemente delicioso. Se escribieron desde el día siguiente, y vino esa época de ventaneo y seguimiento en la calle, que es como la alborada de semejantes amoríos. Ni los padres de Amelia, modestos propietarios, ni los de Germán, comerciantes de regular caudal, pero de numerosa prole, se opusieron a la inclinación de los chicos, dando por supuesto desde el primer instante que aquello pararía en justas nupcias así que Germán acabase la carrera de Derecho y pudiese sostener la carga de una familia. Los seis primeros años fueron encantadores. Germán pasaba los inviernos en Compostela, cursando en la Universidad y escribiendo largas y tiernas epístolas; entre leerlas, releerlas, contestarlas y ansiar que llegasen las vacaciones, el tiempo se deslizaba insensible para Amelia. Las vacaciones eran grato paréntesis, y todo el tiempo que durasen ya sabía Amelia que se lo dedicaría íntegro su novio. Este no entraba aún en la casa, pero acompañaba a Amelia en el paseo, y de noche se hablaban, a la luz de la luna, por una galería con vistas al mar. La ausencia, interrumpida por frecuentes regresos, era casi un aliciente, un encanto más, un interés continuo, algo que llenaba la existencia de Amelia sin dejar cabida a la tristeza ni al tedio. Así que Germán tuvo en el bolsillo su título de licenciado en Derecho, resolvió pasar a Madrid a cursar las asignaturas del doctorado, ¡año de prueba para la novia! Germán apenas escribía: billetes garrapateados al vuelo, quizá sobre la mesa de un café, concisos, insulsos, sin jugo de ternura. Y las amiguitas caritativas que veían a Amelia ojerosa, preocupada, alejada de las distracciones, le decían con perfidIa burlona: —Anda, tonta; diviértete… ¡Sabe Dios lo que él estará haciendo por allá! ¡Bien inocente serías si creyeses que no te la pega!… A mí me escribe mi primo Lorenzo que vio a Germán muy animado en el teatro con «unas»… El gozo de la vuelta de Germán compensó estos sinsabores. A los dos días ya no se acordaba Amelia de lo sufrido, de sus dudas, de sus sospechas. Autorizado para frecuentar la casa de su novia, Germán asistía todas las noches a la tertulia familiar, y en la penumbra del rincón del piano, lejos del quinqué velado por la sedosa pantalla, los novios sostenían interminable diálogo buscándose de tiempo en tiempo las manos para trocar una furtiva presión, y siempre los ojos para beberse la mirada hasta el fondo de las pupilas. Nunca había sido tan feliz Amelia. ¿Qué podía desear? Germán estaba allí, y la boda era asunto concertado, resuelto, aplazado solo por la necesidad de que Germán encontrase una posicioncita, una base para establecerse: una fiscalía, por ejemplo. Como transcurriese un año más y la posición no se hubiese encontrado aún, decidió Germán abrir bufete y mezclarse en la politiquilla local, a ver si así iba adquiriendo favor y conseguía el ansiado puesto. Los nuevos quehaceres le obligaron a no ver a Amelia ni tanto tiempo ni tan a menudo. Cuando la muchacha se lamentaba de esto, Germán se vindicaba plenamente; había que pensar en el porvenir; ya sabía Amelia que un día u otro se casarían, y no debía fijarse en menudencias, en remilgos propios de los que empiezan a quererse. En efecto, Germán continuaba con el firme propósito de casarse así que se lo permitiesen las circunstancias. Al noveno año de relaciones notaron los padres de Amelia (y acabó por notarlo todo el mundo) que el carácter de la muchacha parecía completamente variado. En vez de la sana alegría y la igualdad de humor que la adornaban, mostrábase llena de rarezas y caprichos, ya riendo a carcajadas, ya encerrada en hosco silencio. Su salud se alteró también; advertía desgana invencible, insomnios crueles que la obligaban a pasarse la noche levantada, porque decía que la cama, con el desvelo, le parecía su sepulcro; además, sufría aflicciones al corazón y ataques nerviosos. Cuando le preguntaban en qué consistía su mal, contestaba lacónicamente: «No lo sé». Y era cierto; pero al fin lo supo, y al saberlo le hizo mayor daño. ¿Qué mínimos indicios; qué insensibles, pero eslabonados, hechos; qué inexplicables revelaciones emanadas de cuanto nos rodea hacen que sin averiguar nada nuevo ni concreto, sin que nadie la entere con precisión impúdica, la ayer ignorante doncella entienda de pronto y se rasgue ante sus ojos el velo de Isis? Amelia, súbitamente, comprendió. Su mal no era sino deseo, ansia, prisa, necesidad de casarse. ¡Qué vergüenza, qué sonrojo, qué dolor y qué desilusión si Germán llegaba a sospecharlo siquiera! ¡Ah! Primero morir. ¡Disimular, disimular a toda costa, y que ni el novio, ni los padres, ni la tierra, lo supiesen! Al ver a Germán tan pacífico, tan aplomado, tan armado de paciencia, engruesando, mientras ella se consumía; chancero, mientras ella empapaba la almohada en lágrimas. Amelia se acusaba a sí propia, admirando la serenidad, la cordura, la virtud de su novio. Y para contenerse y no echarse sollozando en sus brazos; para no cometer la locura indigna de salir una tarde sola e irse a casa de Germán, necesitó Amelia todo su valor, todo su recato, todo el freno de las nociones de honor y honestidad que le inculcaron desde la niñez. Un día… sin saber cómo, sin que ningún suceso extraordinario, ninguna conversación sorprendida la ilustrase, acabaron de rasgarse los últimos cendales del velo… Amelia veía la luz; en su alma relampagueaba la terrible noción de la realidad; y al acordarse de que poco antes admiraba la resignación de Germán y envidiaba su paciencia, y al explicarse ahora la verdadera causa de esa paciencia y esa resignación incomparables… una carcajada sardónica dilató sus labios, mientras en su garganta creía sentir un nudo corredizo que se apretaba poco a poco y la estrangulaba. La convulsión fue horrible, larga, tenaz; y apenas Amelia, destrozada, pudo reaccionar, reponerse, hablar… rogó a sus consternados padres que advirtiesen a Germán que las relaciones quedaban rotas. Cartas del novio, súplicas, paternales consejos, todo fue en vano. Amelia se aferró a su resolución, y en ella persistió, sin dar razones ni excusas. —Hija, en mi entender, hizo usted muy mal —le decía el padre Incienso, viéndola bañada en lágrimas al pie del confesionario—. Un chico formal, laborioso, dispuesto a casarse, no se encuentra por ahí fácilmente. Hasta el aguardar a tener posición para fundar familia lo encuentro loable en él. En cuando a lo demás…, a esas figuraciones de usted… Los hombres… por desgracia… Mientras está soltero habrá tenido esos entretenimientos… Pero usted… —¡Padre —exclamó la joven—, créame usted, pues aquí hablo con Dios! ¡Le quería… le quiero… y por lo mismo… por lo mismo, padre! ¡Si no le dejo… le imito! ¡Yo también…!…
L
Literatura
Voz: Manuel López Castilleja Música: Mozart Clarinet Concerto in A major Youtube.com En los pueblos, en los caseríos, en los solitarios ranchos que hilan su humo azul en la tarde de los cerros, a todo lo ancho de la tierra venezolana, a la hora en que la vida se aquieta, empiezan a andar en las imaginaciones Tío conejo, Tío tigre, y otros animales parecidos a los hombres. Lo cuentan los peones que regresan de la tarea, lo cuentan las mujeres campesinas, y lo oyen los niños, descalzos, prietos, anhelantes. Todo es sorprendentemente maravilloso y todo se parece a una esperanza. Y pueden repetirlo mil veces, mil tardes, hasta que el cielo se llena de estrellas, sin que les parezca que ya lo saben, que han llegado a saber enteramente todo lo que allí se encierra. Porque lo que allí se encierra se parece a algo que les pertenece tanto como sus vidas. Tío conejo es pequeño, es temeroso, siempre está como agitado de angustia, con el hocico y el bigote trémulos, pero con los grandes ojos avizores llenos de maliciosa inteligencia. Y, naturalmente Tío conejo tiene un conuco. Un conuco no muy bueno. Como cualquier otro. Un pañito de tierra que le han asignado en una ladera de la hacienda. Unas cuantas matas de plátano, un poco de maíz y yuca y un copudo y hondo cotoperiz debajo del cual se amparaba el ranchito. Y una mañana, cuando el sol empezaba a calentar, Tío conejo en lugar de limpiar la siembra y aporcar las matas, en vez de ir a coger una tarea en la hacienda, en vez de irse a la pulpería del pie del monte a jugar bolas y tomar su trago de aguardiente con amargo, se encaminó hacia el pueblo. Algo tramaba, que se le veía en el inquieto brillo de los ojos. Llegó a la puerta de la casa de Tío loro. Desde el zaguán oyó las grandes voces con que dictaba la clase a sus discípulos. -Un real…, un real… Real con erre… con erre… Tío loro era maestro de escuela y poeta. Al oír el llamado de Tío conejo, salió balanceándose sobre sus cortas patas. La alborotada melena verde le cubría los ojos. -Caro amigo… Caro amigo… -digo aleteando con entusiasmo. Tío conejo, con maneras muy taimadas y aparentando que no mentía, le dijo: -Porque aquí vengo, Tío loro, con una gran necesidad. Mi hermano que vive en el pueblo de Mas allá, me ha mandado un recado de que está muy enfermo y me necesita. Y tengo que irme Tío loro y dejar todo. Tengo que dejar mi conuquito. ¡Y tan bueno que está! Tío loro lo miraba con asombro y compasión: -Pero esta mañana me dije: si tengo que irme le dejaré mi conuco a quién lo pueda apreciar. Mi conuco vale como treinta pesos. Y yo se Tío loro que usted ha compuesto unos versos muy bonitos en que dice: Mi felicidad: para el campo, y no para la ciudad. ¿No es así? Ya ve que me acuerdo de lo bueno. Tío loro movió airosamente su melena con orgullo, mientras oía: -Y yo le dije, nada, mi conuco es para Tío Loro. Para él nada más y no por treinta, ni por treinta, ni por veinte, sino por quince pesos. ¿Qué le parece? El poeta no disimulaba el codicioso interés que se le iba despertando: -Quién sabe. Quién sabe. No estaría mal. Por ayudar al bueno de Tío conejo. Para que pueda ir a cuidar a su hermano. Quién sabe. -Nada de quién sabe, Tío loro. Hay muchos que quieren comprarlo y si no les digo que ya se lo vendía a usted tendré que vendérselo a ellos. Eso sí, yo pongo una condición; me da el dinero por adelantado ahora mismo, y usted no irá a recibir el conuco sino dentro de tres días que es cuando me voy y estará lista la cosecha. Tío loro accedió a todo. Sacó sus quince pesos relucientes y los fue poniendo uno a uno en las peludas manos de Tío conejo. Y mientras regresaba a su clase frotándose las verdes plumas, dijo: -Dentro de tres días estoy allá, Tío conejo. Dentro de tres días. Tío conejo salió a la calle, metió el dinero en el fondo de un zurró y en lugar de ir a hacer comprar o de regresarse, se dirigió a la casa de Tía gallina. Era la posada del pueblo. Viajantes y arrieros entraban y salían por la ancha puerta. Siempre había una mula atada al poste y un arreo de burros cabizbajos. Y Tía gallina, acompañada de sus numerosos hijos, con muchas voces y aspavientos, atendía a todos. Siempre estaba caminando, hablando y riendo. En cuanto vio a Tío conejo se le abalanzó aturdiéndolo a saludos y preguntas. -¿Qué buen viento lo trae, Tío conejo? Cuánto gusto. ¿Se queda a almorzar? ¿Va a pasar el día? ¿Quiere un cuarto? ¿Trajo bestia? Cuando pudo Tío conejo le dijo: -Vengo a tratarle de un negocito. De los que a usted le gustan. Tengo que vender mi conuco. Quiero que usted me lo compre. Y bien barato. El comprador que tengo no me conviene. Me ofrece veinticinco pesos. Pero es Tío zorro. Tía gallina salió de la impresión. -¿Para qué quiere ese bicho, Dios me ampare, comprar un conuco? Para algo malo. Tío conejo, no se lo venda por vida suya. No podríamos vivir seguros. Tío conejo asentía con la cabeza. -Eso es lo mismo que yo digo. Tío zorro en mi conuco es un peligro. -Un grandísimo peligro –dijo la gallina sacudiéndose. -Por eso yo dije esta mañana: mi conuco es para Tía gallina, sí señor. Ella lo necesita para su negocio. Buenas, yucas, buenos plátanos, buen maíz. Y para que Tío zorro no lo tenga se lo venderé a ella por quince pesos, sí señor. - ¿Quince pesos Tío conejo? -Quince pesos. Pero eso sí, con la condición de que me pague ahora y no vaya a recibir el conuco sino dentro de tres días, que es cuando estará la cosecha. La gallina pagó, esponjada de contento, y seguida de sus hijos dando voces se alejó por el patio anunciando a todos: -Compré un conuco. Compré un conuco. Pero Tío conejo una vez recibido el dinero, tampoco regresó. En sus ojos se había hecho más vico el brillo de la malicia. Con paso resuelto se llegó a la casa del Tío zorro. Lo encontró en su mesa de trabajo, con los anteojos puestos, escribiendo entre muchos libros. Tío zorro era el picapleitos. Todo lo enredaba. De todo sacaba una tajada. Siempre tenía la lengua descolgada asomada por entre sus colmillos largos. Tío conejo asumió un aire compungido de aflicción. -Ay Tío zorro, en qué embrollo tan grande estoy metido. ¡San Benito, ampárame! Ay, Tío zorro, si usted no mete su mano estoy perdido. -Cálmate, Tío conejo, y dime lo que te pasa. -Ay Tío zorro. Imagínese. Yo tengo unas deuditas viejas con Tía gallina. -¿Con Tía gallina? ¡Ujú! –dijo con una expresión feroz de odio. -Yo le debo unos centavos. Pero usted sabe cómo vivimos los pobres. Que si voy a pagar este mes, y no puedo. Que si voy a pagar el otro, y tampoco puedo. Y con los intereses y todas esas vagabunderías, los centavitos se me han vuelto treinta pesos. ¡Treinta pesos! Y ahora Tía gallina quiere quitarme mi conuco por treinta pesos. Yo prefiero morirme antes que dárselo, Tío zorro. Tío zorro se pasaba la mano por el agudo hocico, perplejo. -Es complicado el caso. Muy complicado. Tío conejo observaba sus reacciones con disimulo. -Ay Tío zorro, yo no sé nada de esto, pero lo único que se me ha ocurrido, aunque no seas sino para darme el gusto de hacerle el daño a Tía gallina, es vender el conuco a usted. Tío zorro. Le ponemos al papel una fecha anterior y por darme el gusto se lo vendo a usted hasta por quince pesos. -No estaría mal. ¿Quince pesos? ¡Ujú! -Eso sí. Como yo quiero irme para no verme mezclado en ese embrollo, usted me va a pagar ahora mismo. Y vaya a recibir dentro de tres días. Cuando Tía gallina se presente y lo vea no le quedarán ni ganas de volver. Tío zorro le entregó el dinero, después de hacerle firmar la escritura de venta y volvió a enfrascarse en aquellos papeles que estaba escribiendo. Tío conejo salió. Ya el zurrón cargado de plata empezaba a pesar. Pero todavía Tío conejo, tan menudito, tan rápido, no parecía dispuesto a regresar. En la puerta de la comisaría estaba Tío Perro el Comisario. -Ya te veo de dónde vienes -le dijo a guisa de saludo-. ¿Qué estabas haciendo en casa de ese pícaro y tramposo de Tío Zorro? Anda derecho, Tío Conejo, porque te va a caer la autoridad de filo. Tío Conejo pareció asustado. -Ay señor. Qué voy a estar haciendo. Si el pobre no tiene sino los ojos para llorar. Imagínese, Tío Pero, que Tío Zorro valiéndose de todas sus marramuncias y vivezas, me quiere obligar a que le venda mi conuco por quince pesos. Un conuco tan bueno que vale más del doble. Y me dice que si no se lo vendo me va a demandar y me va a hacer meter en la cárcel. -¡Qué vagabundo! -gruñó Tío Perro con encono-. Algún día le voy a poner la mano a ese rabo fino y no se le va a olvidar. -Yo no sé qué hacer, Tío Perro. Yo estoy asustado. Usted ni se imagina de lo que es capaz, Tío Zorro. Ay, por tener mi tranquilidad yo soy capaz de dejarle mi conuco por los quince pesos. -¿A ese vagabundo? ¡Eso No! Tío Conejo alzó los ojos mansos: -Si es verdad, Tío Perro. ¿Pero a quién más? ¿Quién se atrevería a comprármelo ni por quince pesos sabiendo que va a tener a Tío Zorro encima? Tío Perro conocía el conuco. Sabía que valía más. -Quien sabe. Yo mismo te lo podría comprar. ¿No ves? Tío conejo se mostró agradecido y asombrado. Expuso tímidamente la misma condición que había exigido en las anteriores ocasiones y recibió el pago anticipado. Ya había vendido cuatro veces el conuco. Ya el peso del zurrón le molestaba en el hombro. Pero Tío Conejo no parecía dispuesto a huir con el producto de sus engaños, sino que con pasmosa seguridad se encaminó hacia la casa más grande del pueblo. Gran portón, anchas ventanas. Muchas personas mal encaradas y de aspecto agresivo parecían montar guardia en la puerta. Un olor selvático flotaba a su alrededor. En la casa del Tío Tigre. Todos le temían. Poseía grandes tierras, grandes bosques. Todo el que tenía un negocio venía a brindarle parte. La autoridad le temía y no se atrevía a enfrentársele. -Vengo a saludar al jefe -dijo Tío Conejo a los que estaban en la puerta. -Espérese -le contestaron secamente. Largo rato estuvo aguardando mientras entraban y salían visitantes. Por último lo mandaron pasar. Tío Tigre estaba en el corredor de la casa, sentado en un sillón, rodeado de amigos y servidores. Las manchas negras se movían sobre su lustrosa piel amarilla. Miró de lado al recién llegado: -Pájaro de mar por tierra. Se vende caro el amigo Tío Conejo. Nunca lo vemos por esta casa. Tío Conejo con mucha humildad y zalamería respondió: -No vengo mucho, jefe, por no molestarlo. Siempre digo: mi jefe es un hombre muy ocupado y un zoquete como yo no va sino a estorbarle. Viniendo vi los campos. Están muy bonitos. Qué cosechón va a coger este año, Tío Tigre. - Si señor -gruñó Tío Tigre paseando su fría mirada por todos los presentes-. El que trabaja recoge. Yo soy un hombre de trabajo, Tío Conejo, y eso es lo que me gusta. Contra mi gusto me he tenido que meter en guerras y en poner orden por culpa de los vagabundos. Estiró las poderosas zarpas y aulló con satisfacción. -¿Y que lo trae hoy, mi amigo? -Pues pedirle un favor, Tío Tigre. Los pobres nunca traemos nada, sino molestias y peticiones. Mi hermano, usted lo conoce, el que vive en el pueblo de Mas allá, le ha nacido un muchacho, y me mandó a decir: Hermano, como yo sé que usted quiere tanto como yo a nuestro jefe y no ha tenido hijo que darle, dígale que yo quiero que me apadrine el tripón. Yo quiero ser su compadre y tener su protección. Y yo le dije: ya me voy para casa de Tío Tigre, porque si yo no he tenido hijos para poder ser su compadre, que lo sea por lo menos de mi hermano, y me vine para acá corriendo a decírselo. Tío Tigre parecía complacido: -Cómo no dile a tu hermanito que yo seré el padrino. Y que me salude a su comadre. Y que me avise el día. Tío Conejo parecía a punto de llorar de la emoción: Qué alegría tan grande va a ser ésta para toda la familia. Mi hermanito va a ser compadre de Tío Tigre. Mi sobrinito ahijado de Tío Tigre. Ay, Tío Tigre, qué bueno es usted. Por algo es el jefe. Yo nunca me he equivocado con usted. Y ahora viene la segunda parte. Mi hermano y yo y toda la familia somos muy podres. No tenemos para un bautizo tan rumboso como tiene que ser ése. Yo le dije a mi hermano que no se afligiera que yo lo iba a ayudar. Y esta mañana me vine para el pueblo a ver si podía vender mi conuco. Usted lo conoce, Tío Tigre. El que queda en la vertiente de su hacienda grande. Yo lo que necesitaba eran quince pesos, y el conuco vale como treinta. Y empezaron a salirme compradores. Que si Tío Loro, que si Tío Perro. -¿Tío perro? -gruñó Tío Tigre. -Sí señor. Pero yo me puse a pensar. Ese conuco linda con las tierras de mi jefe. -Es verdad. -Y allí no debe estar sino un amigo suyo, que se preocupe por él y lo cuide como yo. Un vagabundo metido allí puede echarle muchas bromas. Tío Tigre arrugaba el gesto. -Eso es verdad, Tío Conejo. El otro proseguía: - Y entonces pensé: lo mejor es que yo no venda ese conuco. Por quince pesos yo no puedo echarle esa broma a mi jefe y amigo Tío Tigre. Tampoco le puedo ir a vender esa insignificancia a él que tiene tantas y tan buenas tierras. Y me dije: lo mejor es que yo vaya a casa de Tío Tigre. Le diga la comisión de mi hermano. Le regale mi conuco, para que no vaya a caer en manos de ningún vagabundo, y le pida que me dé una ayudita para el bautizo de su ahijado. Eso es lo mejor. Y aquí vine a decírselo. Tío Tigre sonreía, los filudos colmillos relampagueaban. - Muy bueno, Tío Conejo. Es son los amigos. Así me gusta. ¿Cómo no voy a ayudar? Ahora mismo que le entreguen los quince pesos. El mochuelo que era el administrador de Tío Tigre, salió corriendo a buscar el dinero. Todos los presentes congratulaban a Tío Conejo por su gran gesto. Cuando hubo recibido el dinero, añadió: -Todavía me falta pedirle otro favor, mi jefe. -Vamos a ver. -Qué dentro de tres días, que es cuando estará la cosecha, vaya usted mismo en persona a recibir mi conuquito. Es será la satisfacción más grande de mi vida. -Si así lo haré. Cómo no. Espéreme allá. Tío Conejo, que allá iré. Tío Conejo se apresuró a despedirse con nuevas muestras de gratitud y amistad. Cuando se encontró en la calle, en lugar de mostrar preocupación por todo aquel embrollo en que se había envuelto, iba alegre y confiado. En lugar de tomar el camino para huir del pueblo con su zurrón cargado de plata, se dirigió tranquilamente a su rancho. De paso tocó en la ventana de Tío Loro y le dijo a voces: -No se olvide, Tío Loro. Dentro de tres días en el conuco. Váyase tempranito en la mañana. Cuando llegó a su conuco tampoco hizo preparativos de fuga. Preparó su comida como siempre. Hizo un hueco al pie del cotoperiz y enterró su dinero. Y por la tarde se entretuvo en desyerbar el conuco. Así pasaron los días. Aquí sigue la historia El tercero, muy de mañana, se presentó Tío Loro. Su silueta verde se mecía al aproximarse. -Buenos días, Tío Loro. Ya todo está listo para entregarle el conuco. Pero quiero pedirle un favor. Algunas gentes que no me gustan mucho me han dicho que van a venir hoy y para que no me cojan de sorpresa, ni lo vayan a encontrar a usted aquí, sería muy bueno que usted se escondiera en una rama alta del cotoperiz y me diera aviso de cualquiera que venga por el camino. No sin cierta oposición, tío Loro terminó por resignarse a complacer a Tío Conejo y se subió al cotoperiz, donde su color pareció disolverse entre el ramaje. No tardó mucho en oírse su voz: -Ahí viene Tía Gallina. Tía Gallina llegó muy sofocada y con mucho alboroto. -Se me hizo muy tarde. Venía volando. Ya creía que no llegaba. Esta mesa es mía. Y esta silla también. Y esta piedra de moler. Y así iba y venía enumerando todas las cosas que había en el rancho, hasta que sonó el grito del Tío Loro: -Ahí va llegando Tío Zorro. Tía Gallina se demudó: -¿Qué es esto, Tío Conejo? Santo Dios, Sálvame. Si el zorro me encuentra aquí me mata. ¿Dónde me meto? ¿Dónde me escondo? -Métase en la cesta que está en la cocina. Apenas Tía Gallina había desaparecido en la cesta cuando entró Tío Zorro. Traía un aire displicente. -He hecho un mal negocio, Tío Conejo. Esto es un rastrojo. Si no me devuelves la mitad del precio te voy a demandar. Esto es una estafa. Pero Tío Conejo, sin dejarlo proseguir, le hacía señas con la mano hacia la cocina. Y acercándosele al oído, le dijo: -Pase. Allí en la cesta está escondida Tía Gallina. Aproveche. Los ojos del zorro relampaguearon. De un salto alcanzó la cesta. Apenas se oyó el chillido de la gallina y luego un ruido de huesos rotos. -Va llegando Tío Perro -gritó la voz del loro. El zorro sacó de la cesta la cabeza llena de plumas y de sangre. -¡Tío Perro! ¡Tío Perro! ¿Dónde me meto yo, Tío Conejo, para que no me encuentre? -Quédese allí mismo calladito, que yo lo despacho ligero. Tío Conejo recibió a Tío Perro con grandes saludos. -Ya creía que no iba a venir. Venga para que reciba lo suyo. Mire qué buena compra ha hecho. El zorro, encogido en la cesta, oía las voces, pero no pudo oír cuando Tío Conejo le dijo al oído al visitante; -Le tengo el conuco y algo mejor. Allí en esa cesta te tengo encerrado como un zoquete a su enemigo el Zorro. -Cómo va a ser -dijo Tío Perro irguiendo la cabeza-. Se acercó taimadamente y en lo que el zorro iba a percatarse lo cogió por el cuello con los dientes y le dio unas tremendas sacudidas que casi le arrancaron la cabeza. El perro seguía triturando la cabeza del zorro muerto, cuando volvió la voz del loro. -Ahí está Tío Tigre. Tío Perro soltó el cadáver y se fue a encarar a Tío Conejo: -¿Qué es esto? ¿Qué traición es ésta? Pero Tío Conejo con mucha frialdad le dijo: -Apúrese si quiere salvar el pellejo. Métase debajo de la cocina. Tío Tigre entró gruñendo: -Eso ¿qué es? -dijo señalando las plumas blancas esparcidas por el suelo. Tío Conejo dijo fingiendo estar compungido: -Tía Gallina, la pobre. La mató aquel. Tío tigre vio el cadáver del zorro. -Y ¿eso qué es? Tío Perro, que temblaba de miedo en su escondite, no se atrevió a esperar la respuesta de Tío Conejo. Con toda la fuerza que pudo salió disparado hacia afuera. Pero Tío Tigre pudo verlo a tiempo y de un salto lo alcanzó al pie del cotoperiz, y de un zarpazo lo derribó y de otro le abrió en canal la barriga. Tío Conejo se había asomado a la puerta del rancho. Cuando Tío Tigre terminó de descuartizar al Tío Perro y se quedó un momento como en reposo, Tío Conejo empezó a hablarle con una impresionante serenidad: -Esto ha salido mal, Tío Tigre. Muy malo. -Malo ¿por qué? -gruñó la fiera molesta. -Porque todos van a decir que Tío Tigre, el gran Tío Tigre, mató en una trampa a Tía Gallina, Tío Zorro y Tío Perro por un conuco de quince pesos. Por quince pesos. Tío Tigre se irguió soberbio y amenazante. -¿Y quién es el atrevido que lo va a decir? -Muchos lo dirán. Todos tus enemigos. Y perderás tu prestigio de jefe, Tío Tigre. Lo mejor es que te vayas calladito para tu casa y no digas nada de lo que aquí ha pasado, que yo tampoco lo diré. Pero Tío Tigre se acercaba con una expresión feroz: -Y si te mato a ti ahora, ¿quién lo va a decir, Tío Conejo? Tío conejo, por toda respuesta, levantó la pata y señaló hacia la copa del cotoperiz: -Aquél. Tío Tigre alzó la cabeza y vio al loro escondido en la rama. Sin poder contener la furia, se abalanzó rugiendo espantosamente hacia el árbol. El Loro voló alborotado con sus gritos al aire. El tigre le perseguía desde tierra. Tío Conejo los sintió alejarse y perderse. Todo iba quedando tranquilo. Con mucha paciencia se puso a cavar una fosa. Enterró los animales. Limpió y ordenó el rancho. Y por último, vino a sentarse perezosamente a la sombra del cotoperiz, se estiró, se encogió y se quedó dormido como un bendito. Pero desde entonces, hasta el fondo de la selva, el loro vuela asustado cuando siente el tigre, y el tigre aúlla con impotente furia cuando divisa el loro.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Erik Satie - Gnossienne 1 Youtube.com a Gustavo Adolfo Bécquer No, ni polvo ni tierra; inacallable metal líquido eres. Un flujo de campanas de bronce turbio y trémulo, un galope de espadas de acero circulante jamás enmohecido, te preservan del polvo. Y en vano se descuelga de los cuadros para invadirte: te defiende el agua; y en vano está la tierra reclamando su presa haciendo un hueco íntimo en la grama. Guitarras y arpas, liras y sollozos, sollozos y canciones te sumergen en música. Ahogado estás, alimentando flautas en los cañaverales. Todo lo ves tras vidrios y ternuras desde un Toledo de agua sin turismo con cancelas y muros de especies luminosas. ¡Qué maitines te suenan en los huesos, qué corros te rodean de llanto femenino, qué ataúdes de luna acelerada renuevan sus rebaños de espuma afectuosa a cada instante! ¿Te acuerdas de la vida, compañero del sapo que humedece las aguas con su silbo? ¿Te acuerdas del amor que agrega corazón, quita cabellos, cría toros fieros? ¿Te acuerdas que sufrías oyendo las campanas, mirando los sepulcros y los bucles, errando por las tardes de difuntos, manando sangre y barro que un alfarero luego recogió para hacer botijos y macetas? Cuando la luna vierte su influencia en las aguas, las venas y las frutas, por su rayo atraído flotas entre dos aguas cubierto por las ranas de verdes corazones. Tu morada es el Tajo: ahí estás para siempre dedicado a ser cisne por completo. Las cosas no se nublan más en tu corazón; tu corazón ya tiene la dirección del río; los besos no se agolpan en tu boca angustiada de tanto contenerlos; eres todo de bronce navegable, de infinitos carrizos custodiosos, de acero dócil hacia el mar doblado que lavará tu muerte toda una eternidad. (1936)…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach Partita para fagot solo Bassoon Youtube.com Ahora me dejen tranquilo. Ahora se acostumbren sin mí. Yo voy a cerrar los ojos. Y sólo quiero cinco cosas, cinco raíces preferidas. Una es el amor sin fin. Lo segundo es ver el otoño. No puedo ser sin que las hojas vuelen y vuelvan a la tierra. Lo tercero es el grave invierno, la lluvia que amé, la caricia del fuego en el frío silvestre. En cuarto lugar el verano redondo como una sandía. La quinta cosa son tus ojos, Matilde mía, bienamada, no quiero dormir sin tus ojos, no quiero ser sin que me mires: yo cambio la primavera por que tú me sigas mirando. Amigos, eso es cuanto quiero. Es casi nada y casi todo. Ahora si quieren se vayan. He vivido tanto que un día tendrán que olvidarme por fuerza, borrándome de la pizarra: mi corazón fue interminable. Pero porque pido silencio no crean que voy a morirme: me pasa todo lo contrario: sucede que voy a vivirme. Sucede que soy y que sigo. No será, pues, sino que adentro de mi crecerán cereales, primero los granos que rompen la tierra para ver la luz, pero la madre tierra es oscura: y dentro de mí soy oscuro: soy como un pozo en cuyas aguas la noche deja sus estrellas y sigue sola por el campo. Se trata de que tanto he vivido que quiero vivir otro tanto. Nunca me sentí tan sonoro, nunca he tenido tantos besos. Ahora, como siempre, es temprano. Vuela la luz con sus abejas. Déjenme solo con el día. Pido permiso para nacer.…
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Literatura
Voz: Manuel López Castilleja Música: Händel_Concierto para arpa y orquesta Youtube.com Querida Señora: Una vez me invitó a escribirle. Creía usted que para un joven con talento literario sería una delicia poder escribir una carta a una hermosa y honorable dama. Tiene usted razón: es un placer. Y además ya se habrá percatado de que escribo mil veces mejor de lo que hablo. Así que le escribo. Éste es el único medio de que dispongo para complacerla mínimamente, cosa que deseo de todo corazón. Porque la amo, querida señora. Permítame explicárselo bien. Es necesario que lo aclare puesto que en caso contrario me podría usted malinterpretar y también quizá me corresponde en justicia hacerlo, ya que ésta es la única carta que le escribiré. Y ahora, dejémonos ya de preámbulos. A mis dieciséis años, con una peculiar y quizá precoz melancolía, constaté que las alegrías de la infancia se me hacían cada vez más extrañas y que se desvanecían al fin. Veía a mi hermano pequeño construir canales de arena, arrojar lanzas, cazar mariposas, y envidiaba el placer que todo ello le reportaba, y de cuyo apasionado fervor todavía me acordaba yo muy bien. Para mí era ya algo perdido; no sabía desde cuándo ni por qué, y en su lugar, puesto que tampoco podía participar de los placeres adultos, habían interrumpido la insatisfacción y la nostalgia. Con gran ahínco, pero sin constancia alguna, me ocupaba ora en la historia, ora en las ciencias naturales. Me pasaba una semana entera, día y noche, elaborando preparados botánicos para luego, durante los catorce días siguientes, no dedicarme a otra cosa que a leer a Goethe. Me sentía solo, desvinculado de la vida a mi pesar, y procuraba instintivamente salvar este abismo a través del estudio, el saber y el conocimiento. Por vez primera, veía nuestro jardín como una parte de la ciudad y del valle; el valle, como un recorte de las montañas; las montañas como una porción claramente delimitada de la superficie terrestre. Por vez primera consideraba las estrellas como cuerpos cósmicos; los montes, como formas originadas por fuerzas terrestres; y, también por vez primera, interpretaba la historia de los pueblos como una parte de la historia de la Tierra. Entonces aún no lo podía expresar ni tenía palabras para describirlo, pero todo ello palpitaba en lo más hondo de mi ser. Resumiendo, en aquella época empecé a pensar. De manera que contemplaba mi vida como algo condicionado y limitado, y eso despertó en mi el deseo, que el niño todavía desconoce, de convertir mi existencia en lo más bueno y hermoso posible. Probablemente todos los jóvenes experimentan mas o menos lo mismo, pero yo lo relato como si hubiera sido una vivencia excesivamente personal porque es lo que, a fin de cuentas, fue para mí. Insatisfecho y consumido por el deseo de lograr lo inalcanzable, iba viviendo de aquella forma: industrioso, pero inconstante, febril, y aun así a la búsqueda de nuevos ardores. Entretanto, la naturaleza fue más sabía y resolvió el difícil rompecabezas en el que me encontraba. Un día me enamoré y reanudé de improviso todos los vínculos con la vida, con más intensidad y mayor riqueza que antes. Desde entonces he vivido horas y días sublimes y deliciosos, pero nada comparable con aquellas semanas y meses en los que, enardecido y plenamente colmado, me inundaba un constante fluir de sentimientos. No pretendo contarle la historia de mi primer amor; no viene al caso, y las circunstancias externas también hubieran podido ser otras. Pero me gustaría describirle en pocas palabras la vida que llevaba en aquel tiempo, aunque sé de antemano que no lo lograré. Aquel irrefrenable afán llegó a su fin. De pronto me encontré en medio de un mundo vivo, y miles de lazos me unieron de nuevo a la Tierra y a los hombres. Mis sentidos parecían transformados; más agudizados y despiertos. Especialmente la vista. Lo percibía todo de una forma completamente distinta. Como un artista, veía las cosas con más claridad, más color, y era feliz con la mera contemplación. El jardín de mi padre se hallaba en todo su esplendor. Los arbustos florecientes y los árboles, con su espeso follaje estival, se recortaban sobre el cielo profundo; las enredaderas trepaban a lo largo del alto muro de contención, y por encima descansaba la montaña, con sus rojizos peñascos y sus bosques de abetos azul oscuro. Me detenía a contemplarlo, embelesado al ver lo maravillosamente hermosa, vital, llamativa y radiante que era cada una de aquellas imágenes. Las flores balanceaban sus tallos con tal suavidad y sus vistosas corolas me resultaban tan conmovedoramente delicadas y tiernas, que me veía impedido a amarlas y disfrutarlas como si de composiciones poéticas se tratara. Incluso me llamaban la atención muchos ruidos que nunca antes había percibido: el rumor del viento entre los abetos y la hierba, el canto de los grillos en los campos, el trueno de una tormenta lejana, el murmullo del río que se aproxima a un dique y los gorjeos de los pájaros. Al atardecer, veía y oía a los insectos que revoloteaban en la dorada luz del crepúsculo y escuchaba el croar de las ranas en el estanque. De repente miles de menudencias pasaron a ser valiosas e importantes para mí; me llegaban al corazón como verdaderos acontecimientos. Así sucedía, por ejemplo, cuando por la mañana regaba algunos parterres del jardín, para pasar el rato, y veía como las raíces y la tierra bebían tan agradecidas y ávidas. O cuando a la hora del calor, en pleno día, contemplaba a una pequeña mariposa azul zigzaguear como si estuviera borracha. O bien observaba el despliegue de una tierna rosa. O cuando desde la barca, de noche, sumergía la mano y notaba el delicado y tibio transcurrir del río entre mis dedos. Padecía el tormento de un desconcertante primer amor, me acuciaba una incomprensible desazón y convivía con el anhelo, la esperanza y el desánimo. Pero a pesar de la nostalgia y la angustia amorosa, era, en todos y cada uno de aquellos instantes, profundamente feliz. Todo lo que me rodeaba me resultaba precioso y lleno de sentido; no había lugar para la muerte o el vacío. No he perdido del todo aquellas sensaciones, pero no han vuelto nunca más con la misma fuerza y continuidad. Y experimentar de nuevo todo aquello, apropiármelo y conservarlo, es ahora mi imagen de la felicidad. ¿Quiere continuar leyendo? Desde aquella época hasta aquí, he estado siempre enamorado de una forma u otra. De todo lo que he conocido, me parece que nada hay más noble, ardiente e irresistible que el amor a las mujeres. No siempre he mantenido relaciones con mujeres o muchachas; tampoco he amado siempre a conciencia a una sola de ellas, pero de alguna manera mi mente ha estado siempre ocupada en el amor, y mi culto a la belleza se ha manifestado, de hecho, en una constante adoración a las mujeres. No quiero contarle historias de amor. Una vez, durante algunos meses, tuve una amante y recogí casi sin querer y de paso, esporádicos besos, miradas y noches de amor; pero mis amores verdaderos han sido siempre desventurados. Si hago memoria constato que el sufrimiento por un amor imposible, la angustia, la incertidumbre y las noches en vela han sido infinitamente mejores que todos los pequeños éxitos y golpes de suerte juntos. ¿Sabe que estoy profundamente enamorado de usted? La conozco desde hace ya un año, aunque sólo he ido a su casa en cuatro ocasionas. Cuando la vi por primera vez, llevaba usted en su blusa gris perla un broche decorado con el lis florentino. Otro día la divisé en la estación mientras subía al exprés parisino. Tenía un billete para Estrasburgo. Por aquel entonces, usted todavía no me conocía. Más adelante fui a su casa en compañía de mi amigo; en aquella ocasión yo ya estaba enamorado de usted. Sólo se percató de ello en mi tercera visita; la noche del concierto de Schubert. O al menos, eso me pareció. Bromeó primero a propósito de mi formalidad, después sobre el lirismo con el que me expresaba y, al despedirnos, se mostró usted bondadosa y un poco maternal. Y la última vez, tras haberme facilitado su dirección de veraneo, para escribirle. Y esto es lo que he hecho ahora, después de darle muchas vueltas. ¿Cómo encontrar las palabras para despedirme? Le he dicho que esta primera carta mía también sería la última. Acoja estas confesiones, que quizá tienen algo de ridículo, como lo único que puedo darle y como muestra de mi estima y amor. Al pensar en usted y admitir lo mal que he representado el papel de enamorado, experimento ciertamente algo de aquella maravilla que he estado describiendo. Ya es de noche delante de mi ventana; todavía cantan los grillos en la hierba húmeda del jardín, y en buena medida, reconozco en este entorno algo de aquel fantástico verano. Me digo que quizá podré revivir todo aquello algún día si me mantengo fiel al sentimiento que me ha impulsado a escribir esta carta. Me gustaría renunciar a todas las astucias que para la mayoría de los jóvenes se derivan del enamoramiento y que son de sobra conocidas para mí: me refiero a aquel juego, medio sincero medio artificial, de la mirada y el gesto; al servirse mezquinamente del ambiente y el momento oportuno; al jugueteo de los pies bajo la mesa y al uso impropio de un besamanos. No acierto a expresar debidamente lo que siento. Pero sin duda alguna me habrá comprendido. Si es usted tal y como a mí me gusta imaginar, mis confusas palabras le podrán hacer reír de buena gana sin que, por ello, disminuya ni un ápice su aprecio por mí. Es posible que yo mismo me ría un día de eso; hoy por hoy, no puedo ni me apetece hacerlo. Con todos mis respetos, de su leal admirador, B.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Tárrega_Preludio 7 Youtube.com Cuando llegues a amar, si no has amado, sabrás que en este mundo es el dolor más grande y más profundo ser a un tiempo feliz y desgraciado. Corolario: el amor es un abismo de luz y sombra, poesía y prosa, y en donde se hace la más cara cosa que es reír y llorar a un tiempo mismo. Lo peor, lo más terrible, es que vivir sin él es imposible.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Tárrega_Lágrima Youtube.com Si me paso la mano por la frente, si acaricio los lomos de los libros, si reconozco el Libro de las Noches, si hago girar la terca cerradura, si me demoro en el umbral incierto, si el dolor increíble me anonada, si recuerdo la Máquina del Tiempo, si recuerdo el tapiz del unicornio, si cambio de postura mientras duermo, si la memoria me devuelve un verso, repito lo cumplido innumerables veces en mi camino señalado. No puedo ejecutar un acto nuevo, tejo y torno a tejer la misma fábula, repito un repetido endecasílabo, digo lo que los otros me dijeron, siento las mismas cosas en la misma hora del día o de la abstracta noche. Cada noche la misma pesadilla, cada noche el rigor del laberinto. Soy la fatiga de un espejo inmóvil o el polvo de un museo. Sólo una cosa no gustada espero, una dádiva, un oro de la sombra, esa virgen, la muerte. (El castellano permite esta metáfora.) La Cifra. 1981.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Joan Manuel Serrat - Llegar a viejo (instrumental) Youtube.com Si se llevasen el miedo, y nos dejasen lo bailado para enfrentar el presente... Si se llegase entrenado y con ánimo suficiente... Y después de darlo todo - en justa correspondencia - todo estuviese pagado y el carné de jubilado abriese todas las puertas... Quizá llegar a viejo Sería más llevadero, Más confortable, Más duradero. Si el ayer no se olvidase tan aprisa... Si tuviesen más cuidado en donde pisan... Si se viviese entre amigos que al menos de vez en cuando pasasen una pelota... Si el cansancio y la derrota no supiesen tan amargo... Si fuesen poniendo luces en el camino, a medida que el corazón se acobarda... y los ángeles de la guarda diesen señales de vida... Quizá llegar a viejo Sería más razonable, más apacible, más transitable. ¡Ay, si la veteranía fuese un grado...! Si no se llegase huérfano a ese trago... Si tuviese más ventajas y menos inconvenientes... Si el alma se apasionase, el cuerpo se alborotase, y las piernas respondiesen... Y del pedazo de cielo reservado para cuando toca entregar el equipo, repartiesen anticipos a los más necesitados... Quizá llegar a viejo sería todo un progreso, un buen remate, un final con beso. En lugar de arrinconarlos en la historia, convertidos en fantasmas con memoria... Si no estuviese tan oscuro a la vuelta de la esquina... O simplemente si todos entendiésemos que todos llevamos un viejo encima.…
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Literatura
Voz: Manuel López Castilleja Música: Tárrega_Adelita Youtube.com Al llegar la medianoche y romper en llanto el Niño, las cien bestias despertaron y el establo se hizo vivo... y se fueron acercando y alargaron hasta el Niño sus cien cuellos, anhelantes como un bosque sacudido. Bajó un buey su aliento al rostro y se lo exhaló sin ruido, y sus ojos fueron tiernos, como llenos de rocío... Una oveja lo frotaba contra su vellón suavísimo, y las manos le lamían, en cuclillas, dos cabritos... Las paredes del establo se cubrieron sin sentirlo de faisanes y de ocas y de gallos y de mirlos. Los faisanes descendieron y pasaban sobre el niño su ancha cola de colores; y las ocas de anchos picos arreglábanle las pajas; y el enjambre de los mirlos era un vuelo palpitante sobre del recién nacido... Y la Virgen entre el bosque de los cuernos, sin sentido, agitada iba y venía sin poder tomar al Niño. Y José sonriendo iba acercándose en su auxilio... ¡Y era como un bosque todo el establo conmovido!…
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Literatura
Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach - Prelude in C Major1 Youtube.com Estoy viva como fruta madura dueña ya de inviernos y veranos, abuela de los pájaros, tejedora del viento navegante. No se ha educado aún mi corazón y, niña, tiemblo en los atardeceres, me deslumbran el verde, las marimbas y el ruido de la lluvia hermanándose con mi húmedo vientre, cuando todo es más suave y luminoso. Crezco y no aprendo a crecer, no me desilusiono, ni me vuelvo mujer envuelta en velos, descreída de todo, lamentando su suerte. No. Con cada día, se me nacen los ojos del asombro, de la tierra parida, el canto de los pueblos, los brazos del obrero construyendo, la mujer vendedora con su ramo de hijos, los chavalos alegres marchando hacia el colegio. Si.. Es verdad que a ratos estoy triste y salgo a los caminos, suelta como mi pelo, y lloro por las cosas más dulces y más tiernas y atesoro recuerdos brotando entre mis huesos y soy una infinita espiral que se retuerce entre lunas y soles, avanzando en los días, desenrollando el tiempo con miedo o desparpajo, desenvainando estrellas para subir más alto, más arriba, dándole caza al aire, gozándome en el ser que me sustenta, en la eterna marea de flujos y reflujos que mueve el universo y que impulsa los giros redondos de la tierra. Soy la mujer que piensa. Algún día mis ojos encenderán luciérnagas..…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Mahler_Adagietto Symphony 5 Youtube.com Había una vez un hombre con tanta sed de amar que temía morir sin haber amado bastante. Temía sobre todo morir sin haber conocido uno de esos paraísos de amor, a que se entra una sola vez en la vida por los ojos claros u oscuros de una mujer. —¿Qué haré de mí —decía— si la hora de la muerte me sobrecoge sin haberlo conseguido? ¿Qué he amado yo hasta ahora? ¿Qué he abrazado? ¿Qué he besado? Tal temía el hombre; y ésta es la razón por la cual se quejaba al destino de su suerte. Pero he aquí que mientras tendido en su cama se quejaba, un suave resplandor se proyectó sobre él, y volviéndose vio a un ángel que le hablaba así: —¿Por qué sufres, hombre? Tus lamentos han llegado hasta el Señor, y he sido enviado a ti para interrogarte. ¿Por qué lloras? ¿Qué deseas? El hombre miró con vivo asombro a su visitante, que se mantenía tras el respaldo de la cama con las alas plegadas. —Y tú, ¿quién eres? —preguntó el hombre. —Ya lo ves —repuso el intruso con dulce gravedad—. Tu ángel de la guarda. —¡Ah, muy bien! —dijo el hombre, sentándose del todo en la cama—. Yo creía que a mi edad no tenía ya ángel guardián. —¿Y por qué? —contestó sonriendo el ángel. Pero el hombre había sonreído también, porque se hallaba a gusto conversando a su edad con un ángel del cielo. —En efecto —repuso—. ¿Por qué no puedo tener todavía un ángel guardián que vele por mí? Estaría muy contento, mucho, de saberlo —agregó en voz baja y sombría al recordar su aflicción— si no fuera totalmente inútil… —Nada es inútil cuando se desea y se sufre por ello —replicó el ángel de la guarda—. La prueba la tienes aquí: ¿No has elevado la voz de tu deseo y tu sufrimiento? El Señor te ha oído. Por segunda vez, te pregunto: ¿Qué quieres? ¿Cuál es tu aspiración? El hombre observó por segunda vez la niebla nacarada que era su ángel. —¿Y cómo decírtela? Nada tiene ella de divino… ¿Qué podrías hacer tú? —Yo, no; pero el Señor todo lo puede. ¿Persigues algo? —Sí. —¿Puedes obtenerlo por tus propias fuerzas? —Tal vez sí… —¿Y por qué te quejas a la Altura si sólo en ti está el conseguirlo? —¡Porque estoy desesperado y tengo miedo! ¡Porque temo que la muerte llegue de un momento a otro sin que haya yo obtenido un solo beso de gran amor! Pero tú no puedes comprender lo que es esta sed de los hombres. ¡Tú eres de otro cielo! —Cierto es —repuso la divina criatura con una débil sonrisa—. Nuestra sed está aplacada… ¿Temes, pues, morir sin haber alcanzado un gran amor… un beso de gran amor, como dices? —Tú mismo lo repites. —No sufras, entonces. El Señor te ha oído ya y te concederá lo que pides. Pronto seré contigo. Hasta luego. —À tantôt —respondió el hombre, sorprendido. Y no había vuelto aún de su sorpresa cuando el respaldo de la cama se iluminaba de nuevo y oía al ángel que le decía: —La paz sea contigo. El Señor me envía para decirte que tu deseo es elevado y tu dolor, sincero. La eterna vida que exiges para satisfacer tu sed, no puede serte acordada. Pero de conformidad con tu misma expresión, el Señor te concede tres besos. Podrás besar a tres mujeres, sean quienes fueren; pero el tercer beso te costará la vida. —¡Ángel de mi guarda! —exclamó el hombre poniéndose pálido de dicha—. ¿A tres mujeres, las que yo elija? ¿A las más hermosas? ¿Puedo ser amado por ellas, con sólo que lo desee? —Tú lo has dicho. Vela únicamente por tu elección. Tres besos serán tuyos; mas con el tercero morirás. —¡Ángel adorado! ¡Guardián de mi alma! ¿Cómo es posible no aceptar? ¿Qué me importa perder la vida, si ella no se me ofrece más que como un medio para alcanzar mi Vida misma, que es amar? ¿A tres mujeres, dices? ¿Distintas? —Distintas, a tu elección. No levantes, pues, más tus quejas a la Altura. Sé feliz… Y no te olvides. Y el ángel desapareció, en tanto que el hombre salía apresuradamente a la calle. No vamos a seguir al afortunado ser en las aventuras que el divino y desmesurado don le permitió. Bástenos saber que en un tiempo más breve del preciso para contarlo, prodigó las dos terceras partes de su bien, y que cuando se adelantaba ya a conquistar su postrer beso, la muerte cayó sobre él inesperadamente. El hombre, muy descontento, pidió comparecer ante el Señor, lo que le fue concedido. —¿Quién es éste? —preguntó el Señor al ángel guardián, que acompañaba al hombre. —Es aquel, Señor, a quien concediste el don de los tres besos. —Cierto es —contestó el Señor—. Me acuerdo. ¿Y qué desea ahora? —Señor —repuso el hombre mismo—: He muerto por sorpresa. No he tenido tiempo de disfrutar el don que me otorgaste. Pido volver a la vida para cumplir mi misión. —Tú solo tienes la culpa —dijo el Señor—. ¿No hallabas mujer digna de ti? —No es esto… ¡Es que la muerte me tomó tan de sorpresa! —Bien. Tornarás a vivir y aprovecha el tiempo. Ya estás complacido; ve en paz. Y el hombre se fue; mas aunque en esta segunda etapa de su vida extendió más el intervalo de sus besos, la muerte llegó cuando menos lo esperaba, y el hombre tornó a comparecer ante el Señor. —Aquí está de nuevo, Señor —dijo el ángel guardián—, el hombre que ya murió otra vez. Pero el Señor no estaba contento de la visita. —¿Y qué quiere éste ahora? —exclamó—. Le hemos concedido todo lo que quería. Y volviéndose al hombre: —¿Tampoco hallaste esta vez a la mujer? —La buscaba, Señor, cuando la muerte… —¿La buscabas de verdad? —Con toda el alma. ¡Pero he muerto! ¡Soy muy joven, Señor, para morir todavía! —Eres difícil de contentar. ¿No cambiaste tú mismo la vida por esos tres besos que te dan tanto trabajo? ¿Quieres que te retire el don? Tienes aún tiempo de alcanzar una larga vida. —¡No, no me arrepiento! —¿Qué, entonces? ¿No son bastante hermosas las mujeres de tu planeta? —Sí, sí, ¡déjame vivir aún! —Ve, pues. No sueñes con otra clase de mujeres; y busca bien, porque no quiero oír hablar más de ti. Dicho esto, el Señor se volvió a otro lado, y el hombre bajó muy contento a vivir de nuevo en la Tierra. Pero por tercera vez repitiose la aventura, y el hombre, sorprendido en plena juventud por la muerte, subió por cuarta vez al cielo. —¡No acabaremos nunca con este personaje! —exclamó al verlo el Señor, que entonces reconoció enseguida al hombre de los tres besos—. ¿Cómo te atreves a volver a mi presencia? ¿No te dije que quería verme libre de ti? Pero el hombre no tenía ya en los ojos ni en la voz el calor de las otras ocasiones. —¡Señor! —murmuró—. Sé bien que te he desobedecido, y merezco tu castigo… ¡Pero demasiada culpa fue el don que me concediste! —¿Y por qué? ¿Qué te falta para conseguirlo? ¿No tienes juventud, talento, corazón? —¡Sí, pero me falta tiempo! ¡No me quites la vida tan rápidamente! En las tres veces que me has concedido vivir de nuevo, cuando más viva era mi sed de amar, cuando más cerca estaba de la mujer soñada, tú me enviabas la muerte. ¡Déjame vivir mucho, mucho tiempo, de modo que por fin pueda satisfacer esta sed de amar! El Señor miró entonces atentamente a este hombre que quería vivir mucho para conseguir a la vejez lo que no alcanzaba en su juventud. Y le dijo: —Sea, pues, como lo deseas. Vuelve a la vida y busca a la mujer. El tiempo no te faltará para ello; ve en paz. Y el hombre bajó a la Tierra, muchísimo más contento que las veces anteriores, porque la muerte no iba a cortar sus días juveniles. Entonces el hombre que quería vivir dejó transcurrir los minutos, las horas y los días, reflexionando, calculando las probabilidades de felicidad que podía devolverle la mujer a quien entregara su último beso. —Cuanto más tiempo pase —se decía—, más seguro estoy de no equivocarme. Y los días, los meses y los años transcurrían, llenando de riquezas y honores al hombre de talento que había sido joven y había tenido corazón. Y el renombre trajo a su lado las más hermosas mujeres del mundo. —He aquí, pues, llegado el momento de dar mi vida —se dijo el hombre. Pero al acercar sus labios a los frescos labios de la más bella de las mujeres, el hombre viejo sintió que ya no los deseaba. Su corazón no era ya capaz de amar. Tenía ahora cuanto había buscado impaciente en su juventud. Tenía riquezas y honores. Su larga vida de contemporización y cálculo habíale concedido los bienes velados al hombre que no vuelve la cabeza por ver si la muerte lo acecha al gemir de pasión en un beso. Sólo le faltaba el deseo, que había sacrificado con su juventud. Joven poeta, artista, filósofo: no vuelvas la cabeza al dar un beso, ni vendas al postrero el ideal de tu joven vida. Pues si la prolongas a su costa, comprenderás muy tarde que el supremo canto, el divino color, la sangrienta justicia, sólo valieron mientras tuviste corazón para morir por ellos.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach_El Clave Bien Temperado Fuga en mi mayor Youtube.com El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco, para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e inencontrable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía exhalar suaves olores a la fritanga permitida después del tiempo de ayuno; así servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto llano. Su eminencia el cardenal -que había visitado el convento en un día inolvidable- había bendecido al hermano, primero, abrazádole enseguida, y por último díchole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez y la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como sus hermanos los pajaritos de Dios. Y cuando volvía, con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia ellos: “¡Eh!, venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen vaso…” Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más bondadosa de las sonrisas. Avino, pues, que un día de Navidad, Longinos fuese a la próxima aldea…; pero ¿no os he dicho nada del convento? El cual estaba situado cerca de una aldea de labradores, no muy distante de una vasta floresta, en donde, antes de la fundación del monasterio, había cenáculos de hechiceros, reuniones de hadas, y de silfos, y otras tantas cosas que favorece el poder del Bajísimo, de quien Dios nos guarde. Los vientos del cielo llevaban desde el santo edificio monacal, en la quietud de las noches o en los serenos crepúsculos, ecos misteriosos, grandes temblores sonoros…, era el órgano de Longinos que acompañando la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba sus clamores benditos. Fue, pues, en un día de Navidad, y en la aldea, cuando el buen hermano se dio una palmada en la frente y exclamó, lleno de susto, impulsando a su caballería paciente y filosófica: -¡Desgraciado de mí! ¡Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda la vida a pan y agua! ¡Cómo estarán aguardándome en el monasterio! Era ya entrada la noche, y el religioso, después de santiguarse, se encaminó por la vía de su convento. Las sombras invadieron la Tierra. No se veía ya el villorrio; y la montaña, negra en medio de la noche, se veía semejante a una titánica fortaleza en que habitasen gigantes y demonios. Y fue el caso que Longinos, anda que te anda, pater y ave tras pater y ave, advirtió con sorpresa que la senda que seguía la pollina no era la misma de siempre. Con lágrimas en los ojos alzó estos al cielo, pidiéndole misericordia al Todopoderoso, cuando percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella, una hermosa estrella de color de oro, que caminaba junto con él, enviando a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía y de antorcha. Diole gracias al Señor por aquella maravilla, y a poco trecho, como en otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir adelante, y le dijo con clara voz de hombre mortal: ‘Considérate feliz, hermano Longinos, pues por tus virtudes has sido señalado para un premio portentoso.’ No bien había acabado de oír esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de exquisitos aromas. Y vio venir por el mismo camino que él seguía, y guiados por la estrella que él acababa de admirar, a tres señores espléndidamente ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El delantero era rubio como el ángel Azrael; su cabellera larga se esparcía sobre sus hombros, bajo una mitra de oro constelada de piedras preciosas; su barba entretejida con perlas e hilos de oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un manto en donde estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas y signos del zodiaco. Era el rey Gaspar, caballero en un bello caballo blanco. El otro, de cabellera negra, ojos también negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los que se ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente con una magnífica diadema, vestía vestidos de incalculable precio, era un tanto viejo, y hubiérase dicho de él, con sólo mirarle, ser el monarca de un país misterioso y opulento, del centro de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar y llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de fuegos de diamantes. Iba sobre un camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El tercero era de rostro negro y miraba con singular aire de majestad; formábanle un resplandor los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio príncipe de un cuento, iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el rey Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no usado trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística complacencia, desgranaba las cuentas de su largo rosario. Y sucedió que -tal como en los días del cruel Herodes- los tres coronados magos, guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes… Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al niño que sonreía: -Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su convento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte. Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre. Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano? ¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto, menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y sublime organista… ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza… De repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía resonar… resonó, resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas, excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos del fuego del milagro; y aquella Noche Buena, los campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual, de aquel órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia… El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios poco tiempo después; murió en olor de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro de la capilla, en una tumba especial labrada en mármol.…
L
Literatura
1 Feodor Dostoievski: El Árbol de Navidad y una boda 23:02
23:02
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23:02Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach_Concerto n1 in D Minor Youtube.com Hace unos días vi una boda… Pero ¡no! Será mejor que les hable sobre la fiesta del Árbol de Navidad. La boda estuvo bien; me gustó mucho, pero aún mejor fue otro acontecimiento. Ignoro de qué modo, al observar la boda me acordé de esa fiesta del Árbol de Navidad. Ocurrió del siguiente modo. Hace exactamente cinco años, en vísperas de Año Nuevo, me invitaron a un baile infantil. La persona que me invitaba era muy célebre e importante, con contactos, influencias e intrigas, de modo que uno podía pensar con facilidad que el baile infantil no era más que una excusa para reunirse los padres y charlar sobre ciertos asuntos de la forma más casual e inocente. Yo era ajeno a aquellas cuestiones, no tenía ningún asunto que tratar, y por ello pasé la tarde de un modo bastante independiente. Había allí también otro señor, que a mi parecer no se distinguía ni por su posición social ni por parentesco alguno, pero que, al igual que me ocurriera a mí, se encontró en la feliz fiesta del mismo modo que yo… Fue la primera persona en quien me fijé. Era un hombre alto, enjuto, bastante serio y bien vestido. Pero resultaba evidente que en absoluto le divertía aquella alegre fiesta familiar. Cuando se apartaba hacia algún rincón, al instante dejaba de sonreír y fruncía sus espesas y negruzcas cejas. Exceptuando al dueño, no conocía a nadie de aquella fiesta de baile infantil. Era visible que se aburría a más no poder, pero que soportaba heroicamente, hasta el final, el papel de hombre absolutamente feliz y divertido. Después me enteré de que se trataba de un señor de provincias, que vino a la capital a solucionar alguna cuestión importante, y que le traía una carta de recomendación al dueño, nuestro anfitrión, que le mostró su tono protector, no precisamente con amore, y que le invitaba por pura cortesía a su fiesta de baile infantil. Como no jugaba a las cartas y nadie le había ofrecido un cigarro, ni entraba en conversación con él —probablemente al reconocer ya a distancia al pájaro por su pluma—, y por no saber qué hacer con las manos, se vio el caballero obligado a atusarse las patillas durante toda la tarde. Estas eran verdaderamente hermosas. Pero se las atusaba con tanta insistencia que, al mirarle, resultaba difícil no pensar que en el mundo fueron primeramente creadas las patillas, y que solo después se les añadió el hombre para que se las atusara. Al margen de ese caballero, que participaba de ese modo de la felicidad familiar del dueño de la casa, y que tenía cinco hijos regordetes, también llamó mi atención otro caballero. Pero este otro ya era de otra naturaleza. ¡Se trataba de todo un personaje! Se llamaba Iulián Mastákovich. Desde el primer golpe de vista se percataba uno de que se trataba de un invitado de honor y de que tenía la misma relación con el anfitrión que este último con el caballero que se atusaba las patillas. Los dueños le prodigaban infinidad de amabilidades, tenían muchas atenciones con él, le ofrecían bebidas, lo jaleaban, le acercaban a sus invitados para recomendarle, pero en lo que a él se refiere no lo presentaban a nadie. Observé que al dueño le brilló una lágrima en el ojo cuando Iulián Mastákovich, refiriéndose a la velada, dijo que en escasas ocasiones había pasado un rato tan agradable. De pronto me estremecí ante la presencia de aquel personaje, y, por ello, tras deleitarme mirando a los niños, me marché a un pequeño saloncito, que estaba completamente vacío, y me senté en el cenador de la dueña, que tenía muchas plantas y ocupaba casi la mitad de la habitación. Todos los niños eran increíblemente enternecedores, y decididamente se negaban a comportarse como mayores a pesar de todas las observaciones de las institutrices y las madres. En un abrir y cerrar de ojos habían dejado el árbol prácticamente vacío, hasta el último bombón, y ya les había dado tiempo a romper la mitad de los juguetes, sin saber previamente a quién correspondía cada uno. Especialmente agradable me pareció un niño de ojos negros y pelo rizado, que no hacía más que querer dispararme con su rifle de madera. Pero, de todos los niños, la que más llamó mi atención fue su hermana, una niña de aproximadamente once años, maravillosa, tierna, silenciosa, pensativa y pálida, con ojos grandes, penetrantes y algo saltones. Los niños la habían ofendido por algo, por eso decidió marcharse al salón donde estaba yo, y ponerse a jugar con su muñeca en un rinconcito. Los invitados indicaban con respeto a un rico comerciante, su padre, y alguno que otro señalaba, en voz baja, que ya se había asignado a la niña una dote de trescientos mil rublos. Me di la vuelta para echar un vistazo a los que curioseaban sobre el acontecimiento, y mi mirada cayó en Iulián Mastákovich, quien, con las manos a la espalda y la cabeza algo ladeada, ponía especial atención para escuchar la vanilocuencia de aquellos caballeros. A continuación, no pude por menos de sorprenderme por la sabiduría de los dueños ante la entrega de los regalos de los niños. La niña que ya tenía trescientos mil rublos de dote recibió una impresionante muñeca. Después se fueron entregando los regalos en línea descendente, conforme al nivel y rango de los padres de todas aquellas felices criaturas. Finalmente, el último niño, de unos diez años, delgadito, pequeño, pecosillo y pelirrojo, recibió solo un libro de cuentos sobre la grandeza de la naturaleza, las lágrimas de la emoción y otras cosas, sin una sola estampa ni viñeta. Era el hijo de la institutriz de los niños del dueño: una pobre viuda que tenía un niño extremadamente introvertido y asustadizo. Llevaba puesta una chaquetita de nanquín barato. Tras recibir su librito, estuvo un largo rato dando vueltas alrededor de otros juguetes; tenía muchas ganas de jugar con otros niños, pero no se atrevía; era evidente que ya tenía conciencia de su situación y la comprendía. Me gusta observar a los niños. Lo extraordinariamente curioso en ellos viene a ser la primera revelación de independencia en la vida. Observé que al niño pelirrojo le atrajeron sobremanera los juguetes de más categoría de otros niños, especialmente las marionetas de teatro, con las que le habría encantado jugar representando algún papel, hasta el extremo de hacer alguna gamberrada. Se reía y jugaba con otros niños, y le dio su manzana a un niño regordete que tenía anudado un pañuelo lleno de golosinas; incluso accedió a llevar sobre su espalda a otro niño, con tal de que no le apartaran del teatro de las marionetas. Pero, al cabo de un minuto, un chaval travieso le dio una considerable paliza. El niño no se atrevió a llorar. En ese momento llegó la institutriz, su madre, y le ordenó que no molestara a los otros niños. Él entró en la habitación donde estaba la niña. Ella dejó que se le acercara y los dos, bastante entretenidos, se pusieron a vestir a la preciosa muñeca. Ya llevaba yo una media hora sentado en el saloncito del cenador y casi me adormecí escuchando el silencioso susurro entre el niño pelirrojo y la preciosa niña de trescientos mil rublos de dote, que departían sobre la muñeca. De pronto entró en la habitación Iulián Mastákovich. Aprovechó el momento de una ruidosa pelea entre los niños para escabullirse despacio del salón. Me percaté de que solo un minuto antes había estado hablando bastante acalorado con el padre de la futura y rica novia, al que acababa de conocer, ensalzando las ventajas de un empleo respecto a otro. Ahora estaba pensativo y parecía estar echando cuentas con los dedos. —Trescientos… trescientos —susurraba—. Once… doce… trece… ¡Dieciséis; cinco años! Supongamos que cuatro por ciento; doce por cinco, igual a sesenta; si sobre estos sesenta… supongamos que dentro de cinco años, entonces serán cuatrocientos. ¡Sí! Pero no se conformará con el cuatro por ciento, el muy estafador. Puede que quiera el ocho o el diez por ciento. Bueno, supongamos que quiera quinientos, quinientos mil, que será lo más probable; y el resto será para la renta, ¡hum…! Había dejado de darle vueltas, se sonó la nariz y ya se disponía a salir de la habitación cuando de pronto miró a la niña y se quedó parado. Como yo estaba detrás de las macetas y las plantas, no me veía. Pero me pareció que estaba muy excitado. Tal vez le afectaron las cuentas que echó, o alguna otra cosa, pero se frotaba las manos sin poder quedarse quieto. Aquella preocupación aumentó hasta nec plus ultra, cuando de pronto se detuvo, y echó otro vistazo a la futura novia. Quiso avanzar un paso, pero, antes de hacerlo, miró alrededor. Después, y de puntillas, como si se sintiera culpable, se fue aproximando a la criatura. Se le acercó sonriendo, se agachó y le dio un beso en la cabeza. La niña, que estaba abstraída jugando, lanzó un grito asustada. —¿Y qué hace usted aquí, preciosa niña? —le preguntó él, a media voz, mirando alrededor y dándole una palmadita en la mejilla. —Estamos jugando… —¿Cómo? ¿Con este niño? —Iulián Mastákovich miró de reojo al niño—. ¿Y no sería mejor que tú, cielito, fueras al salón? —le dijo al niño. El niño le miró abiertamente a los ojos. Iulián Mastákovich echó nuevamente un vistazo alrededor y se inclinó otra vez sobre la niña. —¿Qué es esto, una muñequita, querida niña? —preguntó él. —Sí —respondió la pequeña, frunciendo el entrecejo y ligeramente apocada. —Una muñequita… ¿sabes, querida niña, de qué está hecha tu muñeca? —No lo sé… —respondió ella a media voz y con la cabeza completamente gacha. —De guata, querida. Pero sería mejor que el niño se fuera al salón con los demás niños —dijo Iulián Mastákovich, mirando severamente al niño. La niña y el niño fruncieron el ceño y se apretujaron el uno contra el otro. Al parecer, no querían separarse. —¿Y sabes por qué te han regalado esta muñequita? —le preguntó Iulián Mastákovich, bajando cada vez más el tono de voz. —No lo sé. —Pues para que te portes durante toda la semana como una niña buena y cariñosa. En aquel momento Iulián Mastákovich, excitado hasta más no poder, miró alrededor y, bajando cada vez más la voz, le preguntó finalmente con un tono apenas perceptible por el nerviosismo y la inquietud: —¿Vas a ser cariñosa conmigo, querida niña, cuando yo venga a visitar a tus padres? Al decir esto, Iulián Mastákovich quiso darle de nuevo un beso a la preciosa niña, pero el niño, al ver que esta se encontraba a punto de romper a llorar, la cogió de las manos y se puso a gemir compadeciéndose de ella. En esta ocasión, Iulián Mastákovich se enfureció. —¡Largo, largo de aquí, vamos! —le dijo al niño—. ¡Márchate al salón! ¡Vete allí, con los demás niños! —¡No! ¡Que no se vaya! ¡Márchese usted! ¡Déjelo en paz! ¡Déjelo! —le dijo la niña, a punto de romper a llorar. Se oyeron voces en la puerta y Iulián Mastákovich se estremeció, irguiendo al instante su majestuoso cuerpo. Pero el niño, aún más asustado, dejó a la niña y, apoyándose despacito en la pared, pasó del salón al comedor. Para no levantar sospechas, Iulián Mastákovich también se dirigió al comedor. Estaba más colorado que un cangrejo, y al verse en un espejo pareció turbarse por su aspecto. Probablemente se disgustara por su acaloramiento y falta de paciencia. Posiblemente, sus cálculos le impresionaran sobremanera, seduciéndole y entusiasmándole de tal modo que, sin reparar en la formalidad y la importancia de su persona, decidiera comportarse como un chiquillo y abordar su objetivo directamente, sin percatarse de que este podría haber sido verdaderamente factible pasados, al menos, cinco años. Salí al comedor, siguiendo al distinguido caballero, y presencié un espectáculo bochornoso. Iulián Mastákovich, completamente enrojecido de rabia y enojo, iba tras el niño pelirrojo, asustándole; este, preso del miedo, retrocedía cada vez más sin saber dónde meterse. —¡Largo de aquí! ¿Qué estás haciendo? ¡Vamos, granuja, fuera! Has venido aquí para robar la fruta, ¿verdad? ¿Estás robando fruta? ¡Vete, granuja! ¡Márchate, mocoso! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Ve con los demás niños! El niño, completamente asustado, decidió finalmente intentar colarse debajo de la mesa. En aquel momento, su instigador, acalorado a más no poder, sacó su largo pañuelo de batista y comenzó a agitarlo debajo de la mesa para sacar al niño, que estaba tremendamente asustado. Hay que señalar que Iulián Mastákovich era un hombre algo corpulento. Se trataba de un individuo bien alimentado, de mejillas sonrosadas, carnes prietas, barriguita y muslos rellenos; en una palabra, lo que se dice un fortachón, redondo como una nuez. Sudaba, jadeaba y estaba todo congestionado. Finalmente, se enfureció completamente, tal era la indignación que sentía o (¿quién sabe?) puede que también los celos. Yo solté una incontenible carcajada. Iulián Mastákovich se dio la vuelta y, sin reparar en su posición social, se quedó completamente confuso. En aquel momento, por la puerta de enfrente, entró el dueño de la casa. El niño salió de debajo de la mesa limpiándose los codos y las rodillas. Iulián Mastákovich se apresuró a acercarse a la nariz el pañuelo que sostenía entre los dedos, cogido por la punta. El dueño de la casa nos miró a los tres algo turbado, pero, como hombre que sabía de cosas de la vida y que la miraba desde un ángulo serio, aprovechó al instante la ocasión para hablar en privado con su invitado. —Aquí está el niño —le dijo, indicando al crío pelirrojo— de quien tuve el honor de solicitarle… —¿Cómo? —respondió Iulián Mastákovich sin que aún le diera tiempo a reponerse. —Es el hijo de la institutriz de mis hijos —continuó el dueño con tono suplicante—; una pobre mujer, viuda de un honesto funcionario; y por ello… Iulián Mastákovich, si fuera posible… —¡Oh, no, no! —exclamó apresuradamente Iulián Mastákovich—. No; discúlpeme, Filipp Alekséievich, pero es de todo punto imposible. Ya me informé debidamente; no hay vacantes, y, de haberlas, habría diez candidatos aspirando a ellas con bastantes más derechos adquiridos que él… Es una lástima, una lástima… —Es una pena —repitió el dueño—; el niño es muy discreto y modesto… —Bastante travieso, por lo que he podido observar —respondió Iulián Mastákovich, torciendo histéricamente la boca—. ¡Vamos, niño! ¿Qué haces aquí parado? ¡Ve con los otros muchachos! —dijo, dirigiéndose al niño. En aquel instante, no pudo resistir más y me miró de reojo. Tampoco yo pude resistir y me eché a reír directamente en su cara. Iulián Mastákovich se dio la vuelta al instante y, con voz bastante perceptible para mí, le preguntó al dueño quién era aquel joven tan raro. Salieron susurrando entre ellos de la habitación. Después pude observar cómo Iulián Mastákovich, escuchando al dueño, movía la cabeza con cierta desconfianza. Tras reírme lo mío regresé al salón. Allí, el aspirante a marido, rodeado de padres y madres de familia y los dueños de la casa, le decía algo acaloradamente a una señora a la que le acababan de presentar. La señora sujetaba la mano de la niña con quien Iulián Mastákovich había tenido aquella escena en el salón hacía diez minutos. Ahora se estaba deshaciendo en halagos y asombros de la belleza, el talento, la gracia y la buena educación de aquella tierna criatura. Le hacía visiblemente la pelota a la madre. Esta le escuchaba emocionada, casi con lágrimas en los ojos. Los labios del padre sonreían. El dueño de la casa participaba de la felicidad general. Incluso los invitados se emocionaron y los juegos de los niños se interrumpieron para no molestar la conversación. El aire que se respiraba era pletórico. Más tarde pude oír cómo la madre de la niña, profundamente emocionada, le rogaba con exquisitas expresiones a Iulián Mastákovich que les otorgara el honor de visitarles; también oí después con qué sincero entusiasmo acogía Iulián Mastákovich la invitación, y cómo los invitados, al dirigirse cada uno a su casa, tal y como mandan los cánones de las buenas costumbres, se despedían los unos de los otros, repletos de halagos hacia el comerciante, su mujer y la niña, y, muy especialmente, hacia Iulián Mastákovich. —¿Está casado este caballero? —pregunté yo, casi en voz alta, a uno de mis conocidos, que se encontraba al lado de Iulián Mastákovich. Este me echó una mirada escudriñadora y malévola. —¡No! —respondió mi conocido, disgustado hasta el fondo de su corazón por mi torpeza, cometida intencionadamente… Hace poco pasaba yo cerca de la iglesia ***. Me impresionó la muchedumbre que allí se agolpaba. Alrededor se hablaba de una boda. El día estaba nublado y empezaba a caer escarcha; entré en la iglesia introduciéndome en la muchedumbre y vi al novio. Era un hombre regordete, con barriguita y luciendo todas sus condecoraciones. Corría de un lado para otro, gestionando algo y dando órdenes. Finalmente, se oyó que la novia había llegado. Me abrí paso entre la gente y vi a la bella novia para la que apenas despuntaba la primera primavera. La joven estaba pálida y triste. Miraba tímidamente; incluso me pareció que tenía los ojos enrojecidos por las recientes lágrimas. La severa hermosura de cada uno de los rasgos de su rostro le otorgaba cierta importancia triunfal a su belleza. Pero a través de esa pureza y solemnidad, a través de aquella tristeza, todavía se traslucía un semblante infantil e ingenuo; se veía algo indescriptiblemente inocente, inmaduro, joven, que sin hacerlo parecía estar rogando piedad. Se comentaba que la novia apenas tendría dieciséis años. Miré atentamente al novio y de pronto reconocí a Iulián Mastákovich, al que no veía desde hacía cinco años. También miré a la novia… ¡Dios mío! Me puse a toda prisa a abrirme paso entre la gente para salir de la iglesia. Entre la muchedumbre se hablaba de que la novia era rica, de que tenía quinientos mil rublos de dote… y no se sabía cuánto más en renta… «Pues, pese a todo, ¡le salió bien la cuenta!», pensé yo saliendo a la calle… De los apuntes de un desconocido Originalmente publicado en Anales de la Patria (1848)…
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Literatura
Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin_Nocturne in C Sharp Minor Youtube.com El viaje aquel de Toribio a Madrid fue un viaje terrible: no podía quitar de la cabeza la innoble figura de aquel Campomanes que tanta guerra le había dado en su pueblo. ¡Campomanes! Cifra de todo lo que estorba. Toribio le atribuía todas las cualidades vulgares que más odiaba, y se complacía en no suponerle mala intención ni perfidia. «¿Pérfido? ¿Mal intencionado Campomanes? ¡Eso quisiera él, majadero, nada más que majadero!», se decía Toribio sin poder pegar ojo. Sacó los guantes y se los iba a poner; pero pensó entonces: «Unos guantes así gasta Campomanes… Voy a parecer un elegante…». Y no se los puso. Llegó a Madrid, y con él, en su cabeza, la innoble figura de Campomanes. Aquella misma tarde fue al antiguo café; allí, charlando de todo, olvidaría sus penas y se olvidaría de Campomanes. Cuando llegó él al café aún no habían llegado sus amigos. En la mesa contigua estaba un hombre solo, fumando un puro. Toribio le contemplaba pensando en Campomanes. Llegaron sus amigos y los del vecino, se formó en cada mesa un corrillo y se revolvió en una y otra todo lo humano y lo divino. Toribio continuó asistiendo al antiguo café. Casi todos los días era el primero que llegaba, y casi todos encontraba en la mesa contigua al mismo vecino, siempre solo y siempre fumando su puro. Le tomó una feroz antipatía, que se convirtió en odio feroz. No le conocía, no sabía quién era, ni qué era. Ni qué hacía, ni qué decía; no sabía de él nada, nada más sino que él, Toribio, le odiaba con toda su alma. «Pero, señor -se decía-, ¿por qué me carga este hombre?». Y para razonar su odio y justificarlo fue inventando, sin darse cuenta de lo que hacía, mil pretextillos. «¡Qué manera tan presuntuosa de fumar el puro! ¡Qué desdén en la mirada! ¡Qué rostro abotagado! ¡Qué sello de imbecilidad en el traje! ¡Cómo me mira…, me aborrece, nos hemos comprendido!». Y todo esto era mentira, y Toribio lo sabía; no había tal presunción, ni tal desdén, ni tal rostro, ni mucho menos aborrecimiento alguno. «¡Y ni saluda al entrar!»… Él tampoco saludaba. En fuerza de repetirse los pretextos acabó por creerlos, se los sugirió como verdaderos y se convenció de que el vecino le odiaba. Entraba en el café… «Ahí está, ¡cómo me mira!, me odia, bien se conoce que me odia…». Empezó con sus amigos a hablar mal del otro, les dijo que se odiaban, inventó mil mentirillas de ojeadas feroces, de gestos de desprecio; acabó por creerlas él mismo. A todo esto el vecino impasible, acaso adivinaba lo que sucedía en el alma de Toribio, pero no lo daba a entender. Un día llegó Toribio al café un poco alegrillo, y lo primero que vio fue a su vecino en la mesa de ellos, de Toribio y sus amigos. «Ha ocupado nuestra mesa teniendo la suya vacía…, busca camorra… Pero aquí las mesas son del primero que llega. No importa, tiene la suya, ¿por qué no la ha ocupado?… No, pues yo voy y me siento en la nuestra. ¿Busca camorra?, que empiece él… ¡Está claro! Como lo que él quiere es que yo me siente junto a él, dirá algo…». Se sentó en la misma mesa, frente al vecino odiado. Pidió café. Vino el mozo y fue a retirar la taza que estaba delante de Toribio. -¿Qué? ¿La vas a llevar a la otra mesa? ¡No, déjala aquí! Y miró a su vecino. -No es eso, señorito -contestó el mozo-, es que esta taza está usada: en ella ha tomado café otro señor que ha estado con el señorito Rafael. Se llamaba Rafael, ¡qué nombre tan antipático! Toribio empezó a tomar su taza, le latía el pecho y no sabía lo que le pasaba. Concluyó el café y de un trago se bebió la copa de coñac. Pidió otra copa y luego otra, contra su costumbre. Le ardía la cara. Al fin se dirigió a su vecino y le dijo: -¿Cómo ha venido usted hoy a esta mesa, teniendo la de usted vacía? El vecino le miró serenamente y pensó: «Ya decía yo, este pobre muchacho está loco». No respondió nada. -¿Por qué ha venido usted a esta mesa? -¡Porque me ha dado la gana! -¿No sabe usted que es la nuestra? Rafael iba a contestar una crudeza, pero pensó: «Mejor será por lo blando, ¡pobre chico!». -Sabe usted, cuando he llegado estaba aquí un conocido y me he sentado junto a él. Era la verdad. -Y cuando se ha ido el conocido, ¿por qué no ha dejado usted libre nuestra mesa? Toribio pidió otra copa. Rafael le miró con inquietud, como se mira a un loco, y contestó: -Porque deseaba estar con usted… ¡No beba usted tanto! -Y a usted, ¿qué le importa? Rafael pensó: «Lo más prudente será retirarse». Se levantó y dijo a Toribio: -¡Cálmese usted! Y salió. Todo aquel día estuvo Toribio excitadísimo. ¡Ya se ve!, cuatro copas, en él que nunca tomaba más que una. Aquella noche reflexionó y comprendió lo imbécil de su conducta. «Tengo que domarme». Al día siguiente entró al café. Allí estaba Rafael; esta vez en su mesa. Toribio se le dirigió. El otro pensó: «Otra vez el loco». Le dio mil explicaciones, le pidió perdón, y acabó por convidarle. Desde entonces se hicieron muy amigos, casi íntimos. Toribio le hablaba de Campomanes. Rafael era un alma de oro y de lo más simpático. Cuando Toribio tuvo que volver a su pueblo sintió pena al despedirse de Rafael. Llegó a su pueblo y lo primero que se echó a la cara fue a Campomanes. ¡Cosa más rara! No sintió por él ni miaja de odio; al contrario, casi simpatía. «Es un infeliz», pensó. Desde entonces le dio no poco que pensar cómo se había derretido su odio a Campomanes en un fondo de piedad. Un día paseaba con uno de sus amigos de Madrid cuando encontraron a Campomanes. Toribio se lo mostró y el otro le dijo: -¿Sabes con quién lo encuentro parecido? -¿Con quién? -Con Rafael. ¡Y era verdad! No lo había notado hasta entonces. Es decir, sí lo había notado, pero sin darse cuenta de ello. Entonces se explicó su odio a Rafael, y entonces se explicó por qué, reconciliado con Rafael, mató el odio que tenía a Campomanes. «Cosa más rara -se decía-, el demonio averigua la verdadera razón de nuestros odios y de nuestros amores… El hombre es el bicho más extraño». La verdad es que tiene el alma humana repliegues estrambóticos.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Vivaldi_L'estro armonico Concerto 10 in B minor Youtube.com Hubo un tiempo en que las calles de Barcelona se teñían de luz de gas al anochecer y la ciudad amanecía rodeada de un bosque de chimeneas que envenenaba el cielo de escarlata. Barcelona se asemejaba por entonces a un acantilado de basílicas y palacios entrelazados en un laberinto de callejones y túneles atrapados bajo una bruma perpetua de la cual sobresalía una gran torre de ángulos catedralicios, aguja gótica, de gárgolas y rosetones en cuyo último piso residía el hombre más rico de la ciudad, el abogado Eveli Escrutx. Cada noche su silueta podía verse perfilada tras las láminas doradas del ático, contemplando la ciudad a sus pies como un sombrío centinela. Escrutx había hecho ya fortuna en su primera juventud defendiendo los intereses de asesinos de guante blanco, financieros indianos e industriales de la nueva civilización del vapor y los telares. Se decía que las cien familias más poderosas de Barcelona le pagaban una anualidad exorbitante para contar con su consejo, y que toda suerte de estadistas y generalifes con aspiraciones de emperador hacían procesión para ser recibidos en su despacho en lo alto de la torre. Se decía que no dormía nunca, que pasaba las noches en vela contemplando Barcelona desde su ventanal y que no había vuelto a salir de la torre desde el fallecimiento de su esposa treinta y tres años atrás. Se decía que tenía el alma apuñalada por la pérdida y que detestaba todo y a todos, que no le guiaba más que el deseo de ver al mundo consumirse en su propia avaricia y mezquindad. Escrutx no tenía amigos ni confidentes. Vivía en lo alto de la torre sin otra compañía que Candela, una criada ciega de la que las malas lenguas insinuaban que era medio bruja y vagaba por las calles de la Ciudad Vieja tentando con dulces a niños pobres a los cuales no se volvía a ver. La única pasión conocida del abogado, amén de la doncella y sus artes secretas, era el ajedrez. Cada Navidad, por Nochebuena, el abogado Escrutx invitaba a un barcelonés a reunirse con él en su ático de la torre. Le dispensaba una cena exquisita, regada con vinos de ensueño. Al filo de la medianoche, cuando las campanadas repiqueteaban desde la catedral, Escrutx servía dos copas de absenta y retaba a su invitado a una partida de ajedrez. Si el aspirante vencía, el abogado se comprometía a cederle toda su fortuna y propiedades. Pero si perdía, el invitado debía firmar un contrato según el cual el abogado pasaba a ser el único propietario y ejecutor de su alma inmortal. Cada Nochebuena. Candela recorría las calles de Barcelona en el carruaje negro del abogado en busca de un jugador. Mendigos o banqueros, asesinos o poetas, tanto daba. La partida se prolongaba hasta el alba del día de Navidad. Cuando el sol de sangre se recortaba al amanecer sobre los tejados nevados del barrio gótico, invariablemente, el oponente comprendía que había perdido el desafío. Salía a las frías calles con lo puesto mientras el abogado tomaba un frasco de cristal esmeralda y anotaba el nombre del perdedor sobre él para añadirlo a una vitrina que contenía decenas de idénticos frascos. Cuentan que aquella Navidad, la última de su larga vida, el abogado Escrutx envió de nuevo a su Candela de ojos blancos y labios negros a recorrer las calles en busca de una nueva víctima. Una ventisca de nieve se cernía sobre Barcelona, sus cornisas y terrados niquelados de hielo. Bandadas de murciélagos aleteaban entre los torreones de la catedral y una luna de cobre candente se derramaba sobre los calle-jones. Los corceles negros que tiraban del carruaje se detuvieron en seco al pie de la calle del Obispo, sus alientos de escarcha atemorizados. La silueta emergió de entre la tiniebla, fundida al blanco de la nieve en su largo velo de novia portando un manojo de rosas rojas en la mano. Candela se sintió embriagada por su perfume y la invitó a subir al carruaje. Quiso palpar su rostro, pero solo acertó a encontrar hielo y labios húmedos de hiel. La condujo a la torre, que por entonces se alzaba sobre las ruinas de un antiguo camposanto junto a la calle Aviñón. Cuentan que cuando el abogado Escrutx la vio, enmudeció y ordenó a Candela que se retirase. La invitada de aquella última Nochebuena se desprendió del velo y el abogado Escrutx, alma vieja y mirada cegada de amargura, creyó reconocer el rostro de su esposa perdida. Relucía de porcelana y carmín, y cuando Escrutx le preguntó su nombre se limitó a sonreír. Al rato se escucharon las campanas de medianoche y la partida dio comienzo. Dirían más tarde que el abogado estaba ya cansado, que se dejó vencer y que fue Candela, enloquecida de celos, la que prendió el fuego que habría de consumir la torre que trajo el alba de madrugada sobre los cielos púrpura de Barcelona. Unos niños que se habían reunido en torno a una hoguera en la plaza de San Jaime jurarían que poco antes de que las llamas asomasen por los ventanales de la torre vieron al abogado Escrutx salir a la balaustrada coronada de ángeles de alabastro y abrir los frascos esmeralda al viento, liberando plumas de vapor que se desvanecieron en lágrimas sobre los terrados de toda Barcelona. Serpientes de fuego se anudaron hacia la cima de la torre y se pudo ver por última vez la silueta del abogado Escrutx abrazado a una novia de fuego, saltando al vacío desde la torre, sus cuerpos deshaciéndose en cenizas que se llevaría el viento antes de estrellarse contra los adoquines. La torre cayó al alba, como un esqueleto de sombra plegándose sobre sí mismo. Concluye la leyenda que, apenas días después de la caída de la torre, una conspiración de silencio y olvido borró para siempre el nombre del abogado Escrutx de la crónica de la ciudad. Los poetas y las gentes puras de espíritu aseguran que aún hoy, si uno alza la vista al cielo en Nochebuena, puede contemplar la silueta fantasmal de la torre en llamas sobre el cielo de medianoche y puede ver al abogado Escrutx, cegado de lágrimas y arrepentimiento, liberando el primero de los frascos esmeralda de su colección, el que portaba su nombre. Pero no faltan los que aseguran que fueron muchos los que aquella alba maldita acudieron a las ruinas de la torre para llevarse un pedazo humeante y que los cascotes del carruaje de Candela aún se oyen en las sombras de la Ciudad Vieja, siempre en tiniebla, en busca del próximo candidato.…
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Literatura
1 Fernando Pessoa: El hombre que esperaba el tranvía 3:12
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3:12Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach_G Minor Youtube.com Era una vez un hombre que esperaba el tranvía. Estaba esperando al tranvía que llevase el letrero exacto hacia su destino. Esperó mucho tiempo, como si ya no hubiera tranvías. Al fin, apareció un tranvía por el final lejano de la calle. Corrió hacia él y era el primero que aparecía. No llevaba el letrero de su destino, pero era el primero que aparecía y ya comenzaba a estar harto de esperar. No venía, ni lleno, ni vacío; no venía, ni rápido, ni lento; era solo el primer tranvía después de esperar mucho rato al tranvía. Dudó pero, al fin, lo dejó pasar. Al poco, pasó otro tranvía. Ya no era el primero, porque el primero se marchó ya. Venía despacio y vacío. El hombre tuvo la tentación de entrar en aquel tranvía vacío que andaba despacio y había de ser tan cómodo, después de tanto esperar. El letrero no indicaba su destino, pero iba en la misma dirección y vacío y agradable. Dudó, pero también lo dejó pasar. Al poco, estando más cansado todavía, vio de golpe otro tranvía que llegó a su lado antes de detenerse. Venía lleno y corría muy deprisa. Tampoco este ostentaba el letrero de su destino. Aquel que subiera en él no llegaría con retraso, aunque no lo condujera a donde quería. El hombre dudó, pero también a este lo dejó pasar. Seguidamente, vino otro tranvía, y de lejos el hombre que esperaba reconoció al guardafrenos y al conductor que venían charlando de nada en la cabecera del tranvía. El vehículo no traía letrero, pues recogía al depósito. El hombre dudó, puesto que conocía al guardafrenos y al conductor e ir con ellos era lo mismo que ir en el tranvía con el letrero de su destino. Pero, tras dudar un momento, dejó de dudar y también lo dejó pasar. Por fin, cuando el hombre, cansado de esperar, ya se encontraba fatigado, vio un tranvía que portaba el letrero de su destino. No venía ni lento, ni rápido; ni lleno, ni vacío; y no traía gente conocida o desconocida. Para él, solo contaba que traía el letrero de su destino. El hombre no dudó y entró en él. Con ese tranvía llegó a su casa, porque era justamente ese el tranvía que lo llevaba a su casa.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin_Mazurka N4 Youtube.com Tan sabio y sensato, muy meditabundo viajaste al mundo con sueño inmortal; y toda la gnosis dejaste en tus versos, los mil universos del don celestial. Presagio y prodigio, Rubén generoso, poeta famoso, conserje real. Las musas saludan tu lira y tesoro que van coro a coro; la tierra natal. América aclama tus dotes de acero, así el mundo entero te nombra gentil. Y yo, compatriota del pueblo pequeño, pues nombro a mi empeño, pequeño fusil. La fuente la diste preñada en tus dianas y Prosas Profanas pintó la emoción. Azul… y sus cuentos dieron modernismo, dejando en ti mismo la gloria y el don. Maestro te nombra la gente abolida que diste la vida con gran ejemplar: leíste la Biblia, también el Quijote, ¡qué genio y qué dote, pues vale soñar! El libro te dijo: Cantos y Esperanza; la gloria y la alianza de la juventud. Audaz y erudito, resumen tu arte y el gran estandarte de la plenitud. Así, en Epístolas nos diste lecciones que hoy son deducciones del bello París: poeta y escritor, lo narra la España, tu espada y tu hazaña; Francisco de Asís. Dijiste sincero que Chile glorioso se alzó victorioso del verso inmortal. Abrojos nos pinta la gente latina que desde Argentina fueron ideal. Son muchos países que gritan tu nombre: «¡Rubén es un hombre que paz invocó!» Son muchas tus obras y sublimes letras, que en vidas penetras hasta Jericó. El mundo te aclama, recita tus versos de temas dispersos: «Alí, el oriental» y grita la gente: «¡qué viva Darío, el genio bravío con don celestial!»…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin_Fantaisie Impromptu Youtube.com La procesión se llevaría a cabo, a tenor de inmemorial liturgia, en amplias y artísticas andas, resplandecientes de magnolias y de cirios. El anda, este año, sería en forma de huerto. Dos hombres fueron designados para ir a traer de la espesura, la madera necesaria. A costa de artimañas y azogadas maniobras, los dos niños, Miguel y yo, fuimos incluidos en la expedición. Había que encaminarse hacia un gran carrizal, de singular varillaje y muy diferente de las matas comunes. Se trataba de una caña especial, de excepcional tamaño, más flexible que el junco y cuyos tubos eran susceptibles de ser tajados y divididos en los más finos filamentos. El amarillo de sus gajos, por la parte exterior, tiraba más al amaranto marchito que al oro brasilero. Su mejor mérito radicaba en la circunstancia de poseer un aroma característico, de mística unción, que persistía durante un año entero. El carrizo utilizado en cada Semana Santa, conservado era en casa de mi tío, como una reliquia familiar, hasta que el del año siguiente viniese a reemplazarlo. De la honda quebrada donde crecía, su perfume se elevaba un tanto resinoso, acre y muy penetrante. A su contacto, la fauna vernacular permanecía en éxtasis subconsciente y en las madrigueras chirriaban, entre los colmillos alevosos, rabiosas oraciones. Miguel llevó sus cinco perros: Bisonte, color de estiércol de cuy, el más inteligente y ágil; Cocuyo, de gran intuición nocturna; Aguano, por su dulzura y pelaje de color caoba, y Rana, el más pequeño de todos. Miguel los conducía en medio de un vocerío riente y ensordecedor A medida que avanzábamos, el terreno se hacía más bajo y quebrado, con vegetaciones ubérrimas en frondas húmedas y en extensos macizos de algarrobos. Jirones de pálida niebla se avellonaban al azar, en las verdes vertientes. Miguel se adelantó a la caravana con su jauría. Iba enajenado por un frenético soplo de autonomía montaraz. Henchidas las redes de sus venas, separadas las hirsutas y pobladas cejas por un gesto de exaltación y soberanía personal, libre la frente de sombrero, enfebrecido y casi desnaturalizado hasta alcanzar la sulfúrica traza de un cachorro, se le habría creído un genio de la montaña. Cogía a uno de sus perros y lo arrancaba del suelo a dos manos, trenzando a gruesos manojos el juego de sus músculos lumbares y trazando con las ágiles muñecas, fisóideas crispaturas en el aire. El perro se retorcía y aullaba y Miguel corría de barranco en barranco, acariciando al animal, enardeciéndolo por el fuste dorsal, encendiéndolo en insólita desesperación. Los demás perros rodeaban al muchacho, disputándole al cautivo, enfurecidos, arañándole los flancos, arrancándole jirones de sus ropas, mordiéndolo y ululando en celo apasionado. Parecían desconocerle. Miguel se arrojaba de pronto lajas abajo, rodando con el can entre sus brazos. Al sentirse golpeado en la roca fría, el perro se sumía en un silencio extraño, como si deglutiese un bolo ensangrentado e invisible. Entonces, el resto de la jauría callaba también. Los perros se paraban a cierta distancia, moviendo la cola y sacando la lengua amoratada y espumosa. Más abajo, Miguel se perdía entre un montículo de sábila, para tornar a salir por una hendidura estrecha, arrastrándose en una charca y contrayendo el tronco en una línea sauna y glutinosa. Forcejeaba y sudaba entre las zarzas. Sus perros le mordían las orejas y lo acorralaban en rabiosa acometida. Una iguana o un enorme sapo se escurría por entre sus brazos y sus cabellos, asustando los perros, que luego lo perseguían ladrando. Sonriente y embriagado de goce y energía, saltaba Miguel anchas zanjas. Columpiábase de gruesas ramas, trozándolas. Cogía frutos desconocidos, probándolos y llenándose la boca de jugos verdes y amarillos, cuyo olor le hacía estornudar largo tiempo. Agarró una panguana tierna, de luciente plumaje zahonado, arisca y un poco brava, que luego se le escapó, aprovechando una caída de Miguel, al saltar un barranco jabonoso. Iba como impulsado por un vértigo de locura. Al entrar en los puros dominios de la naturaleza, parecía moverse en un retozo exclusivamente zoológico. Llegó el rumor de una catarata entre los ladridos de los perros. Uno de los hombres dijo: —Ya estamos cerca El sol había aparecido. El cielo se despejaba. Me asomé al borde de la vertiente. En un fondo profundo, formado por dos acantilados, velase una espesura de hojas envainadoras y cortantes, de la que partía un ruido cascajoso y seco. —Aquel es el carrizo... —Ese. Ese mismo... —Ya vamos a llegar... El viento vino pesado y un tanto sordo. Un soplo astringente nos dio en las narices y en los ojos. Era el aroma del cañaveral sagrado. La atmósfera subía de presión y calentábase más y más. Bochorno. En algunos recodos y quebradas, el aire empezaba a morir, ahogándose de sol. Sorprendimos en una de estas quebradas, al doblar la pendiente de un meandro, a Miguel. Arqueado en cuatro pies, tomaba agua de un chorro recóndito y azul, entre matorrales. Junto a los labios del amo, Rana tenía sumergido el hocico. La lengua granate de Bisonte hería la linfa, azotándola. Bajo el agua, ondulaba su baba viscosa. Las pupilas del mozo y las de sus perros, al beber, se duplicaban y centuplicaban de cristal en cristal, de marco en marco, entre la doble frontera natural de la onda y de los ojos. Extraña anatomía la de Miguel, bebiendo en cuatro pies, el agua de la herbosa montaña... Muchas veces le vi así, saboreando las lágrimas rientes de la tierra. Trazaba entonces una figura monstruosa, una imagen que expresaba, acaso justificándola, el tenor de su naturaleza, su espíritu terráqueo, su inclinación al suelo. Sediento y comido por los ardores de la sangre, Miguel doblaba los pedestales iliacos y extendía los brazos hacia adelante, hasta dar las manos en tierra. En esa actitud se extasiaba largo tiempo, sorbiendo a ojos cenados el agua fría. Violentándose a tal ademán, las manos en un rol de nuevos pies, asentado en la tierra por medio de dos órdenes de columnas, Miguel modelaba la línea victoriosa de los arcos. Miguel hacía así el signo de todo lo que sale de la tierra por las plantas, para tornar a ella por las manos...…
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Literatura
Voz: Manuel López Castilleja El camino es la tercera obra del escritor español Miguel Delibes y fue publicada en 1950. La novela está ambientada en la España rural de la época de la posguerra y, aunque no haya referencias geográficas, es fácil identificar los paisajes con los de Cantabria, concretamente en el pueblo de Molledo, donde el autor pasaba sus vacaciones cuando era un niño. Daniel, o también conocido como "el mochuelo" es un niño de 11 años que vive en un pueblecito de las montañas. Sus padres trabajan como queseros y sus dos mejores amigos son Roque “el Moñigo” y Germán “el Tiñoso”. Los 3 amigos siempre van juntos a todas partes y disfrutan de la vida y de hacer alguna que otra trastada. Su amigo Germán sabe mucho de pájaros y Roque es el más fuerte del grupo. Como Daniel es el más tímido y callado se siente muy a gusto con ambos. De este modo transcurre la vida en el pueblo. Las más cotillas del pueblo son "las Guindillas", que se enteran de todo lo que pasa. Las llaman así porque están rojas como un tomate y delgadas como un palo. Todo sigue tranquilo hasta un día trágico en el que su amigo Germán muere. Germán muere en una caída, mientras jugaba con sus amigos en el valle. Los tres estaban lanzando piedras a los peces, con la mala suerte de que Germán se resbaló y cayó al suelo fulminantemente, a causa de los golpes de su cabeza contra las rocas. En ese mismo instante Germán murió. A lo largo de la novela, Daniel nos presenta a algunos de los habitantes más ilustres del pueblo, como por ejemplo Quino, que desde la muerte de su mujer, cuida él solo a su hija Mariuca. Esta tal Mariuca está enamorada de Daniel, aunque él no siente nada por ella y siempre intenta librarse de encontrarse con ella. Otro de los personajes importantes para la historia es Gerardo, que tiene un huerto al que van a robar los muchachos. En ese momento aparece Mica, su hija, la cual les dice a los chicos que les dará dos piezas de fruta a cada uno si prometen no volver a robar. Así lo hacen, porque Daniel queda locamente enamorado de Mica, pero no le dice nada a nadie. Al cabo de un tiempo, un domingo cualquiera, después de misa, Daniel se atreve a confesar su amor por Mica y ella no le contesta, aunque le deja acompañarla hasta su casa. El protagonista de la novela comienza a pensar, entonces que, si se va a Madrid podría estudiar, trabajar y volver con dinero a su pueblo, de manera que no habrá nada que le impida estar con su amada. La noche antes de irse a Madrid a estudiar, Daniel recuerda la muerte de su mejor amigo Germán y eso le pone muy triste. Se pasa toda la noche en vela, recordando este momento y otros que han sucedido en el pueblo. El padre de Daniel le ha contado a todos los habitantes del pueblo que su hijo se va a la capital, así que a la mañana siguiente todo el mundo se acerca para despedirse y desearle mucha suerte. Esto provoca mucha tristeza e incertidumbre en el corazón de Daniel, que acepta temeroso el nuevo camino que le espera. Por eso, cuando comienza a caminar, las lágrimas le brotan de los ojos sin consuelo. En el fondo sabe que, a pesar de querer ser quesero como su padre, debe seguir su propio camino y forjarse él mismo su vida. Rut Blasco…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Mozart - Piano Concerto 21 Youtube.com Tengo cuarenta años, soy muy fea y estoy casada con un ciego. Supongo que algunos se reirán al leer esto; no sé por qué, pero la fealdad en la mujer suele despertar gran chirigota. A otros la frase les parecerá incluso romántica: tal vez les traiga memorias de la infancia, de cuando los cuentos nos hablaban de la hermosura oculta de las almas. Y así, los sapos se convertían en príncipes al calor de nuestros besos, la Bella se enamoraba de la Bestia, el Patito Feo guardaba en su interior un deslumbrante cisne y hasta el monstruo del doctor Frankenstein era apreciado en toda su dulce humanidad por el invidente que no se asustaba de su aspecto. La ceguera, en fin, podía ser la llave hacia la auténtica belleza: sin ver, Homero veía más que los demás mortales. Y yo, fea de solemnidad, horrorosa del todo, podría haber encontrado en mi marido ciego al hombre sustancial capaz de adorar mis virtudes profundas. Pues bien, todo eso es pura filfa. En primer lugar, si eres tan fea como yo lo soy, fea hasta el frenesí, hasta lo admirable, hasta el punto de interrumpir las conversaciones de los bares cuando entro (tengo dos Ojitos como dos botones a ambos lados de una vasta cabezota; el pelo color rata, tan escaso que deja entrever la línea gris del cráneo; la boca sin labios, diminuta, con unos dientecillos afilados de tiburón pequeño, y la nariz aplastada, como de púgil), nadie deposita nunca en ti, eso puedo jurarlo, el deseo y la voluntad de creer que tu interior es bello. De modo que en realidad nadie te ama nunca, porque el amor es justamente eso: un espasmo de nuestra imaginación por el cual creemos reconocer en el otro al príncipe azul o la princesa rosa. Escogemos al prójimo como quien escoge una percha, y sobre ella colgamos el invento de nuestros sueños. Y da la maldita casualidad de que la gente siempre tiende a buscar perchas bonitas. Da la cochina casualidad de que a las niñas lindas, por muy necias que sean, siempre se les intuye un interior emocionante. Mientras que nadie se molesta en suponer un alma hermosa en una mujer canija y cabezota con los ojos demasiado separados. A veces esta certidumbre que acompaña mi fealdad escuece como una herida abierta: no es que no me vean, es que no me imaginan. En cuanto a mi marido, sin duda se casó conmigo porque es ciego. Pero no porque su defecto le hubiera enriquecido con una mayor sintonía espiritual, con una sensibilidad superior para amarme y entenderme, sino porque su incapacidad le colocaba en desventaja en el competitivo mercado conyugal. Él siempre supo que soy horrorosa, y eso siempre le resultó mortificante. Al principio no nos llevábamos tan mal: es listo, es capaz (trabaja como directivo de la ONCE) y cuando nos casamos, hace ya siete años, incluso fue dulce en ocasiones. Pero estaba convencido de haber tenido que cargar con una fea notoria por el simple hecho de ser invidente, y ese pensamiento se le pudrió dentro y le llenó de furia y de rencor. Yo también sabía que había cargado con un ciego porque soy medio monstrua, pero la situación nunca me sacó de quicio como a él, no sé bien por qué. Tal vez sea cosa de mi sexo, del tradicional masoquismo femenino que nos hace aguantar lo inaguantable bajo el espejismo de un final feliz; o tal vez sea que él, en la opacidad de su mirada, dejó desbocar su imaginación y me creyó aún más horrenda de lo que en realidad soy, la Fealdad Suprema, la Fealdad Absoluta e Insufrible retumbando de una manera ensordecedora en la oscuridad de su cerebro. A decir verdad, con el tiempo yo me había ido acostumbrando o quizá resignando a lo que soy. Me tengo por una mujer inteligente, culta, profesionalmente competente. Soy abogada y miembro asociado en una compañía de seguros. Sé lo que mis compañeros dicen de mí a mis espaldas, las burlas, las bromas, los apodos: señora Quitahipos, la Ogra Mayor... Pero he tenido una carrera meteórica: que se fastidien. Empecé en el mundo de las pólizas desde abajo, como vendedora a domicilio. Con mi cara, nadie se atrevía a cerrarme la puerta en las narices: unos por conmiseración, como quien se reprime de maltratar al jorobado o al paralítico; y otros por fascinación, atrapados en la morbosa contemplación de un rostro tan difícil. Estos últimos eran mis mejores clientes; yo hablaba y hablaba mientras ellos me escrutaban mesmerizados, absortos en mis ojos pitarrosos (produzco más legañas que el ciudadano medio), y al final siempre firmaban el contrato sin discutir: la pura culpa que los corroía, culpa de mirarme y de disfrutarlo. Como si se hubieran permitido un placer prohibido, como si la fealdad fuera algo obsceno. 0 sea que el ser así me ayudó de algún modo en mi carrera. Además de las virtudes ya mencionadas, tengo una comprensible mala leche que, bien manejada, pasa por ser un sentido del humor agudo y negro. De manera que suelo caer bien a la gente y tengo amigos. Siempre los tuve. Buenos amigos que me contaban, con los ojos en blanco, cuánto amaban a la tonta de turno sólo porque era mona. Pero este comportamiento lamentable es consustancial a los humanos: a decir verdad, incluso yo misma lo he practicado. Yo también he sentido temblar mi corazón ante un rostro hermoso, unas espaldas anchas, unas breves caderas. Y lo que más me fastidia no es que los hombres guapos me parezcan físicamente atractivos (esto sería una simple constatación objetiva), sino que al instante creo intuir en ellos los más delicados valores morales y psíquicos. El que un abdomen musculoso o unos labios sensuales te hagan deducir inmediatamente que su propietario es un ser delicado, caballeroso, generoso, tierno, valiente e inteligente, me resulta uno de los más grandes y estúpidos enigmas de la creación. Mi marido tiene un abdomen de atleta, unos buenos labios. Pero me besó con ellos y no me convertí en princesa, no dejé de ser sapo. Y él, en quien imaginé todo tipo de virtudes, se fue revelando como un ser violento y amargado. No tengo espejos en mi casa. Mi marido no los necesita y yo los odio. Sí hay espejos, claro, en los servicios del despacho; y normalmente me lavo las manos con la cabeza gacha. He aprendido a mirarme sin verme en los cristales de las ventanas, en los escaparates de las tiendas, en los retrovisores de los coches, en los ojos de los demás. Vivimos en una sociedad llena de reflejos: a poco que te descuidas, en cualquier esquina te asalta tu propia imagen. En estas circunstancias, yo hice lo posible por olvidarme de mí. No me las apañaba del todo mal. Tenía un buen trabajo, buenos amigos, libros que leer, películas que ver. En cuanto a mi marido, nos odiábamos tranquilamente. La vida transcurría así, fría, lenta y tenaz como un río de mercurio. Sólo a veces, en algún atardecer particularmente hermoso, se me llenaba la garganta de una congoja insoportable, del dolor de todas las palabras nunca dichas, de toda la belleza nunca compartida, de todo el deseo de amor nunca puesto en práctica. Entonces mi mente se decía: jamás, jamás, jamás. Y en cada jamás me quería morir. Pero luego esas turbaciones agudas se pasaban, de la misma manera que se pasa un ataque de tos, uno de esos ataques furiosos que te ponen al borde de la asfixia, para desaparecer instantes después sin dejar más recuerdo que una carraspera y una furtiva lágrima. Además, sé bien que incluso a los guapos les entran ganas de morirse algunas veces. Hace unos cuantos meses, sin embargo, empecé a sentir una rara inquietud. Era como si me encontrara en la antesala del dentista, y me hubiera llegado el turno, y estuviera esperando a que en cualquier momento se abriera la fatídica puerta y apareciera la enfermera diciendo: "Pase usted" (el símil viene al caso porque me sangran las encías y mis dientecillos de tiburón pequeño siempre me han planteado muchos problemas). Le hablé un día a Tomás de esta tribulación y esta congoja, y él dictaminó: "Ésa es la crisis de los cuarenta". Tal vez fuera eso, tal vez no. El caso es que a menudo me ponía a llorar por las noches sin ton ni son, y empecé a pensar que tenía que separarme de mi marido. No sólo me sentía fea, sino enferma. Tomás era el auditor. Venía de Barcelona, tenía treinta y seis años, era bajito y atractivo y, para colmo, se acababa de divorciar. Su llegada revolucionó la oficina: era el más joven, el más guapo. Mi linda secretaria (que se llama Linda) perdió enseguida las entendederas por él. Empezó a quedarse en blanco durante horas, contemplando la esquina de la habitación con fijeza de autista. Se le caían los papeles, traspapelaba los contratos y dejaba las frases a medio musitar. Cuando Tomás aparecía por mi despacho, sus mejillas enrojecían violentamente y no atinaba a decir ni una palabra. Pero se ponía en pie y recorría atolondradamente la habitación de acá para allá, mostrando su palmito y meneando las bonitas caderas, la muy perra (toda bella, por muy tonta o tímida que sea, posee una formidable intuición de su belleza, una habilidad innata para lucirse). Yo asistía al espectáculo con curiosidad y cierto inevitable desagrado. No había dejado de advertir que Tomás venía mucho a vernos; primero con excusas relativas a su trabajo, después ya abiertamente, como si tan sólo quisiera charlar un ratito conmigo. A mí no me engañaba, por supuesto: estaba convencida de que Linda y él acabarían enroscados, desplomados el uno en el otro por la inevitable fuerza de gravedad de la guapeza. Y eso me fastidiaba un poco, he de reconocerlo. Lo cual era un sentimiento absurdo, porque nunca aspiré a nada con Tomás. Sí, era sensible a sus dientes blancos y a sus ojos azules maliciosos y a los cortos rizos que se le amontonaban sobre el recio cogote y a sus manos esbeltas de dedos largos y al lunar en la comisura izquierda de su boca y a los dos pelillos que asomaban por la borda de la camisa cuando se aflojaba la corbata y a sus sólidas nalgas y al antebrazo musculoso que un día toqué inadvertidamente y a su olor de hombre y a sus ojeras y a sus orejas y a la anchura de sus muñecas e incluso a la ternura de su calva incipiente (como verán, me fijaba en él); era sensible a sus encantos, digo, pero nunca se me ocurrió la desmesura de creerle a mi alcance. Los feos feísimos somos como aquellos pobres que pueden admirar la belleza de un Rolls Royce aun a sabiendas de que nunca se van a subir en un automóvil semejante. Los feos feísimos somos como los mendigos de Dickens, que aplastaban las narices en las ventanas de las casas felices para atisbar el fulgor de la vida ajena. Ya sé que me estoy poniendo melodramática: antes no me permitía jamás la autoconmiseración y ahora desbordo. Debo de haberme perdonado. 0 quizá sea lo de la crisis de los cuarenta. El caso es que un día Linda me pidió por favor por favor por favor que la ayudara. Quería que yo le diera mi opinión sobre el señor Vidaurra (o sea, sobre Tomás); porque como yo era tan buena psicóloga y tan sabia, y como Vidaurra venía tan a menudo a mi despacho... No necesité pedirle que se explicara: me bastó con poner una discreta cara de atención para que Linda volcase su corazón sobre la plaza pública. Ah, estaba muy enamoriscada de Tomás, y pensaba que a él le sucedía algo parecido; pero el hombre debía de ser muy indeciso o muy tímido y no había manera de que la cosa funcionara. Y que cómo veía yo la situación y qué le aconsejaba... Tal vez piensen ustedes que ésta es una conversación insólita entre una secretaria y su jefa (recuerden que yo tengo que ganarme amigos de otro modo: y un método muy eficaz es saber escuchar), pero aún les va a parecer más rara mi respuesta. Porque le dije que sí, que estaba claro que a Tomás le gustaba; que lo que tenía que hacer era escribirle una carta de amor, una carta bonita; y que, como sabía que ella no se las apañaba bien con lo literario, estaba dispuesta a redactarle la carta yo misma. ¿Que cómo se me ocurrió tal barbaridad? Pues no sé, ya he dicho que soy leída y culta e incluso sensible bajo mi cabezota. Y pensé en el Cyrano y en probar a enamorar a un hombre con mis palabras. Quién sabe, quizá después de todo pudiera paladear siquiera un bocado de la gloria romántica. Quizá al cabo de los años Linda le dijera que fui yo. Así que me pasé dos días escribiendo tres folios hermosos; y luego Linda los copió con su letra y se los dio. Eso fue un jueves. El viernes Tomás no vino, y el sábado por la tarde me llamó a mi casa: perdona que te moleste en fin de semana, ayer estuve enfermo, tengo que hacerte una consulta urgente de trabajo, me gustaría ir a verte. Era a principios de verano y mi marido estaba escuchando música sentado en la terraza. Ese día no nos hablábamos, no recuerdo ya por qué; le fui a decir que venía un compañero del trabajo y no se dignó contestarme. Yo tengo una voz bonita; tengo una voz rica y redonda, digna de otra garganta y otro cuello. Pero cuando me enfadaba con mi marido, cuando nos esforzábamos en odiarnos todo el día, el tono se me ponía pitudo y desagradable. Hasta eso me arrebataba por entonces el ciego: me robaba mí voz, mi único tesoro. Así que cuando llegó Tomás yo no hacía más que carraspear. Nos sentamos en el sofá de la sala, saqué café y pastas, hablamos de un par de naderías. Al cabo me dijo que Linda le había mandado una carta muy especial y que no sabía qué hacer, que me pedía consejo. Yo me esponjé de orgullo, descrucé las piernas, tosí un poco, me limpié una legaña disimuladamente con la punta de la servilleta. ¿Una carta muy especial?, repetí con rico paladeo. Sí, dijo él, una carta de amor, algo muy embarazoso, una niñería, si vieras la pobre qué cosas decía, tan adolescentes, tan cursis, tan idiotas; pero es que la pobre Linda tiene la mentalidad de una cría, es una inocente, una panoli, no toda una mujer, como tú eres. Me quedé sin aliento: ¿mi carta una niñería? Enrojecí: cómo no me había imaginado que esto iba a pasar, cómo no me había dado cuenta antes, medio monstrua de mí, tan poco vivida en ese registro, tan poco amante, tan poco amada, virginal aún de corazón. La carta me había delatado, había desvelado mi inmadurez y mi ridícula tragedia: porque el dolor de amor suele resultar ridículo ante los ojos de los demás. Pero no. Tomás no sabía que fui yo, Tomás no me creía capaz de una puerilidad de tal calibre, Tomás me había puesto una mano sobre el muslo y sonreía. Repito: Tomás me había puesto una mano sobre el muslo. Y sonreía, mirándome a los ojos como nunca soñé con ser mirada. Su mano era seca, tibia, suave. La mantenía abierta, con la palma hacia abajo, su carne sobre mi carne toda quieta. O más bien su carne sobre mis medias de farmacia contra las varices (aunque eran unas medias bastante bonitas, pese a todo). Entonces Tomás lanzó una Ojeada al balcón: allí, al otro lado del cristal, pero apenas a cuatro metros de distancia, estaba mi marido de frente hacia nosotros, contemplándonos fijamente con sus ojos vacíos. Sin dejar de mirarle, Tomás arrastró suavemente su mano hacia arriba: la punta de sus dedos se metió por debajo del ruedo de mi falda. Yo era una tierra inexplorada de carne sensible. Me sorprendió descubrir el ignorado protagonismo de mis ingles, la furia de mi abdomen, la extrema voracidad de mi cintura. Por no hablar de esas suaves cavernas en donde todas las mujeres somos iguales (allí yo no era fea). Hicimos el amor en el sofá, en silencio, sorbiendo los jadeos entre dientes. Sé bien que gran parte de su excitación residía en la presencia de mi marido, en sus ojos que nos veían sin ver, en el peligro y la perversidad de la situación. Todas las demás veces, porque hubo muchas otras, Tomás siempre buscó que cayera sobre nosotros esa mirada ciega; y cuando me ensartaba se volvía hacia él, hacia mi marido, y le contemplaba con cara de loco (el placer es así, te pone una expresión exorbitada). De modo que en sus brazos yo pasé en un santiamén de ser casi una virgen a ser considerablemente depravada. A gozar de la morbosa paradoja de un mirón que no mira. Pero a decir verdad lo que a mí más me encendía no era la presencia de mi marido, sino la de mi amante. La palabra amante viene de amar, es el sujeto de la acción, aquel que ama y que desea; y lo asombroso, lo soberbio, lo inconcebible, es que al fin era yo el objeto de ese verbo extranjero, de esa palabra ajena en mi existencia. Yo era la amada y la deseada, yo la reina de esos instantes de obcecación y gloria, yo la dueña, durante la eternidad de unos minutos, de los dientes blancos de Tomás y de sus Ojos azules maliciosos y de los cortos rizos que se le amontonaban sobre el recio cogote y de sus manos esbeltas de dedos largos y del lunar en la comisura izquierda de su boca y de los dos pelillos que asomaban por la borda de la camisa cuando se aflojaba la corbata (cuando yo se la arrancaba) y de sus sólidas nalgas y del antebrazo musculoso y de su olor de hombre y de sus ojeras y sus orejas y la anchura de sus muñecas e incluso de la ternura de su calva incipiente. Todo mío. Pasaron las semanas y nosotros nos seguimos amando día tras día mientras mi marido escuchaba su concierto vespertino en la terraza. Al fin Tomás terminó su auditoría y tuvo que regresar a Barcelona. Nos despedimos una tarde con una intensidad carnal rayana en lo feroz, y luego, ya en la puerta, Tomás acarició mis insípidas mejillas y dijo que me echaría de menos. Y yo sé que es verdad. Así que derramé unas cuantas lágrimas y alguna que otra legaña mientras le veía bajar las escaleras, más por entusiasmo melodramático ante la escena que por un dolor auténtico ante su pérdida. Porque sé bien que la belleza es forzosamente efímera, y que teníamos que acabar antes o después con nuestra relación para que se mantuviera siempre hermosa. Aparte de que se acercaba el otoño y después vendría el invierno y mi marido ya no podría seguir saliendo a la terraza: y siempre sospeché que, sin su mirada, Tomás no me vería. Tal vez piensen que soy una criatura patética, lo cual no me importa lo más mínimo: es un prejuicio de ignorantes al que ya estoy acostumbrada. Tal vez crean que mi historia de amor con Tomás no fue hermosa, sino sórdida y siniestra. Pero yo no veo ninguna diferencia entre nuestra pasión y la de los demás. ¿Que Tomás necesitaba para amarme la presencia fantasmal de mi marido? Desde luego; pero ¿no acarrean también los demás sus propios y secretos fantasmas a la cama? ¿Con quién nos acostamos todos nosotros cuando nos acostamos con nuestra pareja? Admito, por lo tanto, que Tomás me imagino; pero lo mismo hizo Romeo al imaginar a su Julieta. Nunca podré agradecerle lo bastante a Tomás que se tomara el trabajo de inventarme. Desde esta historia clandestina, mi vida conyugal marcha mucho mejor. Supongo que mi marido intuyó algo: mientras vino Tomás siguió saliendo cada tarde a la terraza, aunque el verano avanzaba y en el balcón hacía un calor achicharrante; y allí permanecía, congestionado y sudoroso, mientras mi amante y yo nos devorábamos. Ahora mi marido está moreno y guapo de ese sol implacable del balcón; y me trata con deferencia, con interés, con coquetería, como si el deseo del otro (seguro que lo sabe, seguro que lo supo) hubiera encendido su propio deseo y el convencimiento de que yo valgo algo, y de que, por lo tanto, también lo vale él. Y como él se siente valioso y piensa que vale la pena quererme, yo he empezado a apreciar mí propia valía y por lo tanto a valorarlo a él. No sé si me siguen: es un juego de espejos. Pero me parece que he desatado un viejo nudo. Ahora sigo siendo igual de medio monstrua, pero tengo recuerdos, memorias de la belleza que me amansan. Además, ya no se me crispa el tono casi nunca, de modo que puedo alardear de mi buena voz: el mejor atributo para que mi ciego me disfrute. ¿Quién habló de perversión? Cuando me encontraba reflejada en los Ojos de Tomás, cuando me veía construida en su deseo, yo era por completo inocente. Porque uno siempre es inocente cuando ama, siempre regresa a la misma edad emocional, al umbral de la eterna adolescencia. Pura y hermosa fui porque deseé y me desearon. El amor es una mentira, pero funciona.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Tárrega_Adelita. Youtube.com Si alguna vez tu pecho se detiene, si algo deja de andar ardiendo por tus venas, si tu voz en tu boca se va sin ser palabra, si tus manos se olvidan de volar y se duermen, Matilde, amor, deja tus labios entreabiertos porque ese último beso debe durar conmigo, debe quedar inmóvil para siempre en tu boca para que así también me acompañe en mi muerte. Me moriré besando tu loca boca fría, abrazando el racimo perdido de tu cuerpo, y buscando la luz de tus ojos cerrados. Y así cuando la tierra reciba nuestro abrazo iremos confundidos en una sola muerte a vivir para siempre la eternidad de un beso.…
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Literatura
Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach Prelude in C Major Youtube.com Aquí no hay viejos Solo, nos llegó la tarde: Una tarde cargada de experiencia, experiencia para dar consejos. Aquí no hay viejos, solo nos llegó la tarde. Viejo es el mar y se agiganta. Viejo es el sol y nos calienta. Vieja es la luna y nos alumbra. Vieja es la tierra y nos da vida. Viejo es el amor y nos alienta. Aquí no hay viejos, Solo nos llegó la tarde. Somos seres llenos de saber. Graduados en la escuela De la vida y en el tiempo Que nos dio el postgrado. Subimos al árbol de la vida. Cortamos de sus frutos lo mejor. Son esos frutos nuestros hijos, Que cuidamos con paciencia. Nos revierte esa paciencia con amor. Fueron niños, son hombres, serán viejos. La mañana vendrá y llegará la tarde. Y ellos también darán consejos. Aquí no hay viejos, Solo nos llegó la tarde. Joven: si en tu caminar encuentras Seres de andar pausado, De miradas serenas y cariñosas, De piel rugosa, de manos temblorosas, No los ignores, ayúdalos. Protégelos, ampáralos. Bríndales tu mano amiga. Tu cariño. Toma en cuenta que un día También a ti, te llegará la tarde....…
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Voz: Manuel López Castilleja El camino es la tercera obra del escritor español Miguel Delibes y fue publicada en 1950. La novela está ambientada en la España rural de la época de la posguerra y, aunque no haya referencias geográficas, es fácil identificar los paisajes con los de Cantabria, concretamente en el pueblo de Molledo, donde el autor pasaba sus vacaciones cuando era un niño. Daniel, o también conocido como "el mochuelo" es un niño de 11 años que vive en un pueblecito de las montañas. Sus padres trabajan como queseros y sus dos mejores amigos son Roque “el Moñigo” y Germán “el Tiñoso”. Los 3 amigos siempre van juntos a todas partes y disfrutan de la vida y de hacer alguna que otra trastada. Su amigo Germán sabe mucho de pájaros y Roque es el más fuerte del grupo. Como Daniel es el más tímido y callado se siente muy a gusto con ambos. De este modo transcurre la vida en el pueblo. Las más cotillas del pueblo son "las Guindillas", que se enteran de todo lo que pasa. Las llaman así porque están rojas como un tomate y delgadas como un palo. Todo sigue tranquilo hasta un día trágico en el que su amigo Germán muere. Germán muere en una caída, mientras jugaba con sus amigos en el valle. Los tres estaban lanzando piedras a los peces, con la mala suerte de que Germán se resbaló y cayó al suelo fulminantemente, a causa de los golpes de su cabeza contra las rocas. En ese mismo instante Germán murió. A lo largo de la novela, Daniel nos presenta a algunos de los habitantes más ilustres del pueblo, como por ejemplo Quino, que desde la muerte de su mujer, cuida él solo a su hija Mariuca. Esta tal Mariuca está enamorada de Daniel, aunque él no siente nada por ella y siempre intenta librarse de encontrarse con ella. Otro de los personajes importantes para la historia es Gerardo, que tiene un huerto al que van a robar los muchachos. En ese momento aparece Mica, su hija, la cual les dice a los chicos que les dará dos piezas de fruta a cada uno si prometen no volver a robar. Así lo hacen, porque Daniel queda locamente enamorado de Mica, pero no le dice nada a nadie. Al cabo de un tiempo, un domingo cualquiera, después de misa, Daniel se atreve a confesar su amor por Mica y ella no le contesta, aunque le deja acompañarla hasta su casa. El protagonista de la novela comienza a pensar, entonces que, si se va a Madrid podría estudiar, trabajar y volver con dinero a su pueblo, de manera que no habrá nada que le impida estar con su amada. La noche antes de irse a Madrid a estudiar, Daniel recuerda la muerte de su mejor amigo Germán y eso le pone muy triste. Se pasa toda la noche en vela, recordando este momento y otros que han sucedido en el pueblo. El padre de Daniel le ha contado a todos los habitantes del pueblo que su hijo se va a la capital, así que a la mañana siguiente todo el mundo se acerca para despedirse y desearle mucha suerte. Esto provoca mucha tristeza e incertidumbre en el corazón de Daniel, que acepta temeroso el nuevo camino que le espera. Por eso, cuando comienza a caminar, las lágrimas le brotan de los ojos sin consuelo. En el fondo sabe que, a pesar de querer ser quesero como su padre, debe seguir su propio camino y forjarse él mismo su vida. Rut Blasco…
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach El Clave Bien Temperado Fuga en mi mayor Youtube.com Quizá se debiera a la vieja costumbre de no reconocerse en público. Lo cierto es que en el metro no se hablaron. De vez en cuando él la miraba y ella esbozaba una sonrisa tristona y nada más. Era la complicada hora del cierre comercial. El vagón iba repleto y había un olor agridulce, mezcla de sobaco y chanel. Igual que en el 65. Fue un alivio llegar por fin a la estación Vaugirard. Él tomó la valijita con la que ella había aparecido, dos horas antes, en la Gare de Lyon. Ahora nevaba, y cómo. —¿Compramos baguettes, gruyère y beaujolais? —Sí, claro, como siempre. —Así no salimos a cenar. —Mejor. La calle está asquerosa. —Por lo menos en la mansarde hay calefacción. —Qué bueno. Hicieron las compras. Agregaron gaulois y fósforos para él; chocolate para ella. Ella cargó con los nuevos paquetes, y él otra vez con la valija. Remontaron la rue Cambronne, del brazo y bien apretaditos para protegerse de la nieve, pero caminando despacio para no resbalar. En el hotelito de la rue Blomer, madame Benoit los saludó con la sonrisa afilada y distante de costumbre. A ella le tendió la mano y le dijo la frasecita clásica: se alegraba de que la señora Méndez [madame Mandés] hubiera llegado bien. Ella sonrió y balbuceó en respuesta otra amabilidad banal. Él recogió su llave y subieron a la habitación. Era una mansarde con una sola ventanita, en cuyo antepecho se juntaba la nieve. Cerca de la ventana había una mesa y dos sillas. La cama doble tenía una colcha azul. En la pared, una descolorida reproducción de Renoir. La sencillez era suficiente y acogedora. —No pude conseguir la misma habitación. La 42 está ocupada. —No importa. Es linda, y además hace calorcito. Sin embargo, ella no se quitó el abrigo. Estaba helada. Abrió la valijita y empezó a sacar algunas prendas. Él abrió las puertas de un armario casi enano. —Te dejé libre todo el lado derecho. Ella no contestó, pero empezó a acomodar su ropa en los estantes y perchas que él le había adjudicado. Él fue hasta el lavabo, abrió la canilla y esperó que el agua saliera caliente. Se lavó las manos. Luego se puso a deshacer los paquetes y fue colocando los comestibles sobre la mesa. Descorchó la botella. Cortó cada baguette en dos partes y fue distribuyendo las rebanadas de queso. Ella estaba todavía acomodando sus cosas en el armarito cuando él se acercó por detrás y le puso una mano en el hombro. Ella inclinó la cabeza hacia ese costado para sentir el contacto de la mano. Entonces él la quiso abrazar. —Ahora no. Tengo hambre. —Yo también. Ella se lavó la cara. Después se acercó a la mesa. Durante un buen rato masticaron en silencio. —Qué banquete. —Debo confesarte que ésta es mi cena de casi todas las noches. —Una maravilla. Estaba muerta de hambre. En el ferrocarril comí poquísimo, me sentía un poco mareada. —¿Y ahora? —Ahora no. El vino y el queso me devolvieron la vida. —Te volvió el color a las mejillas. Estabas pálida. —De hambre. —Antes no comías con tanto apetito. —¿Antes aquí o antes Uruguay? —Ni aquí ni allá. Siempre estabas inapetente. —Pues ahora ya viste que no. Debe ser una especie de desquite. La verdad es que cuando tuve que borrarme en el 72, pasé hambre. Hambre de veras. —Ya lo sé. En el cuartel la comida era asquerosa. Nunca es exquisita la comida de los perros, pero de todos modos era comida. Y bajé la barriga, además. —Sí, se te ve muy en línea. —Vos estás linda. —Bah. —No sé si linda. Tenés otra expresión. Como si ahora fueras más mujer. —Caramba. Ella empezó a juntar las cáscaras de queso en una bolsita de papel. —Y vos ¿te sentís más hombre? —No sé. En algún sentido, estoy conforme conmigo mismo, porque aguanté sin hablar, sin delatar a nadie. En aquellos días de mierda, aquello se convertía en una obsesión. No hablar, sobre todo no hablar. —¿Y te parece poco? Entre otras cosas, yo estoy aquí porque vos no hablaste. —¿Nada más que por eso? —No. Quiero decir que si hubieras hablado, y aunque yo estuviese borrada, habrían tenido datos para llegar a mí. O para impedirme salir. —¿Nada más que por eso estás aquí? —No seas bobo. Bien sabés que estoy aquí porque quería verte. —Yo también quería verte. Y quería que vos quisieras verme. —Uyuy, qué difícil. —No sé decirlo más sencillo. Ella suspiró. —Bueno, aquí estamos. —En el hotelito de la rue Blomer. ¿Quién iba a decir, en el 65, que íbamos a pasar lo que pasamos? —Nadie. —¿Querés que te diga una cosa? Yo creo que ni los milicos sabían. —¿No sabían qué cosa? —Por ejemplo: que podían ser tan inhumanos. —Quizá. Pero lo más importante fue que nosotros no sabíamos. Qué ensalada de abstracciones, ¿no te parece? Él le tomó una mano. —Me parece. Pero ahora vos sos algo muy concreto y me gustás. Se acabaron las abstracciones. Ella recuperó su sonrisa tristona. —También Laura es algo muy concreto. Y te gusta. Vos sabés que no es un reproche. También Oscar es algo igualmente concreto. Y me gusta. Son datos objetivos ¿no? —Sí, claro. —¿Laura sabe que nos íbamos a ver en París? —No me atreví. Y te juro que no fue por falta de sinceridad. Pero se está reponiendo muy de a poco. Lo de Chile fue para ella una segunda catástrofe. —¿Para quién no? —¿Y Oscar sabe? —Oscar sí. —¿Cómo lo tomó? —Bien. Es decir, todo lo bien que se puede tomar una cosa así. Sabía que no podía sentirse seguro de mi relación con él hasta que yo no volviera a verte. —¿Y vos? —Quizá me pase lo mismo. —Todos estamos inseguros ¿no? Yo también. Tengo una buena relación con Laura. Pero también la tuve contigo. No sé. Si vos y yo hubiéramos roto por algún conflicto personal, por alguna gresca de pareja, sería distinto. Pero vos y yo éramos una linda pareja ¿no? —Éramos sí. —Vení. Ambos fueron sin tocarse hasta la cama. Cada uno se desvistió por su cuenta y dándose la espalda. —¿Ya estás? —Ya estoy. Vení. Lentamente se dieron vuelta, como si fueran esclavos de una coreografía simétrica. También como si estuvieran repitiendo un ritual antiguo. Quedaron frente a frente, desnudos. Él la atrajo. Entonces ella se aflojó sin remedio. Abrazada al hombre, empezó a sollozar, sin poderse contener, sin tratar de contenerse. Él sentía cómo las lágrimas de ella le mojaban el pescuezo, los vellos del pecho. Una lágrima más gorda que las otras se deslizó hasta su ombligo y allí se detuvo. Él le acariciaba el cabello. A veces se lo echaba hacia atrás para besarle las orejas. Ella seguía llorando, no se sabía bien si feliz o desconsoladamente. Él bajó sus manos y acentuó su caricia. Casi insensiblemente se fueron reclinando sobre la cama. De pronto él sintió que las lágrimas que resbalaban por su cara también podían ser suyas. Estaba conmovido y deseoso. Las manos de ella empezaron a recuperar aquel cuerpo que era su vicio conocido, su complementario. Y de a poco los sollozos se fueron transformando en otra cosa. Ambos están todavía acostados. Él fuma, ella come su chocolate. La mano libre del hombre se posa sobre el vientre de ella. —Cómo nos jodieron. —Sí. —Nos rompieron. —Sí. —Nos partieron en dos. —Sí. —¿Estás decidida? —Estoy. —Yo no sé, no sé. —¿Por qué? —No quisiera hacerle mal a Laura. Pero tampoco quiero joderme yo. —Estás jodido. Estoy jodida. Tenemos que entenderlo de una vez por todas. También están jodidos Oscar y Laura. Nunca nos tendrán del todo. Pero si vos y yo nos volviéramos a juntar, ellos no podrían vivir, porque son mucho más débiles que vos y yo. Y en esa situación, nosotros no la pasaríamos bien. ¿Es así o te conozco mal? —Me conocés bien. La mano de él descendió un corto tramo y se detuvo, tibia. —Va a ser difícil ¿no? —Sobre todo desde hoy. La mano de ella cubrió la mano de él. —Nos partieron en dos. —Más que eso —dijo ella—, nos partieron en pedacitos.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach - Adagio Youtube.com Había un pueblo donde todos eran ladrones. A la noche cada habitante salía con la ganzúa y la linterna, e iba a desvalijar la casa de un vecino. Volvía al alba y encontraba su casa desvalijada. Y así todos vivían en amistad y sin lastimarse, ya que uno robaba al otro, y este a otro hasta que llegaba a un último que robaba al primero. El comercio en aquel pueblo se practicaba solo bajo la forma de estafa por parte de quien vendía y por parte de quien compraba. El gobierno era una asociación para delinquir para perjuicio de sus súbditos, y los súbditos por su parte se ocupaban solo en engañar al gobierno. Así la vida se deslizaba sin dificultades y no había ni ricos ni pobres. No se sabe cómo ocurrió pero en este pueblo se encontraba un hombre honesto. Por la noche en vez de salir con la bolsa y la linterna se quedaba en su casa a fumar y leer novelas. Venían los ladrones, veían la luz encendida y no entraban. Esto duró poco pues hubo que hacerle entender que si él quería vivir sin hacer nada, no era una buena razón para no permitir que los demás lo hicieran. Cada noche que él pasaba en su casa era una familia que no comía al día siguiente. Frente a estas razones el hombre honesto no pudo oponerse. Acostumbró también a salir por las noches para volver al alba, pero insistía en no robar. Era honesto y no quedaba nada por hacer. Iba al puente y miraba correr el agua. Volvía a su casa y la encontraba desvalijada. En menos de una semana el hombre honesto se encontró sin dinero, sin comida y con la casa vacía. Pero hasta aquí nada malo ocurría porque era su culpa: el problema era que por esta forma de comportarse todo se desajustó. Como él se hacía robar y no robaba a nadie, siempre había alguien que volviendo a su casa la encontraba intacta, la casa que él hubiera debido desvalijar. El hecho es que poco tiempo después aquellos que no habían sido robados encontraron que eran más ricos, y no quisieron ser robados nuevamente. Por otra parte aquellos que venían a robar a la casa del hombre honesto la encontraban siempre vacía. Y así se volvían más pobres. Mientras tanto aquellos que se habían vuelto ricos tomaron la costumbre también ellos, de ir al puente por las noches para mirar el agua que corría bajo el puente. Esto aumentó la confusión porque hubo muchos otros que se volvieron ricos y muchos otros que se volvieron pobres. Los ricos mientras tanto entendieron que ir por la noche al puente los convertía en pobres y pensaron -paguemos a los pobres para que vayan a robar por nosotros-. Se hicieron contratos, se establecieron salarios y porcentajes: naturalmente siempre había ladrones que intentaban engañarse unos a otros. Pero los ricos se volvían más ricos y los pobres más pobres. Había ricos tan ricos que no tuvieron necesidad de robar ni de hacer robar para continuar siendo ricos. Pero si dejaban de robar se volvían pobres porque los pobres los robaban. Entonces pagaron a aquellos más pobres que los pobres para defender sus posesiones de los otros pobres, y así instituyeron la policía, y constituyeron las cárceles. De esta manera pocos años después de la aparición del hombre honesto no se hablaba más de robar o de ser robados sino de ricos y pobres. Y sin embargo eran todos ladrones. Honesto había existido uno y había muerto enseguida, de hambre.…
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Literatura
1 Ana Maria Shua: Por qué el hombre muere y no renace 1:58
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1:58Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach - Prelude in C Major Youtube.com Le-eyo fue uno de los primeros hombres, del que descienden los Masai. Cierta vez Naiteru-kop, un semidiós que protegía a Le-eyo, le enseñó cómo proceder si moría un niño para asegurarse de que la muerte no fuera definitiva. Cuando arrojara el cadáver, tenía que decir así: “Hombre, muere y vuelve a la vida; luna, muere y no vuelvas más”. Un niño murió poco después, pero no era uno de los hijos de Le-eyo, y cuando le pidieron que se llevara lejos el cadáver, lo levantó y se dijo a sí mismo: “Este niño no es mío; cuando arroje su cuerpo diré ‘Hombre, muere y no vuelvas más; luna, muere y vuelve a la vida’”. Así lo hizo y volvió tranquilamente a su casa. Pero después murió uno de sus propios hijos y esta vez pronunció las palabras mágicas tal como se las habían enseñado. Entonces apareció Naiteru-kop y le dijo: - Es inútil. Lo que hiciste con el otro niño hizo que el ser humano perdiera para siempre la oportunidad de volver a nacer. Y por eso cuando un hombre muere, ya no vuelve. Mientras que la Luna muere cada mes y sin embargo vuelve a renacer y siempre podremos seguir viéndola.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin - Minute Waltz Youtube.com Quiero morir riendo ojos, no quiero morirme serio; y que me den tierra pronto… pero no de cementerio. No quiero morir -dormir- no quiero dormir muriendo en un estéril jardín… ¡Yo quiero morir viviendo! Quiero dormir…¿Dónde?…Sea donde lo quiera el Destino: en un surco de barbecho, a la vera de un camino… En una selva ignorada, o a la orilla de un riachuelo de estos tan claros, que están venga a robar cielo al cielo. Que cuando mi carne sea nada en polvo, broten flores de ella, donde caiga escarcha y escarcha de ruiseñores. Que resbale por mi cuerpo la corriente cristalina y ladronzuela, sacándole alguna nota argentina. Que escuche mi oído armónico, en cuanto el día se vuelva ascua, la armonía virgen del virgen Pan de la selva. Que nazcan espigas fáciles con luminosas aristas de mi pecho, que ama el arte, para recreo de artistas… No quiero morir -dormir-, no quiero dormir muriendo en la sagrada tierra estéril… ¡Yo quiero morir viviendo!…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Franz Liszt_Liebestraum Youtube.com ¡Encinares castellanos en laderas y altozanos, serrijones y colinas llenos de oscura maleza, encinas, pardas encinas; humildad y fortaleza! Mientras que llenándoos va el hacha de calvijares, ¿nadie cantaros sabrá, encinares? El roble es la guerra, el roble dice el valor y el coraje, rabia inmoble en su torcido ramaje; y es más rudo que la encina, más nervudo, más altivo y más señor. El alto roble parece que recalca y ennudece su robustez como atleta que, erguido, afinca en el suelo. El pino es el mar y el cielo y la montaña: el planeta. La palmera es el desierto, el sol y la lejanía: la sed; una fuente fría soñada en el campo yerto. Las hayas son la leyenda. Alguien, en las viejas hayas, leía una historia horrenda de crímenes y batallas. ¿Quién ha visto sin temblar un hayedo en un pinar? Los chopos son la ribera, liras de la primavera, cerca del agua que fluye, pasa y huye, viva o lenta, que se emboca turbulenta o en remanso se dilata. En su eterno escalofrío copian del agua del río las vivas ondas de plata. De los parques las olmedas son las buenas arboledas que nos han visto jugar, cuando eran nuestros cabellos rubios y, con nieve en ellos, nos han de ver meditar. Tiene el manzano el olor de su poma, el eucalipto el aroma de sus hojas, de su flor el naranjo la fragancia; y es del huerto la elegancia el ciprés oscuro y yerto. ¿Qué tienes tú, negra encina campesina, con tus ramas sin color en el campo sin verdor; con tu tronco ceniciento sin esbeltez ni altiveza, con tu vigor sin tormento, y tu humildad que es firmeza? En tu copa ancha y redonda nada brilla, ni tu verdioscura fronda ni tu flor verdiamarilla. Nada es lindo ni arrogante en tu porte, ni guerrero, nada fiero que aderece su talante. Brotas derecha o torcida con esa humildad que cede sólo a la ley de la vida, que es vivir como se puede. El campo mismo se hizo árbol en ti, parda encina. Ya bajo el sol que calcina, ya contra el hielo invernizo, el bochorno y la borrasca, el agosto y el enero, los copos de la nevasca, los hilos del aguacero, siempre firme, siempre igual, impasible, casta y buena, ¡oh tú, robusta y serena, eterna encina rural de los negros encinares de la raya aragonesa y las crestas militares de la tierra pamplonesa; encinas de Extremadura, de Castilla, que hizo a España, encinas de la llanura, del cerro y de la montaña; encinas del alto llano que el joven Duero rodea, y del Tajo que serpea por el suelo toledano; encinas de junto al mar ¿en Santander?, encinar que pones tu nota arisca, como un castellano ceño, en Córdoba la morisca, y tú, encinar madrileño, bajo Guadarrama frío, tan hermoso, tan sombrío, con tu adustez castellana corrigiendo, la vanidad y el atuendo y la hetiquez cortesana!... Ya sé, encinas campesinas, que os pintaron, con lebreles elegantes y corceles, los más egregios pinceles, y os cantaron los poetas augustales, que os asordan escopetas de cazadores reales; mas sois el campo y el lar y la sombra tutelar de los buenos aldeanos que visten parda estameña, y que cortan vuestra leña con sus manos.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin_Etude in F Minor Youtube.com La mesa, hijo, está tendida, en blancura quieta de nata, y en cuatro muros azulea, dando relumbres, la cerámica. Ésta es la sal, éste el aceite y al centro el Pan que casi habla. Oro más lindo que oro del Pan no está ni en fruta ni en retama, y da su olor de espiga y horno una dicha que nunca sacia. Lo partimos, hijito, juntos, con dedos puros y palma blanda, y tú lo miras asombrado de tierra negra que da flor blanca. Baja la mano de comer, que tu madre también la baja. Los trigos, hijo, son del aire, y son del sol y de la azada; pero este Pan ”cara de Dios" no llega a mesas de las casas. Y si otros niños no lo tienen, mejor, mi hijo, no lo tocaras, y no tomarlo mejor sería con mano y mano avergonzadas. Hijo, el Hambre, cara de mueca, en remolino gira las parvas, y se buscan y no se encuentran el pan y el Hambre corcobada. Para que lo halle, si ahora entra, el Pan dejemos hasta mañana; el fuego ardiendo marque la puerta, que el indio quechua nunca cerraba, y miremos comer al Hambre, para dormir con cuerpo y alma. Nota.- En Chile el pueblo llama al pan "cara de Dios".…
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Literatura
Voz: Manuel López Castilleja El camino es la tercera obra del escritor español Miguel Delibes y fue publicada en 1950. La novela está ambientada en la España rural de la época de la posguerra y, aunque no haya referencias geográficas, es fácil identificar los paisajes con los de Cantabria, concretamente en el pueblo de Molledo, donde el autor pasaba sus vacaciones cuando era un niño. Daniel, o también conocido como "el mochuelo" es un niño de 11 años que vive en un pueblecito de las montañas. Sus padres trabajan como queseros y sus dos mejores amigos son Roque “el Moñigo” y Germán “el Tiñoso”. Los 3 amigos siempre van juntos a todas partes y disfrutan de la vida y de hacer alguna que otra trastada. Su amigo Germán sabe mucho de pájaros y Roque es el más fuerte del grupo. Como Daniel es el más tímido y callado se siente muy a gusto con ambos. De este modo transcurre la vida en el pueblo. Las más cotillas del pueblo son "las Guindillas", que se enteran de todo lo que pasa. Las llaman así porque están rojas como un tomate y delgadas como un palo. Todo sigue tranquilo hasta un día trágico en el que su amigo Germán muere. Germán muere en una caída, mientras jugaba con sus amigos en el valle. Los tres estaban lanzando piedras a los peces, con la mala suerte de que Germán se resbaló y cayó al suelo fulminantemente, a causa de los golpes de su cabeza contra las rocas. En ese mismo instante Germán murió. A lo largo de la novela, Daniel nos presenta a algunos de los habitantes más ilustres del pueblo, como por ejemplo Quino, que desde la muerte de su mujer, cuida él solo a su hija Mariuca. Esta tal Mariuca está enamorada de Daniel, aunque él no siente nada por ella y siempre intenta librarse de encontrarse con ella. Otro de los personajes importantes para la historia es Gerardo, que tiene un huerto al que van a robar los muchachos. En ese momento aparece Mica, su hija, la cual les dice a los chicos que les dará dos piezas de fruta a cada uno si prometen no volver a robar. Así lo hacen, porque Daniel queda locamente enamorado de Mica, pero no le dice nada a nadie. Al cabo de un tiempo, un domingo cualquiera, después de misa, Daniel se atreve a confesar su amor por Mica y ella no le contesta, aunque le deja acompañarla hasta su casa. El protagonista de la novela comienza a pensar, entonces que, si se va a Madrid podría estudiar, trabajar y volver con dinero a su pueblo, de manera que no habrá nada que le impida estar con su amada. La noche antes de irse a Madrid a estudiar, Daniel recuerda la muerte de su mejor amigo Germán y eso le pone muy triste. Se pasa toda la noche en vela, recordando este momento y otros que han sucedido en el pueblo. El padre de Daniel le ha contado a todos los habitantes del pueblo que su hijo se va a la capital, así que a la mañana siguiente todo el mundo se acerca para despedirse y desearle mucha suerte. Esto provoca mucha tristeza e incertidumbre en el corazón de Daniel, que acepta temeroso el nuevo camino que le espera. Por eso, cuando comienza a caminar, las lágrimas le brotan de los ojos sin consuelo. En el fondo sabe que, a pesar de querer ser quesero como su padre, debe seguir su propio camino y forjarse él mismo su vida. Rut Blasco…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach Cello Suite 1 Youtube.com Así estás todavía de pie bajo la lluvia, bajo la clara lluvia de una noche de invierno. De pie bajo la lluvia me llega tu sonrisa; de pie bajo la lluvia te encuentra mi recuerdo. Siempre he de recordarte de pie bajo la lluvia, con un polvo de estrellas muriendo en tus cabellos. Y tu voz, que nacía del fondo de tus ojos, y tus manos cansadas que se iban en el viento… Y aquel cielo de plomo y el rumor de los árboles, y la hoja aquella que te cayó en el seno… y el rocío nocturno dormido en tus pestañas, y engarzando diamantes en tu vestido negro. Así estás todavía lejanamente cerca, desde tu lejanía de sombra y de silencio… Mi corazón te llama de pie bajo la lluvia; de pie bajo la lluvia te acercas en el sueño. La vida es tan pequeña que cabe en una noche. —Quizás fue que en la sombra me encontré con tu beso—. Y por eso me envuelve, de pie bajo la lluvia, el sabor de tu boca y el olor de tu cuerpo. Sí. Me has dejado triste. Porque pienso que acaso ya no estarás conmigo cuando llueva de nuevo; y no he de verte entonces de pie bajo la lluvia, con las manos temblando de frío y de deseo. Pero, aunque habrá otras noches cargadas de perfumes, y otras mujeres, y otras, a lo largo del tiempo, siempre he de recordarte de pie bajo la lluvia, bajo la lluvia clara de una noche de invierno.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Schubert - Serenade Youtube.com Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo. —Le voy a dar medio peso para el camino. Usté está muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelva. Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba. —Mucha’ gracia’, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura. —Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno. Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro le caía sobre el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes. —Ta’ bien, don Pío —dijo—; que Dió se lo pague. Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar las vacas y los críos. —Qué animao ‘ta el becerrito —comentó en voz baja. Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y ahora correteaba y saltaba alegremente. Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las reses. Don Pío era bajo, rechoncho, de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años trabajando con él. Le pagaba un peso semanal por el ordeño, que se hacía de madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de los terneros. Le había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado y don Pío no quería mantener gente enferma en su casa. Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los matorrales que cubrían el paso del arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de mosquitos. Don Pío había mandado poner tela metálica en todas las puertas y ventanas de la casa, pero el rancho de los peones no tenía puertas ni ventanas; no tenía ni siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer escalón, y don Pío quiso hacerle una última recomendación. —Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino. —Ah, sí, cómo no, don. Mucha’ gracia’ —oyó responder. El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Desde las lomas de Terrero hasta las de San Francisco, perdidas hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al borde de los potreros, bien lejos, había dos vacas. Apenas se las distinguía, pero Cristino conocía una por una todas las reses. —Vea, don —dijo—, aquella pinta que se aguaita allá debe haber parió anoche o por la mañana, porque no le veo barriga. Don Pío caminó arriba. —¿Usté cree, Cristino? Yo no la veo bien. —Arrímese pa’ aquel lao y la verá. Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero siguió con la vista al animal. —Dése una caminadita y me la arrea, Cristino —oyó decir a don Pío. —Yo fuera a buscarla, pero me ‘toy sintiendo mal. —¿La calentura? —Unjú. Me ‘ta subiendo. —Eso no hace. Ya usté está acostumbrado, Cristino. Vaya y tráigamela. Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos descarnados. Sentía que el frío iba dominándolo. Levantaba la frente. Todo aquel sol, el becerrito… —¿Va a traérmela? —insistió la voz. Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies descalzos llenos de polvo. —¿Va a buscármela, Cristino? Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba más los brazos sobre el pecho. Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan delgada que no le abrigaba. Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristino. —Ello sí, don —dijo—; voy a dir. Deje que se me pase el frío. —Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino. Mire que esa vaca se me va y puedo perder el becerro. Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pie. —Sí; ya voy, don —dijo. —Cogió ahora por la vuelta del arroyo —explicó desde la galería don Pío. Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado para no perder calor, el peón empezó a cruzar la sabana. Don Pío le veía de espaldas. Una mujer se deslizó por la galería y se puso junto a don Pío. —¡Qué día tan bonito, Pío! —comentó con voz cantarina. El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba con paso torpe como si fuera tropezando. —No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y ahorita mismo le di medio peso para el camino. Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar una explicación. —Malagradecidos que son, Herminia —dijo—. De nada vale tratarlos bien. Ella asintió con la mirada. —Te lo he dicho mil veces, Pío —comentó. Y ambos se quedaron mirando a Cristino, que ya era apenas una mancha sobre el verde de la sabana.…
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Literatura
Voz: Manuel López Castilleja El camino es la tercera obra del escritor español Miguel Delibes y fue publicada en 1950. La novela está ambientada en la España rural de la época de la posguerra y, aunque no haya referencias geográficas, es fácil identificar los paisajes con los de Cantabria, concretamente en el pueblo de Molledo, donde el autor pasaba sus vacaciones cuando era un niño. Daniel, o también conocido como "el mochuelo" es un niño de 11 años que vive en un pueblecito de las montañas. Sus padres trabajan como queseros y sus dos mejores amigos son Roque “el Moñigo” y Germán “el Tiñoso”. Los 3 amigos siempre van juntos a todas partes y disfrutan de la vida y de hacer alguna que otra trastada. Su amigo Germán sabe mucho de pájaros y Roque es el más fuerte del grupo. Como Daniel es el más tímido y callado se siente muy a gusto con ambos. De este modo transcurre la vida en el pueblo. Las más cotillas del pueblo son "las Guindillas", que se enteran de todo lo que pasa. Las llaman así porque están rojas como un tomate y delgadas como un palo. Todo sigue tranquilo hasta un día trágico en el que su amigo Germán muere. Germán muere en una caída, mientras jugaba con sus amigos en el valle. Los tres estaban lanzando piedras a los peces, con la mala suerte de que Germán se resbaló y cayó al suelo fulminantemente, a causa de los golpes de su cabeza contra las rocas. En ese mismo instante Germán murió. A lo largo de la novela, Daniel nos presenta a algunos de los habitantes más ilustres del pueblo, como por ejemplo Quino, que desde la muerte de su mujer, cuida él solo a su hija Mariuca. Esta tal Mariuca está enamorada de Daniel, aunque él no siente nada por ella y siempre intenta librarse de encontrarse con ella. Otro de los personajes importantes para la historia es Gerardo, que tiene un huerto al que van a robar los muchachos. En ese momento aparece Mica, su hija, la cual les dice a los chicos que les dará dos piezas de fruta a cada uno si prometen no volver a robar. Así lo hacen, porque Daniel queda locamente enamorado de Mica, pero no le dice nada a nadie. Al cabo de un tiempo, un domingo cualquiera, después de misa, Daniel se atreve a confesar su amor por Mica y ella no le contesta, aunque le deja acompañarla hasta su casa. El protagonista de la novela comienza a pensar, entonces que, si se va a Madrid podría estudiar, trabajar y volver con dinero a su pueblo, de manera que no habrá nada que le impida estar con su amada. La noche antes de irse a Madrid a estudiar, Daniel recuerda la muerte de su mejor amigo Germán y eso le pone muy triste. Se pasa toda la noche en vela, recordando este momento y otros que han sucedido en el pueblo. El padre de Daniel le ha contado a todos los habitantes del pueblo que su hijo se va a la capital, así que a la mañana siguiente todo el mundo se acerca para despedirse y desearle mucha suerte. Esto provoca mucha tristeza e incertidumbre en el corazón de Daniel, que acepta temeroso el nuevo camino que le espera. Por eso, cuando comienza a caminar, las lágrimas le brotan de los ojos sin consuelo. En el fondo sabe que, a pesar de querer ser quesero como su padre, debe seguir su propio camino y forjarse él mismo su vida. Rut Blasco…
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Shostakovich Waltz 2 Youtube.com Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba: Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente. Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas. En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción. Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas. Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises. Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó. La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.…
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Literatura
Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin_Mariage d'Amour Youtube.com Una siesta de invierno, las víboras de cascabel, que dormían extendidas sobre la greda, se arrollaron bruscamente al oír insólito ruido. Como la vista no es su agudeza particular, las víboras mantuviéronse inmóviles, mientras prestaban oído. -Es el ruido que hacían aquellos… -murmuró la hembra. -Sí, son voces de hombres; son hombres -afirmó el macho. Y pasando una por encima de la otra se retiraron veinte metros. Desde allí miraron. Un hombre alto y rubio y una mujer rubia y gruesa se habían acercado y hablaban observando los alrededores. Luego, el hombre midió el suelo a grandes pasos, en tanto que la mujer clavaba estacas en los extremos de cada recta. Conversaron después, señalándose mutuamente distintos lugares, y por fin se alejaron. -Van a vivir aquí -dijeron las víboras-. Tendremos que irnos. En efecto, al día siguiente llegaron los colonos con un hijo de tres años y una carreta en que había catres, cajones, herramientas sueltas y gallinas atadas a la baranda. Instalaron la carpa, y durante semanas trabajaron todo el día. La mujer interrumpíase para cocinar, y el hijo, un osezno blanco, gordo y rubio, ensayaba de un lado a otro su infantil marcha de pato. Tal fue el esfuerzo de la gente aquella, que al cabo de un mes tenían pozo, gallinero y rancho prontos -aunque a este le faltaban aún las puertas-. Después, el hombre ausentose por todo un día, volviendo al siguiente con ocho bueyes, y la chacra comenzó. Las víboras, entretanto, no se decidían a irse de su paraje natal. Solían llegar hasta la linde del pasto carpido, y desde allí miraban la faena del matrimonio. Un atardecer en que la familia entera había ido a la chacra, las víboras, animadas por el silencio, se aventuraron a cruzar el peligroso páramo y entraron en el rancho. Recorriéndolo, con cauta curiosidad, restregando su piel áspera contra las paredes. Pero allí había ratas; y desde entonces tomaron cariño a la casa. Llegaban todas las tardes hasta el límite del patio y esperaban atentas a que aquella quedara sola. Raras veces tenían esa dicha. Y a más, debían precaverse de las gallinas con pollos, cuyos gritos, si las veían, delatarían su presencia. De este modo, un crepúsculo en que la larga espera habíalas distraído, fueron descubiertas por una gallineta, que, después de mantener un rato el pico extendido, huyó a toda ala abierta, gritando. Sus compañeras comprendieron el peligro sin ver, y la imitaron. El hombre, que volvía del pozo con un balde, se detuvo al oír los gritos. Miró un momento, y dejando el balde en el suelo se encaminó al paraje sospechoso. Al sentir su aproximación, las víboras quisieron huir, pero únicamente una tuvo el tiempo necesario, y el colono halló solo al macho. El hombre echó una rápida ojeada alrededor, buscando un arma y llamó -los ojos fijos en el gran rollo oscuro: -¡Hilda! ¡Alcanzáme la azada, ligero! ¡Es una serpiente de cascabel! La mujer corrió y entregó ansiosa la herramienta a su marido. Tiraron luego lejos, más allá del gallinero, el cuerpo muerto, y la hembra lo halló por casualidad al otro día. Cruzó y recruzó cien veces por encima de él, y se alejó al fin, yendo a instalarse como siempre en la linde del pasto, esperando pacientemente a que la casa quedara sola. La siesta calcinaba el paisaje en silencio; la víbora había cerrado los ojos amodorrada, cuando de pronto se replegó vivamente: acababa de ser descubierta de nuevo por las gallinetas, que quedaron esta vez girando en torno suyo, gritando todas a contratiempo. La víbora mantúvose quieta, prestando oído. Sintió al rato ruido de pasos -la Muerte. Creyó no tener tiempo de huir, y se aprestó con toda su energía vital a defenderse. En la casa dormían todos, menos el chico. Al oír los gritos de las gallinetas, apareció en la puerta, y el sol quemante le hizo cerrar los ojos. Titubeó un instante, perezoso, y al fin se dirigió con su marcha de pato a ver a sus amigas las gallinetas. En la mitad del camino se detuvo, indeciso de nuevo, evitando el sol con el brazo. Pero las gallinetas continuaban en girante alarma, y el osezno rubio avanzó. De pronto lanzó un grito y cayó sentado. La víbora, presta de nuevo a defender su vida, deslizose dos metros y se replegó. Vio a la madre en enaguas correr hacia su hijo, levantarlo y gritar aterrada. -¡Otto, Otto! ¡Lo ha picado una víbora! Vio llegar al hombre, pálido, y lo vio llevar en sus brazos a la criatura atontada. Oyó la carrera de la mujer al pozo, sus voces. Y al rato, después de una pausa, su alarido desgarrador: -¡Hijo mío…!…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin_Mariage d'Amour Youtube.com Fue en el balneario de Aguasacras donde hice conocimiento con aquel matrimonio: el marido, de chinchoso y displicente carácter, arrastrando el incurable padecimiento que dos años después le llevó al sepulcro; la mujer, bonitilla, con cara de resignación alegre, cuidándole solícita, siempre atenta a esos caprichos de los enfermos, que son la venganza que toman de los sanos. Conservaba, no obstante, el valetudinario la energía suficiente para discutir, con irritación sorda y pesimismo acerbo, sobre todo lo humano y lo divino, desarrollando teorías de cerrada intransigencia. Su modo de pensar era entre inquisitorial y jacobino, mezcla más frecuente de lo que se pudiera suponer, aquí donde los extremos no sólo se han tocado, sino que han solido fusionarse en extraña amalgama. Han sido generalmente prendas raras entre nosotros la flexibilidad y delicadeza de espíritu, engendradoras de la amable tolerancia, y nuestro recio y chirriante disputar en cafés, círculos, reuniones, plazuelas y tabernas lo demostraría, si otros signos del orden histórico no bastasen. El enfermo a que me refiero no dejaba cosa a vida. Rara era la persona a quien no juzgaba durísimamente. Los tiempos eran fatídicos y la relajación de las costumbres horripilantes. En los hogares reinaba la anarquía, porque, perdido el principio de autoridad, la mujer ya no sabe ser esposa, ni el hombre ejerce sus prerrogativas de marido y padre. Las ideas modernas disolvían, y la aristocracia, por su parte, contribuía al escándalo. Hasta que se zurciesen muchos calcetines no cabía salvación. La blandenguería de los varones explicaba el descoco y garrulería de las hembras, las cuales tenían puesto en olvido que ellas nacieron para cumplir deberes, amamantar a sus hijos y espumar el puchero. Habiendo yo notado que al hallarme presente arreciaba en sus predicaciones el buen señor, adopté el sistema de darle la razón para que no se exaltase demasiado. No sé qué me llamaba más la atención, si la intemperancia de la eterna acometividad verbal del marido, o la sonrisilla silenciosa y enigmática de la consorte. Ya he dicho que era ésta de rostro agraciado, pequeño de estatura, delgada, de negrísimos ojos, y su cuerpo revelaba esa contextura acerada y menuda que promete longevidad y hace las viejecitas secas y sanas como pasas azucarosas. Generalmente, su presencia, una ojeada suya, cortaban en firme las diatribas y catilinarias del marido. No era necesario que murmurase: —No te sofoques, Nicolás; ya sabes que lo ha dicho el médico… Generalmente, antes de llegar a este extremo, el enfermo se levantaba y, renqueando, apoyado en el brazo de su mitad, se retiraba o daba un paseíto bajo los plátanos de soberbia vegetación. Había olvidado completamente al matrimonio —como se olvidan estas figuras de cinematógrafo, simpáticas o repulsivas, que desfilan durante una quincena balnearia—, cuando leí en una cuarta plana de periódico la papeleta: «El excelentísimo señor don Nicolás Abréu y Lallana, jefe superior de Administración… Su desconsolada viuda, la excelentísima señora doña Clotilde Pedregales…». La casualidad me hizo encontrar en la calle, dos días después, al médico director de Aguasacras, hombre muy observador y discreto, que venía a Madrid a asuntos de su profesión, y recordamos, entre otros desaparecidos, al mal engestado señor de las opiniones rajantes. —¡Ah, el señor Abréu! ¡El de los pantalones! —contestó, riendo, el doctor. —¿El de los pantalones? —interrogué con curiosidad. —Pero ¿no lo sabe usted? Me extraña, porque en los balnearios no hay nada secreto, y esto no sólo se supo, sino que se comentó sabrosamente… ¡Vaya! Verdad que usted se marchó unos días antes que los Abréu, y la gente dio en reírse al final, cuando todos se enteraron… ¿Dirá usted que cómo se pueden averiguar cosas que suceden a puerta cerrada? Es para asombrarse: se creería que hay duendes… En este caso especial, lo que ocurrió en el balneario mismo debieron de fisgarlo las camareras, que no son malas espías, o los vecinos al través del tabique, o… En fin, brujerías de la realidad. Los antecedentes parece que se conocieron porque allá de recién casado, Abréu, que debía de ser el más solemne majadero, anduvo jactándose de ello como de una agudeza y un rasgo de carácter, que convendría que imitasen todos los varones para cimentar sólidamente los fueros del cabeza de familia. Y fíjese usted: los dos episodios se completan. Es el caso que Abréu, como todos los que a los cuarenta años se vuelven severos moralistas, tuvo una juventud divertida y agitada. Alifafes y dolamas le llamaron al orden, y entonces acordó casarse, como el que acuerda mudarse a un piso más sano. Encontró a aquella muchacha, Clotildita, que era mona, bien educada y sin posición ninguna, y los padres se la dieron gustosos, porque Abréu, provisto de buenas aldabas, siempre tuvo colocaciones excelentes. Se casaron, y la mañana siguiente a la boda, al despertar la novia, en el asombro del cambio de su destino, oyó que el novio, entre imperioso y sonriente, mandaba: —Clotilde mía…, levántate. Hízolo así la muchacha, sin darse cuenta del porqué; y al punto el esposo, con mayor imperio, ordenó: —¡Ahora…, ponte mis pantalones! Atónita, sin creer lo que oía, la niña optó por sonreír a su vez, imaginando que se trataba de una broma de luna de miel…, broma algo chocante, algo inconveniente…; pero ¿quién sabe? ¿Sería moda entre novios?… —¿Has oído? —repitió él—. ¡Ponte mis pantalones! ¡Ahora mismo, hija mía! Confusa, avergonzada, y ya con más ganas de llorar que de reír, Clotilde obedeció lo mejor que pudo. ¡Obedecer es ley! —Siéntate ahora ahí —dispuso nuevamente el marido, solemne y grave de pronto, señalando a una butaca. Y así que la empantalonada niña se dejó caer en ella, el esposo pronunció—: He querido que te pongas los pantalones en este momento señalado para que sepas, querida Clotilde, que en toda tu vida volverás a ponértelos. Que los he de llevar yo, Dios mediante, a cada hora y cada día, todo el tiempo que dure nuestra unión, y ojalá sea muchos años, en santa paz, amén. Ya lo sabes. Puedes quitártelos. ¿Qué pensó Clotilde de la advertencia? A nadie lo dijo; guardó ese silencio absoluto, impenetrable, en que se envuelven tantas derrotas del ideal, del humilde ideal femenino, honrado, juvenil, que pide amor y no servidumbre… Vivió sumisa y callada, y si no se le pudo aplicar la divisa de la matrona romana, «Guardó el hogar e hiló lana asiduamente», fue porque hoy las fábricas de género de punto han dado al traste con la rueca y el huevo de zurcir. Pero Abréu, a pesar de la higiene conyugal, tenía el plomo en el ala. Los restos y reliquias de su mal vivir pasados remanecieron en achaques crónicos, y la primera vez que se consultó conmigo en Aguasacras, vi que no tenía remedio; que sólo cabía paliar lo que no curaría sino en la fuente de Juvencia… ¡Ignoramos dónde mana! Su mujer le cuidaba con verdadera abnegación. Le cuidaba: eso lo sabemos todos. Se desvivía por él, y en vez de divertirse —al cabo era joven aún—, no pensaba sino en la poción y el medicamento. Pero todas las mañanas, al dejar las ociosas plumas el esposo, una vocecita dulce y aflautada le daba una orden terminante, aunque sonase a gorjeo: —¡Ponte mis enaguas, querido Nicolás! ¡Ponte aprisa mis enaguas! Infaliblemente, la cara del enfermo se descomponía; sordos reniegos asomaban a sus labios…, y la orden se repetía siempre en voz de pájaro, y el hombre bajaba la cabeza, atándose torpemente al talle las cintas de las faldas guarnecidas de encajes. Y entonces añadía la tierna esposa, con acento no menos musical y fino: —Para que sepas que las llevas ya toda tu vida, mientras yo sea tu enfermerita, ¿entiendes? Y aún permanecía Abréu un buen rato en vestimenta interior femenina, jurando entre dientes, no se sabe si de rabia o porque el reúma apretaba de más, mientras Clotilde, dando vueltas por la habitación, preparaba lo necesario para las curas prolijas y dolorosas, las fricciones útiles y los enfranelamientos precavidos.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Tárrega - Estudio en Mi Menor Youtube.com Dos exploradores lograron refugiarse en una cabaña abandonada, después de haber vivido tres angustiosos días extraviados en la nieve. Al cabo de otros tres días, uno de ellos murió. El sobreviviente excavó una fosa en la nieve, a unos cien metros de la cabaña, y sepultó el cadáver. Al día siguiente, sin embargo, al despertar de su primer sueño apacible, lo encontró otra vez dentro de la casa, muerto y petrificado por el hielo, pero sentado como un visitante formal frente a su cama. Lo sepultó de nuevo, tal vez en una tumba más distante, pero al despertar al día siguiente volvió a encontrarlo sentado frente a su cama. Entonces perdió la razón. Por el diario que había llevado hasta entonces se pudo conocer la verdad de su historia. Entre las muchas explicaciones que trataron de darse al enigma, una parecía ser la más verosímil: el sobreviviente se había sentido tan afectado por su soledad que él mismo desenterraba dormido el cadáver que enterraba despierto.…
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Scarlatti-Sonata L366 Youtube.com A veces, mama, te digo, que me das un miedo loco. ¿Qué es eso, di, que caminas de otra laya que nosotros y, de pronto, ni me oyes y hablas lo mismo que el loco mirando y sin responder o respondiendo a los otros? ¿Con quién hablas, dime, cuando yo me hago el que duerme... y oigo? Será con los animales, la hierba o el viento loco. -Porque todos están vivos y a lo vivo les respondo. También contesto a lo mudo, por ser mis parientes todos. -Ja, ja, ja, mama, la mama, calla o me lo cuentas todo. -Me llamaban "cuatro añitos" y ya tenía doce años. Así me mentaban, pues no hacía lo de mis años: no cosía, no zurcía, tenía los ojos vagos, cuentos pedía, romances, y no lavaba los platos... ¡Ay! y, sobre todo, a causa de un hablar así, rimado. -¿Y qué más, qué más hacías? ¡Ve contando, ve contando! -Me tenía una familia de árboles, otra de matas, hablaba largo y tendido con animales hallados. Todavía hablo con ellos cuando te vas escapado. Pero ellos contestan sólo cuando no les hacen daño. No lo hostigó mi Santo Francisco y les dijo hermanos.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach_Adagio Youtube.com A la memoria de Manuel Michel Nunca vas a olvidar esa tarde de agosto. Tenías catorce años, ibas a terminar la secundaria. No recordabas a tu padre, muerto al poco tiempo de que nacieras. Tu madre trabajaba en una agencia de viajes. Todos los días, de lunes a viernes, te despertaba a las seis y media. Quedaba atrás un sueño de combates a la orilla del mar, ataques a los bastiones de la selva, desembarcos en tierras enemigas. Y entrabas en el día en que era necesario vivir, crecer, abandonar la infancia. Por la noche miraban la televisión sin hablarse. Luego te encerrabas a leer las novelas de una serie española, la Colección Bazooka, relatos de la Segunda Guerra Mundial que idealizaban las batallas y te permitían entrar en el mundo heroico que te gustaría haber vivido. El trabajo de tu madre te obligaba a comer en casa de su hermano. Era hosco, no te manifestaba ningún afecto y cada mes exigía el pago puntual de tus alimentos. Pero todo lo compensaba la presencia de Julia, tu inalcanzable prima hermana. Julia estudiaba ciencias químicas, era la única que te daba un lugar en el mundo, no por amor, como creíste entonces, sino por la compasión que despertaba el intruso, el huérfano, el sin derecho a nada. Julia te ayudaba en las tareas, te dejaba escuchar sus discos, esa música que hoy no puedes oír sin recordarla. Una noche te llevó al cine, después te presentó a su novio, el primero que pudo visitarla en su casa. Desde entonces odiaste a Pedro. Compañero de Julia en la universidad, se vestía bien, hablaba de igual a igual con tu familia. Le tenías miedo, estabas seguro de que a solas con Julia se burlaba de ti y de tus novelitas de guerra que llevabas a todas partes. Le molestaba que le dieras lástima a tu prima, te consideraba un testigo, un estorbo, desde luego nunca un rival. Julia cumplió veinte años esa tarde de agosto. Al terminar el almuerzo, Pedro le preguntó si quería pasear en su coche por los alrededores de la ciudad. Ve con ellos, ordenó tu tío. Sumido en el asiento posterior te deslumbró la luz del sol y te calcinaron los celos. Julia reclinaba la cabeza en el hombro de Pedro, Pedro conducía con una mano para abrazar a Julia, una canción de entonces trepidaba en la radio, caía la tarde en la ciudad de piedra y polvo. Viste perderse en la ventanilla las últimas casas y los cuarteles y los cementerios. Después (Julia besaba a Pedro, tú no existías hundido en el asiento posterior) el bosque, la montaña, los pinos desgarrados por la luz llegaron a tus ojos como si los cubrieran para impedir el llanto. Al fin Pedro detuvo el Ford frente a un convento en ruinas. Bajaron y anduvieron por galerías llenas de musgos y de ecos. Se asomaron a la escalinata de un subterráneo oscuro. Hablaron, susurraron, se escucharon en las paredes de una capilla en que las piedras trasmitían las voces de una esquina a otra. Miraste el jardín, el bosque húmedo, la vegetación de alta montaña. Te sentiste ya no el huérfano, el intruso, el primo pobre que iba mal en la escuela y vivía en un edificio horrible de la colonia Escandón, sino un héroe de Dunkerque, Narvik, Tobruk, Midway, Stalingrado, El Alamein, el desembarco en Normandía, Varsovia, Monte Cassino, Las Ardenas. Un capitán del Afrika Korps, un oficial de la caballería polaca en una carga heroica y suicida contra los tanques hitlerianos. Rommel, Montgomery, von Rundstedt, Zhukov. No pensabas en buenos y malos, en víctimas y verdugos. Para ti el único criterio era el valor ante el peligro y la victoria contra el enemigo. En ese instante eras el protagonista de la Colección Bazooka, el combatiente capaz de toda acción de guerra porque una mujer celebrará su hazaña y su victoria resonará para siempre. La tristeza cedió lugar al júbilo. Corriste y libraste de un salto los matorrales y los setos mientras Pedro besaba a Julia y la tomaba del talle. Bajaron hasta un lugar en que el bosque parecía nacer junto a un arroyo de aguas heladas y un letrero prohibía cortar flores y molestar a los animales. Entonces Julia descubrió una ardilla en la punta de un pino y dijo: Me gustaría llevármela a la casa. Las ardillas no se dejan atrapar, contestó Pedro, y si alguien lo intentara hay muchos guardabosques para castigarlo. Se te ocurrió decir: yo la agarro. Y te subiste al árbol antes de que Julia pudiera decir no. Tus dedos lastimados por la corteza se deslizaban en la resina. Entonces la ardilla ascendió aún más alto. La seguiste hasta poner los pies en una rama. Miraste hacia abajo y viste acercarse al guardabosques y a Pedro que, en vez de ahuyentarlo en alguna forma, trababa conversación con él y a Julia tratando de no mirarte y sin embargo viéndote. Pedro no te delató y el guardabosques no alzó los ojos, entretenido por la charla. Pedro alargaba el diálogo por todos los medios a su alcance. Quería torturarte sin moverse del suelo. Después presentaría todo como una broma pesada y él y Julia iban a reírse de ti. Era un medio infalible para destruir tu victoria y prolongar tu humillación. Porque ya habían pasado diez minutos. La rama comenzaba a ceder. Sentiste miedo de caerte y morir o, lo peor de todo, de perder ante Julia. Si bajabas o si pedías auxilio el guardabosques iba a llevarte preso. Y la conversación seguía y la ardilla primero te desafiaba a unos centímetros de ti y luego bajaba y corría a perderse en el bosque, mientras Julia lloraba lejos de Pedro, del guardabosques y la ardilla, pero de ti más lejos, imposible. Al fin el guardabosques se despidió, Pedro le dejó en la mano algunos billetes, y pudiste bajar pálido, torpe, humillado, con lágrimas que Julia nunca debió haber visto en tus ojos porque demostraban que eras el huérfano y el intruso, no el héroe de Iwo Jima y Monte Cassino. La risa de Pedro se detuvo cuando Julia le reclamó muy seria: Cómo pudiste haber hecho eso. Eres un imbécil. Te aborrezco. Subieron otra vez al automóvil. Julia no se dejó abrazar por Pedro. Nadie habló una palabra. Ya era de noche cuando entraron en la ciudad. Bajaste en la primera esquina que te pareció conocida. Caminaste sin rumbo algunas horas y al volver a casa le dijiste a tu madre lo que ocurrió en el bosque. Lloraste y quemaste toda la colección Bazooka y no olvidaste nunca esa tarde de agosto. Esa tarde, la última en que tú viste a Julia.…
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1 Eduardo Galeano: A la mujer que piensa se le secan los ovarios 2:11
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2:11Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach_Cello suite 1 Youtube.com "A la mujer que piensa se le secan los ovarios. Nace la mujer para producir leche y lágrimas, no ideas; y no para vivir la vida sino para espiarla desde las ventanas a medio cerrar. Mil veces se lo han explicado y Alfonsina Storni nunca lo creyó. Sus versos más difundidos protestan contra el macho enjaulador. Cuando hace años llegó a Buenos Aires desde provincias, Alfonsina traía unos viejos zapatos de tacones torcidos, en el vientre un hijo sin padre legal. En esta ciudad trabajó en lo que hubiera; y robaba formularios del telégrafo para escribir sus tristezas. Mientras pulía las palabras, verso a verso, noche a noche, cruzaba los dedos y besaba las barajas que anunciaban viajes y herencias y amores. El tiempo ha pasado, casi un cuarto de siglo; y nada le regaló la suerte. Pero peleando a brazo partido, Alfonsina ha sido capaz de abrirse paso en el masculino mundo. Su cara de ratona traviesa nunca falta en las fotos que congregan a los escritores argentinos más ilustres. En 1935, en el verano, supo que tenía cáncer. Desde entonces escribe poemas que hablan del abrazo de la mar y de la casa que la espera allá en el fondo, en la avenida de las madréporas".…
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1 Ana María Shua: Moisés y las hormigas (cuento popular chino) 1:17
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1:17Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin_Waltz L'Adieu Youtube.com Mientras Moisés recibía los Diez Mandamientos en el Monte Sinaí, el pueblo de Israel pecaba contra el Señor adornando el Becerro de Oro. Cuando Moisés volvió a su pueblo, una terrible peste lo había devasto matando a treinta mil personas. - Señor –rogó Moisés-. Los pecadores merecían el castigo. ¡Pero la peste mató por igual a muchos inocentes! Y el Señor permaneció en silencio. Esa noche despertaron a Moisés las picaduras de las hormigas. Se levantó y empezó a pisotearlas. Y entonces se escuchó la voz del Señor. - ¿Por qué mataste tantas hormigas? ¿Acaso todas ellas te habían picado? Y por eso dice el proverbio: “Cuando el fuego devasta los bosques, quema por igual a los árboles buenos y malos”. “Libro de los pecados, los vicios y las virtudes” de Ana María Shua (Ed. Alfaguara).…
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Paganini_Capriccio14 Youtube.com El pelotón de fusilamiento lo sacó de su celda en un amanecer glacial, y todos tuvieron que atravesar a pie un campo nevado para llegar al sitio de la ejecución. Los guardias civiles estaban bien protegidos del frío con capas, guantes y tricornios, pero aun así tiritaban a través del yermo helado. El pobre prisionero, que solo llevaba una chaqueta de lana deshilachada, no hacía más que frotarse el cuerpo casi petrificado, mientras se lamentaba en voz alta del frío mortal. A un cierto momento, el comandante del pelotón, exasperado con los lamentos, le gritó: -Coño, acaba ya de hacerte el mártir con el cabrón frío. Piensa en nosotros, que tenemos que regresar.…
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Voz: Manuel López Castilleja El camino es la tercera obra del escritor español Miguel Delibes y fue publicada en 1950. La novela está ambientada en la España rural de la época de la posguerra y, aunque no haya referencias geográficas, es fácil identificar los paisajes con los de Cantabria, concretamente en el pueblo de Molledo, donde el autor pasaba sus vacaciones cuando era un niño. Daniel, o también conocido como "el mochuelo" es un niño de 11 años que vive en un pueblecito de las montañas. Sus padres trabajan como queseros y sus dos mejores amigos son Roque “el Moñigo” y Germán “el Tiñoso”. Los 3 amigos siempre van juntos a todas partes y disfrutan de la vida y de hacer alguna que otra trastada. Su amigo Germán sabe mucho de pájaros y Roque es el más fuerte del grupo. Como Daniel es el más tímido y callado se siente muy a gusto con ambos. De este modo transcurre la vida en el pueblo. Las más cotillas del pueblo son "las Guindillas", que se enteran de todo lo que pasa. Las llaman así porque están rojas como un tomate y delgadas como un palo. Todo sigue tranquilo hasta un día trágico en el que su amigo Germán muere. Germán muere en una caída, mientras jugaba con sus amigos en el valle. Los tres estaban lanzando piedras a los peces, con la mala suerte de que Germán se resbaló y cayó al suelo fulminantemente, a causa de los golpes de su cabeza contra las rocas. En ese mismo instante Germán murió. A lo largo de la novela, Daniel nos presenta a algunos de los habitantes más ilustres del pueblo, como por ejemplo Quino, que desde la muerte de su mujer, cuida él solo a su hija Mariuca. Esta tal Mariuca está enamorada de Daniel, aunque él no siente nada por ella y siempre intenta librarse de encontrarse con ella. Otro de los personajes importantes para la historia es Gerardo, que tiene un huerto al que van a robar los muchachos. En ese momento aparece Mica, su hija, la cual les dice a los chicos que les dará dos piezas de fruta a cada uno si prometen no volver a robar. Así lo hacen, porque Daniel queda locamente enamorado de Mica, pero no le dice nada a nadie. Al cabo de un tiempo, un domingo cualquiera, después de misa, Daniel se atreve a confesar su amor por Mica y ella no le contesta, aunque le deja acompañarla hasta su casa. El protagonista de la novela comienza a pensar, entonces que, si se va a Madrid podría estudiar, trabajar y volver con dinero a su pueblo, de manera que no habrá nada que le impida estar con su amada. La noche antes de irse a Madrid a estudiar, Daniel recuerda la muerte de su mejor amigo Germán y eso le pone muy triste. Se pasa toda la noche en vela, recordando este momento y otros que han sucedido en el pueblo. El padre de Daniel le ha contado a todos los habitantes del pueblo que su hijo se va a la capital, así que a la mañana siguiente todo el mundo se acerca para despedirse y desearle mucha suerte. Esto provoca mucha tristeza e incertidumbre en el corazón de Daniel, que acepta temeroso el nuevo camino que le espera. Por eso, cuando comienza a caminar, las lágrimas le brotan de los ojos sin consuelo. En el fondo sabe que, a pesar de querer ser quesero como su padre, debe seguir su propio camino y forjarse él mismo su vida. Rut Blasco…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin Mazurka 4 Youtube.com 1 Desde el fondo de ti, y arrodillado, un niño triste, como yo, nos mira. Por esa vida que arderá en sus venas tendrían que amarrarse nuestras vidas. Por esas manos, hijas de tus manos, tendrían que matar las manos mías. Por sus ojos abiertos en la tierra veré en los tuyos lágrimas un día. 2 Yo no lo quiero, Amada. Para que nada nos amarre que no nos una nada. Ni la palabra que aromó tu boca, ni lo que no dijeron las palabras. Ni la fiesta de amor que no tuvimos, ni tus sollozos junto a la ventana. 3 (Amo el amor de los marineros que besan y se van. Dejan una promesa. No vuelven nunca más. En cada puerto una mujer espera: los marineros besan y se van. Una noche se acuestan con la muerte en el lecho del mar). 4 Amor el amor que se reparte en besos, lecho y pan. Amor que puede ser eterno y puede ser fugaz. Amor que quiere libertarse para volver a amar. Amor divinizado que se acerca Amor divinizado que se va. 5 Ya no se encantarán mis ojos en tus ojos, ya no se endulzará junto a ti mi dolor. Pero hacia donde vaya llevaré tu mirada y hacia donde camines llevarás mi dolor. Fui tuyo, fuiste mía. Qué más? Juntos hicimos un recodo en la ruta donde el amor pasó. Fui tuyo, fuiste mía. Tú serás del que te ame, del que corte en tu huerto lo que he sembrado yo. Yo me voy. Estoy triste: pero siempre estoy triste. Vengo desde tus brazos. No sé hacia dónde voy. ...Desde tu corazón me dice adiós un niño. Y yo le digo adiós.…
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Beethoven_Für Elise Youtube.com En la madrugada —quizá cuando ya la trompeta del arcángel había dado el toque de queda— alguien golpeó a las puertas del infierno. El portero de turno se apresuró a atender al trasnochado visitante y vio a un hombre joven, rubio, nervioso, con la dentadura montada en oro legítimo y los huesos montados en plomo de grueso calibre. Tal vez no dijo una palabra el recién llegado. Tal vez se quedó silencioso, jadeante, parado en el umbral eterno, aguardando la voz que le ordenase entrar. Debió pasar un siglo antes de que el portero, todavía con las imágenes del último sueño pegadas a los párpados y todavía sin reconocer al visitante, diera la orden de pasar adelante, de acuerdo con las más elementales normas de la cortesía infernal. Una vez adentro, el huésped desocupó sus bolsillos y colocó el contenido en la mesa de nogal que debe haber en la sala de recibo del infierno. Dos revólveres, ochenta cartuchos, setecientos pesos en efectivo y dos escapularios fue lo que alcanzó a distinguir el portero, medio asombrado, medio confundido y con el libro de actas abierto y listo para llenar los requisitos del registro. ¿El nombre del recién llegado? Marco Tulio Tafur Triana, alias “Lamparilla”. ¿Torero? No. Bandolero de profesión y criminal, por más señas. ¿Causa de la muerte? Muerte natural. ¿Natural? (el portero hizo un gesto que era a la vez de duda y de sospecha), ¿Por qué decía el visitante que había fallecido de muerte natural cuando tenía el cuerpo cosido de proyectiles? “Lamparilla”, eterno ya, transfigurado por el escabroso viaje metafísico, hizo la aclaración: “Para un hombre como yo, ocho proyectiles después de una reyerta es muerte natural, la más natural de todas las muertes. Una pulmonía o un ataque de apendicitis habría sido un epílogo artificial, completamente falso para un bandolero con dignidad”. Eso fue todo, antes de que el portero infernal, trasnochado y confundido, dijera al visitante, ocho siglos después de haber tocado a la puerta: “El caso sería sencillísimo, si no fuera por los escapularios”. (Diario El Heraldo, enero de 1950)…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Schubert - Serenade Youtube.com En Santiago había un deán que tenía codicia de aprender el arte de la magia. Oyó decir que don Illán de Toledo la sabía más que ninguno, y fue a Toledo a buscarlo. El día que llegó enderezó a la casa de don Illán y lo encontró leyendo en una habitación apartada. Éste lo recibió con bondad y le dijo que postergara el motivo de su visita hasta después de comer. Le señaló un alojamiento muy fresco y le dijo que lo alegraba mucho su venida. Después de comer, el deán le refirió la razón de aquella visita y le rogó que le enseñara la ciencia mágica. Don Illán le dijo que adivinaba que era deán, hombre de buena posición y buen porvenir, y que temía ser olvidado luego por él. El deán le prometió y aseguró que nunca olvidaría aquella merced, y que estaría siempre a sus órdenes. Ya arreglado el asunto, explicó don Illán que las artes mágicas no se podían aprender sino en sitio apartado, y tomándolo por la mano, lo llevó a una pieza contigua, en cuyo piso había una gran argolla de fierro. Antes le dijo a la sirvienta que tuviese perdices para la cena, pero que no las pusiera a asar hasta que la mandaran. Levantaron la argolla entre los dos y descendieron por una escalera de piedra bien labrada, hasta que al deán le pareció que habían bajado tanto que el lecho del Tajo estaba sobre ellos. Al pie de la escalera había una celda y luego una biblioteca y luego una especie de gabinete con instrumentos mágicos. Revisaron los libros y en eso estaban cuando entraron dos hombres con una carta para el deán, escrita por el obispo, su tío, en la que le hacía saber que estaba muy enfermo y que, si quería encontrarlo vivo, no demorase. Al deán lo contrariaron mucho estas nuevas, lo uno por la dolencia de su tío, lo otro por tener que interrumpir los estudios. Optó por escribir una disculpa y la mandó al obispo. A los tres días llegaron unos hombres de luto con otras cartas para el deán, en las que se leía que el obispo había fallecido, que estaban eligiendo sucesor y que esperaban por la gracia de Dios que lo elegirían a él. Decían también que no se molestara en venir, puesto que parecía mucho mejor que lo eligieran en su ausencia. A los diez días vinieron dos escuderos muy bien vestidos, que se arrojaron a sus pies y besaron sus manos y lo saludaron obispo. Cuando don Illán vio estas cosas se dirigió con mucha alegría al nuevo prelado y le dijo que agradecía al Señor que tan buenas nuevas llegaran a su casa. Luego le pidió el decanazgo vacante para uno de sus hijos. El obispo le hizo saber que había reservado el cargo para su propio hermano, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Santiago. Fueron para Santiago los tres, donde los recibieron con honores. A los seis meses recibió el obispo mandaderos del Papa que le ofrecía el arzobispado de Tolosa, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El arzobispo le hizo saber que había reservado el obispado para su propio tío, hermano de su padre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Tolosa. Don Illán no tuvo más remedio que asentir. Fueron para Tolosa los tres, donde los recibieron con honores y misas. A los dos años recibió el arzobispo mandaderos del Papa que le ofrecía el capelo de cardenal, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El cardenal le hizo saber que había reservado el arzobispado para su propio tío, hermano de su madre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Roma. Don Illán no tuvo más remedio que asentir. Fueron para Roma los tres, donde los recibieron con honores y misas y procesiones. A los cuatro años murió el Papa y nuestro cardenal fue elegido para el papado por todos los demás. Cuando don Illán supo esto, besó los pies de Su Santidad, le recordó la antigua promesa y le pidió el cardenalato para su hijo. El Papa lo amenazó con la cárcel, diciéndole que bien sabía él que no era más que un brujo y que en Toledo había sido profesor de artes mágicas. El miserable don Illán dijo que iba a volver a España y le pidió algo para comer durante el camino. El Papa no accedió. Entonces don Illán (cuyo rostro se había remozado de un modo extraño), dijo con una voz sin temblor: —Pues tendré que comerme las perdices que para esta noche encargué. La sirvienta se presentó y don Illán le dijo que las asara. A estas palabras, el Papa se halló en la celda subterránea en Toledo, solamente deán de Santiago y tan avergonzado de su ingratitud que no atinaba a disculparse. Don Illán dijo que bastaba con esa prueba, le negó su parte de las perdices y lo acompañó hasta la calle, donde le deseó feliz viaje y lo despidió con gran cortesía. _____________________________________________ (Del Libro de Patronio del infante don Juan Manuel, que lo derivó de un libro árabe: Las cuarenta mañanas y las cuarenta noches) Libro: Historia universal de la infamia (1935) Jorge L. Borges…
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Literatura
Voz: Manuel López Castilleja El camino es la tercera obra del escritor español Miguel Delibes y fue publicada en 1950. La novela está ambientada en la España rural de la época de la posguerra y, aunque no haya referencias geográficas, es fácil identificar los paisajes con los de Cantabria, concretamente en el pueblo de Molledo, donde el autor pasaba sus vacaciones cuando era un niño. Daniel, o también conocido como "el mochuelo" es un niño de 11 años que vive en un pueblecito de las montañas. Sus padres trabajan como queseros y sus dos mejores amigos son Roque “el Moñigo” y Germán “el Tiñoso”. Los 3 amigos siempre van juntos a todas partes y disfrutan de la vida y de hacer alguna que otra trastada. Su amigo Germán sabe mucho de pájaros y Roque es el más fuerte del grupo. Como Daniel es el más tímido y callado se siente muy a gusto con ambos. De este modo transcurre la vida en el pueblo. Las más cotillas del pueblo son "las Guindillas", que se enteran de todo lo que pasa. Las llaman así porque están rojas como un tomate y delgadas como un palo. Todo sigue tranquilo hasta un día trágico en el que su amigo Germán muere. Germán muere en una caída, mientras jugaba con sus amigos en el valle. Los tres estaban lanzando piedras a los peces, con la mala suerte de que Germán se resbaló y cayó al suelo fulminantemente, a causa de los golpes de su cabeza contra las rocas. En ese mismo instante Germán murió. A lo largo de la novela, Daniel nos presenta a algunos de los habitantes más ilustres del pueblo, como por ejemplo Quino, que desde la muerte de su mujer, cuida él solo a su hija Mariuca. Esta tal Mariuca está enamorada de Daniel, aunque él no siente nada por ella y siempre intenta librarse de encontrarse con ella. Otro de los personajes importantes para la historia es Gerardo, que tiene un huerto al que van a robar los muchachos. En ese momento aparece Mica, su hija, la cual les dice a los chicos que les dará dos piezas de fruta a cada uno si prometen no volver a robar. Así lo hacen, porque Daniel queda locamente enamorado de Mica, pero no le dice nada a nadie. Al cabo de un tiempo, un domingo cualquiera, después de misa, Daniel se atreve a confesar su amor por Mica y ella no le contesta, aunque le deja acompañarla hasta su casa. El protagonista de la novela comienza a pensar, entonces que, si se va a Madrid podría estudiar, trabajar y volver con dinero a su pueblo, de manera que no habrá nada que le impida estar con su amada. La noche antes de irse a Madrid a estudiar, Daniel recuerda la muerte de su mejor amigo Germán y eso le pone muy triste. Se pasa toda la noche en vela, recordando este momento y otros que han sucedido en el pueblo. El padre de Daniel le ha contado a todos los habitantes del pueblo que su hijo se va a la capital, así que a la mañana siguiente todo el mundo se acerca para despedirse y desearle mucha suerte. Esto provoca mucha tristeza e incertidumbre en el corazón de Daniel, que acepta temeroso el nuevo camino que le espera. Por eso, cuando comienza a caminar, las lágrimas le brotan de los ojos sin consuelo. En el fondo sabe que, a pesar de querer ser quesero como su padre, debe seguir su propio camino y forjarse él mismo su vida. Rut Blasco…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin_Waltz L_Adieu Youtube.com La mitad de la belleza depende del paisaje; y la otra mitad de la persona que la mira… Los más brillantes amaneceres; los más románticos atardeceres; los paraísos más increíbles; se pueden encontrar siempre en el rostro de las personas queridas. Cuando no hay lagos más claros y profundos que sus ojos; cuando no hay grutas de las maravillas comparables con su boca; cuando no hay lluvia que supere a su llanto; ni sol que brille más que su sonrisa…… La belleza no hace feliz al que la posee; sino a quien puede amarla y adorarla. Por eso es tan lindo mirarse cuando esos rostros se convierten en nuestros paisajes favoritos….…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach_Concerto for Two Violins Youtube.com Sí. Conocí al hombre a quien luego aconteció mucho acontecimiento. Tanto tuvo, pues, haberme ido en lo sucedido a aquel sujeto, en verdad, siempre digno de curiosidad y holgadas meditaciones, a causa del aire de espantadiza irregularidad de su modo de ser... La ciudad le tenía por loco, idiota o poco menos. A ser franco, diré que yo nunca le tuve en igual concepto. Yerro. Sí le tuve como anormal, pero sólo en virtud de poseer un talento grandeocéano y una auténtica sensibilidad de poeta. Cierta vez hasta almorzamos juntos en el hotel. Otra vez comimos. Y tomamos desayuno otro día. Y así durante cuatro o cinco meses seguidos, que vivió solo, por ausencia de los suyos del lugar. Lato humor el de nuestra mesa. Hasta las finas lozas pálidas y los cristales, sonríen con brillo inteligente en su límpida dentadura de turno. Un charlador endemoniado el señor Marcos Lorenz. Yo estaba lindo. A poco le llegué a tener cariño y a extrañarle harto, cuando faltaba al restorán. El señor Lorenz era soltero y no tenía hijo alguno. A la sazón contaba diez años, como enamorado de una aristocrática dama de la ciudad. Diez años. No sonriáis. Sí. El señor Lorenz amaba a su amada hacía una década. El mismo habíamelo declarado, así como también que ella, a pesar de no haber estado juntos jamás, lo sabía todo, y quizá, a su vez, le amaba un tanto, pues el señor Lorenz la escribía su cariño a menudo. Viejo amor flamante siempre aquél, vibrando día tras día, desde el mismo traste, desde el mismo sostenido en si bemol, hasta haberse evado en todos los oídos del distrito, donde nadie ignoraba semejante historia neoplatónica, a la que, desde la primera a la última página, exornaba un texto igual, con sólo ligeras variaciones tipográficas y, posiblemente, hasta gramaticales. ¡Viejo amor flamante siempre aquél! –¡Acaso me ama un poco!– repetíase en la mesa el señor Lorenz, ovalando un mordisco episcopal sobre el sabroso choclo de mayo, que deshacíase y lactaba, de puro tierno, entre los cuatro dígitos del tenedor argénteo. Porque, en verdad, mi excelente contertulio no parecía estar muy seguro de lo que sentiría por él la dama de su corazón. Tanto, que muchas veces, su tranquilidad ante esta incertidumbre, y la longevidad de semejantes relaciones estadizas, tornábanme descreído, y hacíanme pensar que todo no podía pasar acaso de un reverendísimo boato de vanidad inofensiva, de parte del señor Lorenz, ya que él era apenas un ciudadano más o menos herbolario, y ella un divino anélido de miel, hecho para volverle agua la boca al más ahíto de los salomones de la tierra. Mas vino prueba en contrario, una mañana en que ingresó el señor Lorenz al restorán. ¿Qué le pasaba al señor Lorenz? ¿Qué cara traía, tan a crespas facciones trabajada? –¿Algún borrón en la tela, amigo mío? –Nada –respondióme en un mugido– Sólo que acaba de pasar ella, acompañada de un bribón, de quien ya me han noticiado como novio suyo.... –¿Cómo? –aducíle sarcásticamente– ¿Y usted? ¿Y sus diez años de amor? El señor Lorenz salióme entonces al encuentro, pidiendo un antipasto de jamón del país y sardinas. Servido éste, añadió regocijado: –Parece estar mejor que el de ayer. Y, como si se vendase una ligera picazón de insecto, voceó: –¡Mozo! ¡Whisky! No obstante lo cual, notificado quedaba yo, con roja cédula de celos, que, verdaderamente, lo que el señor Lorenz sentía por aquella dama, era una pasión a todo cuadrante. No cabía duda. ¡Viejo amor flamante siempre el suyo! Una tarde leí, poco después, en uno de los diarios locales: Enlace concertado.– Ha quedado concertado el enlace del señor Walter Wolcot, con la señorita Nérida del Mar. ¡Pesia! ¡Pobre señor Lorenz! Qué amargas calabazas le florecían. Calabazas decenarias. Aquel divino anélido de miel iba a subjuntivar su áureo nombre aqueo, al rápido de trusts del bribón de quien ya habían noticiado al señor Lorenz, como prometido de Nérida. Terrible pesar sobrevino a mi amigo, como podrá suponerse, ante el anuncio de aquel matrimonio. Acabáronse las sobremesas plácidas; y las aguas de oro y los espumosos benedictines de antes, quizás sólo lloraban ahora, estancados en las pupilas de este nuevo José Matías, que, desde entonces, parecía estar siempre pronto a verter lágrimas de desesperación. Acabóse el buen humor que arcenara, en jocunda guardilla tornasol, la fraternal efusión de los almuerzos soleados y las florecidas cenas retardadas: pues, aun cuando el apetito por las buenas viandas arreciaba con fuerza mayor en el señor Lorenz, a raíz de su sétima caída romántica, quijarudo Pierrot punteaba ahora en su alma herida, ahora que los días y las noches le aporreaban con ocasos moscardados de recuerdos, y lunas amarillas de saudad. No volvió el señor Lorenz a decir palabra alguna sobre Nérida. Caviloso, callado, sólo de vez en tarde, enventanaba la taciturnidad del yantar, para estornudar algún versículo del Eclesiastés, entre cuyas cenizas aventaba, con aire confinado de orfandad, su desventura. Ante éste, que podría llamarse trágico palimpsesto de amor, tenté, en más de una ocasión, escarbar el secreto de sus pensares, a fin de ver si en algo podría yo aliviarle. Pero nada. Siempre que resolvíame a interrogarle, sentía al hombre trancarse a piedra y lacre, pecho adentro, para toda pregunta o confidencia. Luego, dos mil ciento sesentidós horas. Y un domingo al mediodía, la orquesta lanza una torreada marcha nupcial, entre las pilastras de rancias molduras provinciales, y bajo los domos iluminados del templo, cuyo altar mayor resplandece enguirnaldado de albos azahares goteantes de campo y de rocío. Veíase, por la pompa del cortejo, que eran Nérida y el señor Walter Wolcot, quienes, en tales instantes, recibían la bendición del Todopoderoso, en matrimonio; y que, a un tiempo mismo, el destino del muy amado señor Lorenz, calados el lúgubre clac de unto y los guantes negros, asistía al sepelio de diez sarcófagos ingrávidos, en cuyos labrados campos de azabache, habrían, decorados a la usanza etrusca, verdes ramas de miosotys florecido portadas por piérides mútilas y suplicantes; boscajes de rumorosas uvas vivas, bajo el cielo de puras anilinas anacreónticas; vientos encontrados desnudando árboles de otoño; y montañas de hielos eternos. Dentro de los diez sarcófagos, irían diez relojes difuntos... Y todo era así, en verdad. Los novios eran Nérida y el caballero de la cuádruple V: él, calvete prematuro, sanguinoso tipo congestionado de clubman empedernido que duerme hasta las tres de la tarde; grandes ojos engallados verdebotella, crónico gesto placentero, como si siempre estuviese celebrando algo; flamante traje de una cuasi mortuoria corrección británica. Ella... visiblemente pálida. ¿Y el otro?... ¡Oh espectáculo de impiedad y de heroísmo! El señor Marcos Lorenz también estaba allí. Le hallé alarmantemente demudado. El, a su vez, me vio, pero no pareció verme. Le saludé con una venia, y no me hizo caso. Muy cerca de la pareja, erguíase aquel hombre, rígido, petrificado en dantesca laceria. Monseñor, revestido de finísima pelliza de gran tono, mayaba, con voz enronquecida, el sagrado latín del sacramento. En los incensarios de plata antigua y cadenillas de oro, ardían los granos de resinas místicas. La orquesta por segunda vez doblaba la llave del sol de la partitura; y, sudoroso, el acólito, murmuraba como en sueños, de capítulo en capítulo sus sílabas rituales. De súbito, la triste desposanda hizo una extraña cosa. En el preciso momento en que el tonsurado la hacía la pregunta de promesa, alzó ella sus ardientes ojos de ámbar oscuro, inundados en febril humedad, y derecho fue a clavarlos en el otro, en el señor Lorenz. Tal, distraída por entero, no contesta. Algunos del cortejo, notan el inesperado silencio, y, siguiendo la dirección de la mirada de Nérida, la encontraron posada en el pobre José Matías. Y luego, todo como en la duración del relámpago, el señor Lorenz recibió aquella mirada, quebró bruscamente su rigidez tormentosa, de un solo tranco lanzóse hacia Nérida, arrollando a cuantos tropezó a su paso, y, con increíble destreza de ave rapaz, cogióla el rostro estupefacto, y la dio un beso furioso en toda su boca virgen, que entreabrióse como un surco... Luego, el señor Lorenz cayó pesadamente a tierra. Un revuelo de voces y una repentina parálisis en todos. Y quienes, en son de airada indignación, acercáronse al yacente besador, al inicuo intruso, oreja en pecho oyeron a la Muerte fatigada y sudorosa sentarse a descansar en el corazón ya helado de aquel hombre. ¡Pobre señor Lorenz! Sólo de esta manera, y en sólo este beso fugaz, frotado y encendido por el total de su vida, en la muerte, logró unir su carne a la carne de su amada, que ¡ay! acaso no le había amado nunca en este mundo. El desposorio quedó frustrado. Ciega polvareda interpúsose, a gran espesor, entre los que hubieran sido esposos. Nérida también había sufrido en tal instante, seria conmoción nerviosa, y, llevada al lecho de dolor, agravándose fue de segundo en segundo, para morir una hora después de la instantánea muerte del pobre José Matías... Y hoy, corridos ya algunos años, desde que abandonaran el mundo aquellas dos almas, en esta dorada mañana de enero, un niño fino y bello acaba de detenerse en la esquina de Belén, un niño extrañamente hermoso y melancólico. Pasa un ómnibus del cual bajan varios pasajeros. A uno de ellos, señorón de amplio aire mundano, se le cae el bastón. El niño, tan bello y, sobre todo, tan melancólico, gana a recoger la caída caña, enjoyada de oro rojo casi sangre, y se la entrega al dueño que no es otro sino el propio señor Walter Wolcot. Este advierte el rostro del pequeño, y sin saber por qué, sufre fuerte sobresalto. Vacila. Tartamudo agradece, por fin, la gentileza anónima, y, con desesperada vehemencia que lagrimea de misteriosa inquietud, pregunta al niño: –¿Cómo te llamas? El infante no responde. –¿Dónde vives? El infante no responde. –¿Cuántos años tienes? El infante no responde nada. –¿Tus padres?... El niño se pone a llorar.... Una mosca negra y fatigada viene y trata de posarse en la frente del señor Walter Wolcot, a punto en que éste se aleja del niño. Muy distante ya, se la espanta varias veces.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Mendelssohn Nocturno para 11 instrumentos de viento Youtube.com Escúchame, César, yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto, porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro y las lleva toda la vida, hasta que una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien, porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Escúchame. Vos eras raro, uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la Laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa. Y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Cuando entraste a primer año venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles ni romper faroles a cascotazos ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue, cuando uno es chico encuentra cualquier motivo para querer a la gente, sólo recuerdo que un día éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Un domingo hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta adiós, los novios, a vos se te puso la cara como fuego y yo me di vuelta puteándolo y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas. –Te lastimaste por mí, Abelardo. Cuando dijiste eso, sentí frío en la espalda. Yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas. –Soltame –dije. O a lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo, tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que en el fondo a ninguno de nosotros le importaba mucho, y alguna vez lo dije, dije que esas cosas no significan nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían, y uno también, César, acaba riéndose, acaba por reírse de macho que es y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo. Yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente, como quieren los que todavía están limpios. Eras un poco menor que nosotros y me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te explicaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil escuchar, contarte todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, una mirada rara, la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste: –Sabes, te admiro. No pude aguantar tus ojos. Mirabas de frente, como los chicos, y decías las cosas del mismo modo. Eso era. –Es un marica. –Qué va a ser un marica. –Por algo lo cuidas tanto. Supongo que alguna vez tuve ganas de decir que todos nosotros juntos no valíamos ni la mitad de lo que él, de lo que vos valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil y la risa fácil, y uno también acepta –uno también elige–, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche cuando vino el negro y habló de verle la cara a Dios y dijo me pasaron un dato. –Me pasaron un dato –dijo–, por las Quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso el César le ve la cara a Dios. Y yo dije macanudo. –César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas. –¿Con los muchachos? –Sí, qué tiene. Porque no sólo dije macanudo sino que te llevé engañado. Vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo. Alta entre los árboles. –Abelardo, vos lo sabías. –Callate y entra. –¡Lo sabías! –Entra, te digo. El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba como si nos midiera. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes. Siete por cinco, treinticinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca, nunca en mi vida me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra. El negro hizo punta. Yo sentía una pelota en el estómago, no me animaba a mirarte. Los demás hacían chistes brutales, anormalmente brutales, en voz de secreto; todos estábamos asustados como locos. A Aníbal le temblaba el fósforo cuando me dio fuego. –Debe estar sucia. Cuando el negro salió de la pieza venía sonriendo, triunfador, abrochándose la bragueta. Nos guiñó un ojo. –Pasa vos. –No, yo no. Yo después. Entró el colorado; después entró Aníbal. Y cuando salían, salían distintos. Salían hombres. Sí, ésa era exactamente la impresión que yo tenía. Entré yo. Cuando salí vos no estabas. –Dónde está César. –Disparó. Y el ademán –un ademán que pudo ser idéntico al del negro– se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio porque de pronto yo estaba fuera del rancho. –Vos también te asustaste, pibe. Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas. –Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue. –Agarró pa aya –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. Y el chico también dijo pa aya. Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas. –Lo sabías. –Volvé. –No puedo, Abelardo, te juro que no puedo. –Volvé, animal. –Por Dios que no puedo. –Volvé o te llevo a patadas en el culo. La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar; ensuciarte para olvidarse de aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando. –Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros. Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste. Cuando te ibas, todavía alcancé a decir: –Maricón. Maricón de mierda. Y después lo grité. Escúchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero, de golpe, un día necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escúchame. Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, no se lo vaya a contar a los otros. Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin_Polonaise in A flat Youtube.com El comisario de policía Semión Ilich Prachkin va de un lado a otro de su habitación, tratando de ahogar un sentimiento desagradable. La víspera había visitado al comandante militar por una cuestión del servicio, se había puesto a jugar a las cartas por pura casualidad y había perdido ocho rublos. La suma era insignificante, despreciable, pero el demonio de la avaricia y la codicia le reprochaba al oído ese despilfarro. —Ocho rublos… ¡No es mucho dinero! —decía Prachkin, tratando de acallar a aquel demonio—. Algunas personas pierden sumas mucho más considerables y no le conceden ninguna importancia. Además, el dinero siempre puede recuperarse… Basta con pasar por la fábrica o por la posada de Rílov para obtener ocho rublos, puede que incluso más. —“Es invierno… El campesino, solemnemente…” —lee con voz monótona en la habitación contigua Vania, el hijo del comisario—. “El campesino solemnemente… emprende el camino…”. —Además, siempre puedo tomarme la revancha… ¿Qué dice ese de “solemnemente”? —“El campesino, solemnemente, emprende el camino… emprende…”. —“Solemnemente…” —sigue cavilando Prachkin—. Si le hubieran dado diez azotes, no tendría un aire tan solemne. En lugar de tanta solemnidad, más le valdría pagar regularmente sus impuestos… Ocho rublos… ¡No es mucho dinero! No estamos hablando de ocho mil, siempre es posible recuperarlos… —“Su caballo, oliendo la nieve… oliendo la nieve, se lanza al trote con indolencia…”. —¡Solo bastaba que hubiera partido al galope! ¡Ni que fuera un pura sangre! ¡Un penco será siempre un penco! Lo que le gusta a ese campesino embrutecido y borracho es azotar a su caballo, y luego, si se mete en un agujero de hielo o cae rodando por un barranco, hay que ocuparse de él… ¡Como te atrevas a galopar, te voy a recetar un jarabe de palo que ni en cinco años se te olvida! ¿Por qué se me ocurriría salir con una carta tan baja? Si hubiera salido con el as de trébol, no me habría quedado sin el dos… —“Levantando vaporosos copos, vuela el osado carruaje… Levantando vaporosos copos…”. —“Levantando… levantando copos… copos…”. ¡Las tonterías que hay que oír! ¡Cómo les permitirán escribir esas cosas, Dios mío! ¡La culpa de todo la tuvo el diez! ¡En qué mal momento lo sacó ese diablo! —“Allí corre un muchacho de la aldea… Ha puesto en el trineo a su perro… a su perro…”. —Si corre y brinca será que tiene el estómago lleno… Y los padres ni siquiera piensan en ocupar al niño en alguna tarea. En lugar de pasear al perro, más le valdría estar cortando leña o leyendo los Evangelios… Y la cantidad de perros que crían… ¡No hay modo de circular, ni en coche ni a pie! No tendría que haberme sentado a jugar después de la cena… Debería haberme marchado nada más terminar… —“Le duele y se ríe, mientras su madre le amenaza… su madre le amenaza por la ventana…”. —Le amenaza, le amenaza… Lo que pasa es que le da pereza salir al patio y castigarlo… Deberías levantarle la pelliza y zumbarle. Vale más eso que amenazar con el dedo… Si no, ya verás cómo acaba haciéndose un borracho… ¿Quién ha escrito eso? —pregunta en voz alta Prachkin. —Pushkin, papá. —¿Pushkin? ¡Hum…! Algún chiflado, seguro. Se pasan el día con la pluma en la mano, pero ni ellos mismos entienden lo que escriben. ¡La cuestión es escribir! —¡Papá, ha venido un campesino con la harina! —grita Vania. —¡Cógela! Pero ni siquiera la harina consiguió animar a Prachkin. Cuanto más trataba de consolarse, más le dolía la pérdida. Le daba tanta pena de esos ocho rublos como si en verdad hubiera perdido ocho mil. Cuando Vania se aprendió la lección y se calló, Prachkin se acercó a la ventana y, lleno de pesar, fijó su triste mirada en las montoneras de nieve… Pero esa visión solo consiguió agravar su herida. Le recordaba su visita de la víspera al comandante militar. Se le revolvió la bilis; el corazón se le encogió… La necesidad de descargar en alguien su pena alcanzó tal grado que no admitía ninguna demora. No podía más… —¡Vania! —gritó—. ¡Ven aquí! ¡Tengo que darte unos azotes por el cristal que rompiste ayer! 1884…
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Literatura
1 Guy de Maupassant: Carta que se encontró a un ahogado 15:16
15:16
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15:16Voz: Manuel López Castilleja Música: Mozart_Piano Concerto 23_Adagio Youtube.com ¿Me pregunta usted, señora, si me burlo? ¿No puede usted creer que un hombre no haya sentido jamás amor? Pues bien: no, no he amado nunca, nunca. ¿De qué depende eso? No lo sé… Pero no he sentido jamás ese estado de embriaguez del corazón que llaman amor. Jamás he vivido en ese ensueño, en esa locura, en esa exaltación a que nos lanza la imagen de una mujer, ni me vi nunca perseguido, obsesionado, calenturiento, embebecido por la esperanza o la posesión de un ser convertido de pronto para mí en el más deseable de todos los encantos, en la más hermosa de todas las criaturas, más interesante que todo el universo. En mi vida he llorado ni he sufrido por ninguna de ustedes. Tampoco he pasado las noches en vela pensando en una mujer. No conozco ese despertar que su pensamiento y su recuerdo iluminan. No conozco tampoco la excitación enloquecedora del deseo, cuando se le espera, y la divina melancolía sentimental, cuando ella ha huido, dejando en el cuarto un perfume sutil de violeta y de carne. Jamás he amado. Muy a menudo me he preguntado a qué es esto debido y, verdaderamente, no lo sé muy bien. Aunque llegué a encontrar varias razones, se refieren a la metafísica, y no sé si las apreciará usted. Analizo demasiado a las mujeres para dejarme dominar por sus encantos. Pido a usted mil perdones por esta confesión que explicaré. Hay en toda criatura dos naturalezas diferentes: una moral y otra física. Para amar tendría que descubrir, entre esas dos naturalezas, una armonía que no hallé jamás. Siempre una de las dos hállase a mayor altura que la otra; unas veces la naturaleza física, y otras la moral. La inteligencia que tenemos el derecho de exigir a una mujer para amarla no tiene nada de común con la inteligencia viril. Es más y es menos. Es menester que una mujer tenga el entendimiento franco, delicado, sensible, fino, impresionable. No necesita dominio ni iniciativa en el pensamiento, pero es menester que tenga bondad, elegancia, ternura, coquetería y esa facultad de asimilación que en poco tiempo la hace semejante al hombre, cuya vida comparte. Su primerísima cualidad debe ser la sutileza, ese delicado sentido que es para el alma lo que el tacto es para el cuerpo. La revelan mil cosas insignificantes: los contornos, los ángulos y las formas en el orden intelectual. Las mujeres bonitas, en general, no tienen una inteligencia en consonancia con su persona. A mí, el menor defecto de concordia me hiere la vista al primer momento. Esto no tiene importancia en la amistad, que es un pacto en el cual se transige con los defectos y las cualidades. Se puede, al juzgar a un amigo o a una amiga, dándose cuenta de sus buenas condiciones, prescindir de las malas y apreciar con exactitud su valor, abandonándose a una simpatía íntima, profunda y encantadora. Para amar, hay que ser ciego, entregarse completamente, no ver nada, no razonar, no comprender. Hay que hallarse dispuesto a adorar las debilidades tanto como las bellezas y, para esto, renunciar a todo juicio, a toda reflexión, a toda perspicacia. Soy incapaz de cegarme hasta ese punto y muy rebelde a la seducción no razonada. Pero no es esto todo. Tengo tan elevado concepto de la armonía, que nada realizará nunca mi ideal. ¡Va usted a tacharme de loco! Escúcheme. Una mujer, a mi juicio, puede tener un alma deliciosa y un cuerpo encantador, sin que su alma y su cuerpo estén perfectamente de acuerdo. Quiero decir que las personas que tienen la nariz de una forma especial no pueden pensar de cierto modo. Los gruesos no tienen el derecho de usar las mismas palabras que los delgados. Señora: usted, que tiene los ojos azules, no puede observar la existencia, juzgar las cosas y los acontecimientos como si tuviera los ojos negros. Los matices de su mirada deben corresponder fatalmente con los matices de su pensamiento. Para comprender todo esto tengo el olfato de un perro perdiguero. Ríase si le place, pero es tal como lo digo. Creí, sin embargo, haber amado un día durante una hora. Me dejé dominar tontamente por la influencia de las circunstancias que nos rodeaban. Me había dejado seducir por un espejismo boreal. ¿Quiere usted que le refiera esta historia? Una noche me tropecé con una encantadora personita, muy exaltada, la cual, para satisfacer una fantasía poética, quería pasar la noche conmigo en una lancha, en medio del río; yo hubiera preferido un cuarto y una cama, pero, a pesar de todo, acepté la barca y el río. Estábamos en el mes de junio. Mi amiga había escogido una noche de luna para dar rienda suelta a su exaltación. Comimos en un ventorrillo, a la orilla del agua, y a las diez nos embarcamos. La aventura me parecía estúpida; pero como mi compañera me gustaba, no me enfadé. Sentándome en el banco frente a ella, cogí los remos y partimos. No podía negar que el espectáculo era encantador. Bordeábamos una isla montañosa, llena de ruiseñores, y la corriente nos impulsaba rápidamente por el agua, cubierta de reflejos plateados. Por doquiera oíamos el grito monótono y claro de los sapos; croaban las ranas en las orillas, y los rumores del agua corriente formaban alrededor nuestro un sonido confuso, casi imperceptible, inquietante, que nos daba una vaga sensación de miedo misterioso. El encanto de las noches cálidas y de las aguas brillantes con el reflejo de la luna nos invadía. Daba gusto vivir y, navegando de aquel modo, soñar y sentir al lado de una mujer tierna y hermosa. Encontrábame algo conmovido, emocionado, embriagado por la claridad de la luna y con la obsesión de mi compañera. “Siéntese usted a mi lado”, me dijo. Obedecí. Ella repuso: “Dígame versos”. Pareciéndome demasiado, me negué a complacerla. Insistió. Decididamente le gustaban las cosas por todo lo alto; quería que se tocara la cuerda del sentimiento a toda orquesta, desde la luna hasta la rima. Acabé por ceder y le recité, por burla, una deliciosa composición de Luis Bouilhet, cuyas estrofas dicen: Odio ante todo al lagrimoso vate que frente al estrellado firmamento musita un nombre, al que sin Lisa o Juana le parece vacío el universo. ¡Oh, qué graciosa gente la que cuelga faldas sobre la fronda de los llanos, y en la verde colina cofias blancas para que el mundo tenga algún encanto! ¿Qué sabe de la música divina, vibrante voz de la Natura eterna, quién no gusta de ir solo en las cañadas y al susurrar del bosque sueña en hembras? Creí que se enfadaría, mas no fue así. -¡Qué verdad es eso! -murmuró. Quedeme estupefacto. ¿Habría comprendido? Poco a poco nuestra barca se acercó a la orilla, penetrando bajo un sauce, que la detuvo. Cogiendo a mí compañera por el talle, acerqué con dulzura los labios a su cuello. Pero me rechazó con un movimiento irritado y brusco, diciendo: -¡Suélteme! ¡Es usted un grosero! Procuré atraerla. Ella se defendía y, agarrándose al árbol, por poco vamos al agua. Juzgué prudente desistir de mis pretensiones. Entonces ella dijo: -Le ruego que siga remando. ¡Estoy tan bien aquí! ¡Sueño! ¡Es tan agradable! Después, con un poco de ironía en el acento, añadió: -¿Tan pronto ha olvidado usted los versos que acaba de recitar? Era justo. Callé. -Vamos, reme usted -me dijo, y cogí de nuevo los remos. Empezaba a parecerme la noche muy larga, y ridícula mi actitud. Mi compañera me preguntó: -¿Quiere usted hacerme una promesa? -Sí. ¿Cuál? -Permanecer tranquilo y correcto, discretamente, mientras yo… -¿Qué? -Verá usted. Quisiera echarme en el fondo de la barca, a su lado, mirando las estrellas. -Comprendo -exclamé. -No, no comprende usted -replicó ella-. Vamos a echarnos uno al lado del otro; pero le prohíbo que me toque, que me abrace; en fin…, que…, que me acaricie… Prometí. Entonces ella advirtió: -Si hace usted un movimiento inconveniente, haré zozobrar la barca. Y nos echamos en el suelo, uno al lado del otro. Los vagos balanceos de la canoa nos mecían. Los ligeros rumores de la noche, llegando más distintos al fondo de la embarcación, nos hacían vibrar, estremeciéndonos. ¡Sentía crecer en mí una extraña y punzante emoción, una ternura infinita, algo como una necesidad de abrir los brazos para estrechar en ellos alguna cosa, y el corazón para amar, de entregarme a alguien, de entregar mis pensamientos, mi cuerpo, mi vida, todo mi ser! Mi compañera murmuró como en un sueño: -¿En dónde estamos? ¿Dónde vamos que parece que abandono este mundo? ¡Qué dulzura más grande! ¡Oh! Si me amara usted… un poco. El corazón me latía con violencia. Nada pude responder; me pareció que la amaba. No sentía ningún deseo violento. Estaba muy bien de aquel modo a su lado; me parecía suficiente aquello. Y permanecimos largo rato, largo rato, inmóviles. Nos habíamos cogido una mano; una fuerza misteriosa nos contenía: una fuerza desconocida, superior, una alianza pura, íntima, absoluta de nuestros cuerpos que eran el uno del otro sin tocarse. ¿Qué significaba aquello? ¿Lo sé yo? ¿Amor quizá? El día clareaba poco a poco. Eran las tres de la madrugada. Lentamente una inmensa claridad invadía el cielo. La canoa tropezó con algo. Me incorporé: habíamos llegado a un islote. Permanecía en éxtasis, encantado. Frente a nosotros, en toda la extensión, el firmamento se iluminaba de un rojo violáceo, salpicado de nubes entrelazadas semejantes a un humo dorado. El río estaba de color purpúreo y tres casas de la orilla parecían arder. Inclineme hacia mi compañera para decirle: -Mire usted. Pero me callé de pronto enloquecido y solamente la vi a ella. También ella estaba bañada en la luz rosada, un rosa de carne mezclado con un poco del matiz del cielo. Sus cabellos eran de color de rosa, de color de rosa eran también sus ojos y sus dientes, su traje, sus encajes, su sonrisa. Todo era del color de rosa. Y tan enloquecido estaba que creí tener a la aurora ante mí. Se levantó dulcemente tendiéndome sus labios. Inclineme hacia ellos, estremecido, delirante; sintiendo muy bien que iba a besar el cielo, la dicha, un sueño convertido en mujer, un ideal descendido a la humanidad. Pero entonces ella me dijo: -Tiene usted una oruga en el pelo. ¡Y por esto sonreía! Me pareció que había recibido un fuerte golpe en la cabeza. De pronto sentime como si hubiera perdido toda la esperanza que tenía en el mundo. Esto es todo, señora. Es pueril, tonto, estúpido. Desde ese día creo que no amaré jamás… Pero… ¿quién sabe? [El joven sobre cuyo cuerpo se halló esta carta fue sacado ayer del Río Sena, entre Bougival y Marly. Un marinero compasivo, que lo había registrado para saber su nombre, presentó el papel que acabamos de copiar.]…
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Literatura
Voz: Manuel López Castilleja El camino es la tercera obra del escritor español Miguel Delibes y fue publicada en 1950. La novela está ambientada en la España rural de la época de la posguerra y, aunque no haya referencias geográficas, es fácil identificar los paisajes con los de Cantabria, concretamente en el pueblo de Molledo, donde el autor pasaba sus vacaciones cuando era un niño. Daniel, o también conocido como "el mochuelo" es un niño de 11 años que vive en un pueblecito de las montañas. Sus padres trabajan como queseros y sus dos mejores amigos son Roque “el Moñigo” y Germán “el Tiñoso”. Los 3 amigos siempre van juntos a todas partes y disfrutan de la vida y de hacer alguna que otra trastada. Su amigo Germán sabe mucho de pájaros y Roque es el más fuerte del grupo. Como Daniel es el más tímido y callado se siente muy a gusto con ambos. De este modo transcurre la vida en el pueblo. Las más cotillas del pueblo son "las Guindillas", que se enteran de todo lo que pasa. Las llaman así porque están rojas como un tomate y delgadas como un palo. Todo sigue tranquilo hasta un día trágico en el que su amigo Germán muere. Germán muere en una caída, mientras jugaba con sus amigos en el valle. Los tres estaban lanzando piedras a los peces, con la mala suerte de que Germán se resbaló y cayó al suelo fulminantemente, a causa de los golpes de su cabeza contra las rocas. En ese mismo instante Germán murió. A lo largo de la novela, Daniel nos presenta a algunos de los habitantes más ilustres del pueblo, como por ejemplo Quino, que desde la muerte de su mujer, cuida él solo a su hija Mariuca. Esta tal Mariuca está enamorada de Daniel, aunque él no siente nada por ella y siempre intenta librarse de encontrarse con ella. Otro de los personajes importantes para la historia es Gerardo, que tiene un huerto al que van a robar los muchachos. En ese momento aparece Mica, su hija, la cual les dice a los chicos que les dará dos piezas de fruta a cada uno si prometen no volver a robar. Así lo hacen, porque Daniel queda locamente enamorado de Mica, pero no le dice nada a nadie. Al cabo de un tiempo, un domingo cualquiera, después de misa, Daniel se atreve a confesar su amor por Mica y ella no le contesta, aunque le deja acompañarla hasta su casa. El protagonista de la novela comienza a pensar, entonces que, si se va a Madrid podría estudiar, trabajar y volver con dinero a su pueblo, de manera que no habrá nada que le impida estar con su amada. La noche antes de irse a Madrid a estudiar, Daniel recuerda la muerte de su mejor amigo Germán y eso le pone muy triste. Se pasa toda la noche en vela, recordando este momento y otros que han sucedido en el pueblo. El padre de Daniel le ha contado a todos los habitantes del pueblo que su hijo se va a la capital, así que a la mañana siguiente todo el mundo se acerca para despedirse y desearle mucha suerte. Esto provoca mucha tristeza e incertidumbre en el corazón de Daniel, que acepta temeroso el nuevo camino que le espera. Por eso, cuando comienza a caminar, las lágrimas le brotan de los ojos sin consuelo. En el fondo sabe que, a pesar de querer ser quesero como su padre, debe seguir su propio camino y forjarse él mismo su vida. Rut Blasco…
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Literatura
1 Antonio Machado: A don Francisco Giner de los Ríos 1:44
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1:44Voz: Manuel López Castilleja Música: Scarlatti-Sonata L366 Youtube.com Como se fue el maestro, la luz de esta mañana me dijo: Van tres días que mi hermano Francisco no trabaja. ¿Murió?... Sólo sabemos que se nos fue por una senda clara, diciéndonos: Hacedme un duelo de labores y esperanzas. Sed buenos y no más, sed lo que he sido entre vosotros: alma. Vivid, la vida sigue, los muertos mueren y las sombras pasan; lleva quien deja y vive el que ha vivido. ¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas! Y hacia otra luz más pura partió el hermano de la luz del alba, del sol de los talleres, el viejo alegre de la vida santa. ... ¡Oh, sí!, llevad, amigos, su cuerpo a la montaña, a los azules montes del ancho Guadarrama. Allí hay barrancos hondos de pinos verdes donde el viento canta. Su corazón repose bajo una encina casta, en tierra de tomillos, donde juegan mariposas doradas... Allí el maestro un día soñaba un nuevo florecer de España. (Baeza, 21 de febrero de 1915)…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Schubert - Serenade Youtube.com Alguien regaló a Camila Ersky, el día que cumplió veinte años, una pulsera de oro con una rosa de rubí. Era una reliquia de familia. La pulsera le gustaba y sólo la usaba en ciertas ocasiones, cuando iba a alguna reunión o al teatro, a una función de gala. Sin embargo, cuando la perdió, no compartió con el resto de la familia, el duelo de su pérdida. Por valiosos que fueran, los objetos le parecían reemplazables. Sólo apreciaba a las personas, a los canarios que adornaban su casa y a los perros. A lo largo de su vida, creo que lloró por la desaparición de una cadena de plata, con una medalla de la virgen de Luján, engarzada en oro, que uno de sus novios le había regalado. La idea de ir perdiendo las cosas, esas cosas que fatalmente perdemos, no la apenaba como al resto de su familia o a sus amigas, que eran todas tan vanidosas. Sin lágrimas había visto su casa natal despojarse, una vez por un incendio, otra vez por un empobrecimiento, ardiente como un incendio, de sus más preciados adornos (cuadros, mesas, consolas, biombos, jarrones, estatuas de bronce, abanicos, niños de mármol, bailarines de porcelana, perfumeros en forma de rábanos, vitrinas enteras con miniaturas, llenas de rulos y de barbas), horribles a veces pero valiosos. Sospecho que su conformidad no era un signo de indiferencia y que presentía con cierto malestar que los objetos la despojarían un día de algo muy precioso de su juventud. Le agradaban tal vez más a ella que a las demás personas que lloraban al perderlos. A veces los veía. Llegaban a visitarla como personas, en procesiones, especialmente de noche, cuando estaba por dormirse, cuando viajaba en tren o en automóvil, o simplemente cuando hacía el recorrido diario para ir a su trabajo. Muchas veces le molestaban como insectos: quería espantarlos, pensar en otras cosas. Muchas veces por falta de imaginación se los describía a sus hijos, en los cuentos que les contaba para entretenerlos, mientras comían. No les agregaba ni brillo, ni belleza, ni misterio: no hacía falta. Una tarde de invierno volvía de cumplir unas diligencias en las calles de la ciudad y al cruzar una plaza se detuvo a descansar en un banco. ¡Para qué imaginar Buenos Aires! Hay otras ciudades con plazas. Una luz crepuscular bañaba las ramas, los caminos, las casas que la rodeaban; esa luz que aumenta a veces la sagacidad de la dicha. Durante un largo rato miró el cielo, acariciando sus guantes de cabritilla manchados; luego, atraída por algo que brillaba en el suelo, bajó los ojos y vio, después de unos instantes, la pulsera que había perdido hacía más de quince años. Con la emoción que produciría a los santos el primer milagro, recogió el objeto. Cayó la noche antes que resolviera colocar como antaño en la muñeca de su brazo izquierdo la pulsera. Cuando llegó a su casa, después de haber mirado su brazo, para asegurarse de que la pulsera no se había desvanecido, dio la noticia a sus hijos, que no interrumpieron sus juegos, y a su marido, que la miró con recelo, sin interrumpir la lectura del diario. Durante muchos días, a pesar de la indiferencia de los hijos y de la desconfianza del marido, la despertaba la alegría de haber encontrado la pulsera. Las únicas personas que se hubieran asombrado debidamente habían muerto. Comenzó a recordar con más precisión los objetos que habían poblado su vida; los recordó con nostalgia, con ansiedad desconocida. Como en un inventario, siguiendo un orden cronológico invertido, aparecieron en su memoria la paloma de cristal de roca, con el pico y el ala rotos; la bombonera en forma de piano; la estatua de bronce, que sostenía una antorcha con bombitas de luz; el reloj de bronce; el almohadón de mármol, a rayas celestes, con borlas; el anteojo de larga vista, con empuñadura de nácar; la taza con inscripciones y los monos de marfil, con canastitas llenas de monitos. Del modo más natural para ella y más increíble para nosotros, fue recuperando paulatinamente los objetos que durante tanto tiempo habían morado en su memoria. Simultáneamente advirtió que la felicidad que había sentido al principio se transformaba en malestar, en un temor, en una preocupación. Apenas miraba las cosas, de miedo de descubrir un objeto perdido. Desde la estatua de bronce con la antorcha que iluminaba la entrada de la casa, hasta el dije con el corazón atravesado con una flecha, mientras Camila se inquietaba, tratando de pensar en otras cosas, en los mercados, en las tiendas, en los hoteles, en cualquier parte, los objetos aparecieron. La muñeca cíngara y el calidoscopio fueron los últimos. ¿Dónde encontró estos juguetes, que pertenecían a su infancia? Me da vergüenza decirlo, porque ustedes, lectores, pensarán que sólo busco el asombro y que no digo la verdad. Pensarán que los juguetes eran otros parecidos a aquéllos y no los mismos, que forzosamente no existirá una sola muñeca cíngara en el mundo ni un solo calidoscopio. El capricho quiso que el brazo de la muñeca estuviera tatuado con una mariposa en tinta china y que el calidoscopio tuviera, grabado sobre el tubo de cobre, el nombre de Camila Ersky. Si no fuera tan patética, esta historia resultaría tediosa. Si no les parece patética, lectores, por lo menos es breve, y contarla me servirá de ejercicio. En los camarines de los teatros que Camila solía frecuentar, encontró los juguetes que pertenecían, por una serie de coincidencias, a la hija de una bailarina que insistió en canjeárselos por un oso mecánico y un circo de material plástico. Volvió a su casa con los viejos juguetes envueltos en un papel de diario. Varias veces quiso depositar el paquete, durante el trayecto, en el descanso de una escalera o en el umbral de alguna puerta. No había nadie en su casa. Abrió la ventana de par en par, aspiró el aire de la tarde. Entonces vio los objetos alineados contra la pared de su cuarto, como había soñado que los vería. Se arrodilló para acariciarlos. Ignoró el día y la noche. Vio que los objetos tenían caras, esas horribles caras que se les forman cuando los hemos mirado durante mucho tiempo. A través de una suma de felicidades Camila Ersky había entrado, por fin, en el infierno.…
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Literatura
Voz: Manuel López Castilleja Música: Tárrega_Rosita Youtube.com Los fantasmas, acomodándose a las nuevas circunstancias, empiezan a aficionarse a la mecánica. En el domicilio del marqués de Ely, en Hove, cerca de Brighton, Londres, ha hecho su misteriosa aparición un fantasma que no es tan misterioso por ser fantasma como por ser un fantasma exclusivamente fotogénico. En su departamento particular, el joven marqués -25 años- tomó con luz artificial la fotografía de una amiga, convencido de que estaba solo con ella. Pero la fotografía reveló que el marqués se equivocaba: además de ellos, había un fantasma en la habitación. Un fantasma que nadie ha conocido personalmente sino en fotografía, y que por consiguiente nadie puede decir cómo es en realidad, pues no hay testimonio de que el conflictivo, original y modernizado espectro sea igual o por lo menos parecido a sus retratos.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach - Prelude in C Major Youtube.com ¿Con qué puedo retenerte? Te ofrezco estrechas calles, atardeceres desesperados, la luna de los suburbios derruidos. Te ofrezco la amargura de un hombre que ha visto mucho tiempo la luna solitaria. Te ofrezco mis ancestros, mis hombres muertos, los fantasmas que los vivos han honrado en bronce: el padre de mi padre muerto en la frontera de Buenos Aires, dos balas atravesaron sus pulmones, barbado y muerto, fue envuelto por sus soldados en cuero de vaca; el abuelo de mi madre—con tan sólo veinticuatro años—encabezando una cargada de trescientos hombres en Perú, ahora fantasmas en caballos esfumados. Te ofrezco cualquier acierto que mis libros puedan encerrar, cualquier virilidad o humor en mi vida. Te ofrezco la lealtad de un hombre que nunca ha sido leal. Te ofrezco el centro de mí mismo que salvé de algún modo—el corazón central que no utiliza palabras, no trafica con sueños y está intocado por el tiempo, por la desdicha, por las adversidades. Te ofrezco el recuerdo de una rosa amarilla vista al atardecer, años antes de que nacieras. Te ofrezco explicaciones de ti mismo, teorías sobre ti mismo, auténticas y sorprendentes noticias de ti mismo. Te puedo dar mi soledad, mi oscuridad, el hambre de mi corazón; trato de sobornarte con la incertidumbre, con el peligro, con la derrota.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Albinoni_Adagio Youtube.com Los que mienten hacen gimnasia con el lenguaje para estatuarlo a sus objetivos. Urden discursos que levantan fronteras, pozas cenagosas, y no puentes, y no arroyos, y no fuentes. Los que mienten se erigen en dueños del sol y del aire que respiramos. Dueños de qué decir [qué callar], qué preguntar [qué responder], monstruos que traban lenguas: [el que tuvo, retuvo; no hay paz sin guerra]; multiplican y salvaguardan lo privado con democráticas privaciones para el pueblo contribuyente, y renombran este orbe falaz esculpido en la noche. Conniven con cetros, tiaras y cheques, y su artera voz de mando sacude tempestades. Se doblega la humildad, domestican voluntades, blanquean argucias, intoxican el planeta. Incendian selvas y nos venden nubes tras un techo de cristal. Los que mienten acumulan bruma metálica entre las uñas, mercadean bulas, siembran ortigas y legañas en la sangre de hombres buenos y esparcen el frío que reseca las gargantas, enmudeciéndolas. De todo lo que existe embarullan (como si fueran lo mismo) el precio y el valor. La ética depende del índice bursátil; la moral viste chubasquero impermeable. Filtran sus patrañas en noticias oficiales. Son los patronos del teatro: remuneran a guionistas y actores en la comparsa de «las cosas son así». El mando del mundo se traduce en convencer para vencer: pan y circo. Los que mienten desayunan pétalos de amapola con hígado de buey, esnifan marfil en la trastienda de bancos, juzgados, saraos y palcos deportivos, y defecan veneno en sus cuerdas de titiritero. Trabajan a destajo y sin piedad como registradores de su propiedad: tierra, agua, animales, personas poseen. Chantajean, amenazan, manipulan, endulzan con eufemismos (tercer mundo, políticas de austeridad, guerra preventiva) la muerte de inocentes (daños colaterales), y esconden su cuchillo entre la maleza de la letra pequeña a pie de página. No matan = Dejan morir. El paraíso se compra con tarjetas black y las puertas del infierno se abren con una tecla. Las estadísticas y las evidencias actúan como un negocio. Especulación alfabética. Depredadores del capital. Canibalismo textual: quien escribe la historia domina la Historia. Mensajes que esconden podredumbre, muerte, miseria, dolor… En el basural bailan las víctimas del poder de la palabra lanzada por los que ostentan el poder de decidir sobre la vida. Babel es una puta comprada por diez dólares, engalanada de tecnicismos, de carmín sangriento y tacones de aguja y bisturí. Facundias retóricas emputecidas. Manos y risas emputecidas. Emputecido el aire, la hierba, la hogaza y el sudor. Los que mienten arrasan testimonios, conspiran, ensucian [reescriben] nuestra biografía carnal, se beben la luz de los biberones y en ellos eyaculan su semilla abyecta. Envilecen los significados; ceban ratas en los callejones de la semántica; tergiversan matices; descerrajan juramentos, y ofertas y quimeras prometen para arrojarnos su despreciable sinrazón. Podan la gramática, tildan zurdo por sini(e)stro, encarcelan ruiseñores, sobornan a rapsodas y a reporteros, corrompen alimentos, suelos, sueldos y sueños. Atropellan sin freno, retuercen el pescuezo de la ley a su antojo y la represión del verbo es su bandera. Se vanaglorian de inmunidad e impunidad. Engordan su currículo con galardones de ceniza: máster en licantropía y márquetin. Los que mienten maquinan crisis económicas para tapar desfalcos; retozan con preferentes, fondos buitre y amnistía fiscal; asesinan (sin rastro ni rostro) a justos y pecadores, todos consumidores; engendran violencias para justificar represiones; ganancias son ganancias: el fin justifica los miedos. Los que mienten viven siete vidas, miles de vidas, millones de vidas, pues vampirizan las posibilidades y el oxígeno de los que menos tienen. Son garrapatas (chupaeuros, chupacerebros) que absorben el mundo, nuestro mundo [nuestro precioso mundo] como quien bebe el último trago de agua sobre la tierra y escupe su gargajo al aire. No te engañes: no hay moneda que no tenga cara y cruz. (Lola López Martín,"Con la hiel en los labios", Editorial Ultramarina Cartonera & Digital, Sevilla, 2023)…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Saint-Saëns_The Swan Youtube.com A Max Daireaux 1 Amo las cosas que nunca tuve con las otras que ya no tengo: Yo toco un agua silenciosa, parada en pastos friolentos, que sin un viento tiritaba en el huerto que era mi huerto. La miro como la miraba; me da un extraño pensamiento, y juego, lenta, con esa agua como con pez o con misterio. 2 Pienso en umbral donde dejé pasos alegres que ya no llevo, y en el umbral veo una llaga llena de musgo y de silencio. 3 Me busco un verso que he perdido que a los siete años me dijeron. Fue una mujer haciendo el pan y yo su santa boca veo. 4 Viene un aroma roto en ráfagas; soy muy dichosa si lo siento; de tal delgado no es aroma, siendo el olor de los almendros. Me vuelve niños los sentidos: le busco un nombre y no lo acierto, y huelo el aire y los lugares buscando almendros que no encuentro. 5 Un río suena siempre cerca. Ha cuarenta años que lo siento. Es canturía de mi sangre o bien un ritmo que me dieron. O el río Elqui de mi infancia que me repecho y me vadeo. Nunca lo pierdo; pecho a pecho, como dos niños nos tenemos. 6 Cuando sueño la Cordillera, camino por desfiladeros, y voy oyéndoles, sin tregua, un silbo casi juramento. 7 Veo al remate del Pacífico amoratado mi archipiélago, y de una isla me ha quedado y de una isla me ha quedado un olor acre de alción muerto... 8 Un dorso, un dorso grave y dulce, remata el sueño que yo sueño. Es al final de mi camino y me descanso cuando llego. Es tronco muerto o es mi padre, el vago dorso ceniciento. Yo no pregunto, no lo turbo. Me tiendo junto, callo y duermo. 9 Amo una piedra de Oaxaca o Guatemala, a que me acerco, roja y fija como mi cara y cuya grieta da un aliento. Al dormirme queda desnuda; no sé por qué yo la volteo. Y tal vez nunca la he tenido y es mi sepulcro lo que veo...…
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Literatura
Voz: Manuel López Castilleja El camino es la tercera obra del escritor español Miguel Delibes y fue publicada en 1950. La novela está ambientada en la España rural de la época de la posguerra y, aunque no haya referencias geográficas, es fácil identificar los paisajes con los de Cantabria, concretamente en el pueblo de Molledo, donde el autor pasaba sus vacaciones cuando era un niño. Daniel, o también conocido como "el mochuelo" es un niño de 11 años que vive en un pueblecito de las montañas. Sus padres trabajan como queseros y sus dos mejores amigos son Roque “el Moñigo” y Germán “el Tiñoso”. Los 3 amigos siempre van juntos a todas partes y disfrutan de la vida y de hacer alguna que otra trastada. Su amigo Germán sabe mucho de pájaros y Roque es el más fuerte del grupo. Como Daniel es el más tímido y callado se siente muy a gusto con ambos. De este modo transcurre la vida en el pueblo. Las más cotillas del pueblo son "las Guindillas", que se enteran de todo lo que pasa. Las llaman así porque están rojas como un tomate y delgadas como un palo. Todo sigue tranquilo hasta un día trágico en el que su amigo Germán muere. Germán muere en una caída, mientras jugaba con sus amigos en el valle. Los tres estaban lanzando piedras a los peces, con la mala suerte de que Germán se resbaló y cayó al suelo fulminantemente, a causa de los golpes de su cabeza contra las rocas. En ese mismo instante Germán murió. A lo largo de la novela, Daniel nos presenta a algunos de los habitantes más ilustres del pueblo, como por ejemplo Quino, que desde la muerte de su mujer, cuida él solo a su hija Mariuca. Esta tal Mariuca está enamorada de Daniel, aunque él no siente nada por ella y siempre intenta librarse de encontrarse con ella. Otro de los personajes importantes para la historia es Gerardo, que tiene un huerto al que van a robar los muchachos. En ese momento aparece Mica, su hija, la cual les dice a los chicos que les dará dos piezas de fruta a cada uno si prometen no volver a robar. Así lo hacen, porque Daniel queda locamente enamorado de Mica, pero no le dice nada a nadie. Al cabo de un tiempo, un domingo cualquiera, después de misa, Daniel se atreve a confesar su amor por Mica y ella no le contesta, aunque le deja acompañarla hasta su casa. El protagonista de la novela comienza a pensar, entonces que, si se va a Madrid podría estudiar, trabajar y volver con dinero a su pueblo, de manera que no habrá nada que le impida estar con su amada. La noche antes de irse a Madrid a estudiar, Daniel recuerda la muerte de su mejor amigo Germán y eso le pone muy triste. Se pasa toda la noche en vela, recordando este momento y otros que han sucedido en el pueblo. El padre de Daniel le ha contado a todos los habitantes del pueblo que su hijo se va a la capital, así que a la mañana siguiente todo el mundo se acerca para despedirse y desearle mucha suerte. Esto provoca mucha tristeza e incertidumbre en el corazón de Daniel, que acepta temeroso el nuevo camino que le espera. Por eso, cuando comienza a caminar, las lágrimas le brotan de los ojos sin consuelo. En el fondo sabe que, a pesar de querer ser quesero como su padre, debe seguir su propio camino y forjarse él mismo su vida. Rut Blasco…
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Literatura
Voz: Manuel López Castilleja Música: Tárrega_Adelita Youtube.com Un soldado argentino que regresaba de las Islas Malvinas al término de la guerra llamó a su madre por teléfono desde el Regimiento I de Palermo en Buenos Aires y le pidió autorización para llevar a casa a un compañero mutilado cuya familia vivía en otro lugar. Se trataba —según dijo— de un recluta de 19 años que había perdido una pierna y un brazo en la guerra, y que además estaba ciego. La madre, aunque feliz del retorno de su hijo con vida, contestó horrorizada que no sería capaz de soportar la visión del mutilado, y se negó a aceptarlo en su casa. Entonces el hijo cortó la comunicación y se pegó un tiro.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin_Nocturne 48 N1 in C Minor Youtube.com Aquel día, un harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizá un poeta, llegó, bajo la sombra de los altos álamos, a la gran calle de los palacios, donde hay desafíos de soberbia entre el ónix y el pórfido, el ágata y el mármol, en donde las altas columnas, los hermosos frisos, las cúpulas doradas, reciben la caricia pálida del sol moribundo. Había tras los vidrios de las ventanas, en los vastos edificios de la riqueza, rostros de mujeres gallardas y de niños encantadores. Tras las rejas se adivinaban extensos jardines, grandes verdores salpicados de rosas y ramas que se balanceaban acompasada y blandamente como bajo la ley de un ritmo. Y allá en los grandes salones, debía de estar el tapiz purpurado y lleno de oro, la blanca estatua, el bronce chino, el tibor cubierto de campos azules y de arrozales tupidos, la gran cortina recogida como una falda, ornada de flores opulentas, donde el ocre oriental hace vibrar la luz en la seda que resplandece. Luego, las lunas venecianas, los palisandros y los cedros, los nácares y los ébanos, y el piano negro y abierto que ríe mostrando sus teclas como una linda dentadura; y las arañas cristalinas, donde alzan las velas profusas la aristocracia de su blanca cera. ¡Oh, y más allá! Más allá el cuadro valioso, dorado por el tiempo, el retrato que firma Durand o Bounat, y las preciosas acuarelas en que el tono rosado parece que emerge de un cielo puro y envuelve la hiedra en una onda dulce desde el lejano horizonte hasta la hiedra trémula y humilde. Y más allá… Muere la tarde. Llega a las puertas del palacio un carruaje flamante y charolado. Baja una pareja y entra con tal soberbia en la mansión, que el mendigo piensa: decididamente, el aguilucho y su hembra van al nido. El tronco, ruidoso y azogado, a un golpe de látigo, arrastra el carruaje haciendo relampaguear las piedras. Noche. Entonces en aquel cerebro de loco, que ocultaba un sombrero raído, brotó como el germen de una idea que pasó al pecho y fue opresión, y llegó a la boca hecho himno que le encendía la lengua y hacía entrechocar los dientes. Fue la visión de todos los mendigos, de todos los suicidas, de todos los borrachos, del harapo y de la llaga, de todos los que viven -¡Dios mío!- en perpetua noche, tanteando la sombra, cayendo al abismo, por no tener un mendrugo para llenar el estómago. Y después la turba feliz, el lecho blando, la trufa y el áureo vino que hierve, el raso y el muaré que con su roce ríen; el novio rubio y la novia morena cubierta de pedrería y blonda; y el gran reloj que la suerte tiene para medir la vida de los felices opulentos, que, en vez de granos de arena deja caer escudos de oro. Aquella especie de poeta sonrió; pero su faz tenía aire dantesco. Sacó de su bolsillo un pan moreno, comió y dio al viento su himno. Nada más cruel que aquel canto tras el mordisco. ¡Cantemos el oro! Cantemos el oro, rey del mundo que lleva dicha y luz por donde va, como los fragmentos de un sol despedazado. Cantemos el oro, que nace del vientre fecundo de la madre tierra; inmenso tesoro, leche rubia de esa ubre gigantesca. Cantemos el oro, río caudaloso, fuente de la vida, que hace jóvenes y bellos a los que se bañan en sus corrientes maravillosas, y envejece a aquellos que no gozan de sus raudales. Cantemos el oro, porque de él se hacen las tiaras de los pontífices, las coronas de los reyes y los cetros imperiales; y porque se derrama por los mantos como un fuego sólido, e inunda las capas de los arzobispos, y refulge en los altares y sostiene al Dios eterno en las custodias radiantes. Cantemos el oro, porque podemos ser unos perdidos, y él nos pone mamparas para cubrir las locuras abyectas de la taberna y las vergüenzas de las alcobas adúlteras. Cantemos el oro, porque al saltar del cuño lleva en su disco el perfil soberbio de los césares; y va a repletar las cajas de sus vastos templos, los bancos, y mueve las máquinas, y da la vida, y hace engordar los tocinos privilegiados. Cantemos el oro, porque él da los palacios y los carruajes, los vestidos a la moda, y los frescos senos de las mujeres garridas; y las genuflexiones de espinazos aduladores y las muecas de los labios eternamente sonrientes. Cantemos el oro, padre del pan. Cantemos el oro, porque es, en las orejas de las lindas damas, sostenedor del rocío del diamante, al extremo de tan sonrosado y bello caracol; porque en los pechos siente el latido de los corazones, y en las manos a veces es símbolo de amor y de santa promesa. Cantemos el oro, porque tapa las bocas que nos insultan; detiene las manos que nos amenazan, y pone vendas a los pillos que nos sirven. Cantemos el oro, porque su voz es música encantada; porque es heroico y luce en las corazas de los héroes homéricos y en las sandalias de las diosas y en los coturnos trágicos y en las manzanas del Jardín de las Hespérides. Cantemos el oro, porque de él son las cuerdas de las grandes liras, la cabellera de las más tiernas amadas, los granos de la espiga y el peplo que al levantarse viste la olímpica aurora. Cantemos el oro premio y gloria del trabajador y pasto del bandido. Cantemos el oro, que cruza por el carnaval del mundo, disfrazado de papel de plata, de cobre y hasta de plomo. Cantemos al oro, amarillo como la muerte. Cantemos el oro, calificado de vil por los hambrientos; hermano del carbón, oro negro, que incuba el diamante; rey de la mina, donde el hombre lucha y la roca se desgarra; poderoso en el Poniente, donde se tiñe en sangre; carne de ídolo, tela de que Fidias hace el traje de Minerva. Cantemos el oro, en el arnés del caballo, en el carro de guerra, en el puño de la espada, en el lauro que ciñe cabezas luminosas, en la copa del festín dionisíaco, en el alfiler que hiere el seno de la esclava, en el rayo del astro y en el champaña que burbujea como una, disolución de topacios hirvientes. Cantemos el oro, porque nos hace gentiles, educados y pulcros. Cantemos el oro, porque es la piedra de toque de toda amistad. Cantemos el oro, purificado por el fuego, como el hombre por el sufrimiento; mordido por la lima, como el hombre por la envidia; golpeado por el martirio como el hombre por la necesidad; realzado por el estuche de seda como el hombre por el palacio de mármol. Cantemos al oro, esclavo, despreciado por Jerónimo, arrojado por Antonio, vilipendiado por Macario, humillado por Hilarión, maldecido por Pablo el Ermitaño, quien tenía por alcázar una cueva bronca, y por amigos las estrellas de la noche, los pájaros del alba y las fieras hirsutas y salvajes del yermo. Cantemos el oro, dios becerro, tuétano de roca misterioso y callado en su entraña, y bullicioso cuando brota a pleno sol y a toda vida, sonante como un coro de tímpanos; feto de astros, residuo de luz, encarnación de éter. Cantemos el oro, hecho sol, enamorado de la noche, cuya camisa de crespón riega de estrellas brillantes, después del último beso, como con una gran muchedumbre de libras esterlinas. ¡Eh, miserables beodos, pobres de solemnidad, prostitutas, mendigos, vagos, rateros, bandidos, pordioseros, peregrinos, y vosotros los desterrados, y vosotros los holgazanes, y sobre todo, vosotros, oh poetas! ¡Unámonos a los felices, a los poderosos, a los banqueros, a los semidioses de la Tierra! ¡Cantemos el oro! Y el eco se llevó aquel himno, mezcla de gemido, ditirambo y carcajada; y como ya la noche oscura y fría había entrado, el eco resonaba en las tinieblas. Pasó una vieja y pidió limosna. Y aquella especie de harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizá un poeta, le dio su último mendrugo de pan petrificado, y se marchó por la terrible sombra, rezongando entre dientes... Los mejores cuentos y sus mejores cantos, Biblioteca Andrés Bello, Madrid, 1919…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Mozart_Piano Concerto 23_Adagio Youtube.com A sus treinta y cinco años, Ileana Márquez tenía marido (Dámaso) y amante (Marcos). Saberse querida, o al menos deseada por ambos, no le causaba la menor ansiedad, más bien le otorgaba una evidente seguridad ante sí misma y ante los demás. Por otra parte, tanto en cuerpos como en temperamentos, Dámaso y Marcos eran, por así decirlo, complementarios. De ahí que lo que la atraía en uno de ellos no la llevaba a desamar al otro. Cuando estaba en brazos de Dámaso no pensaba en Marcos, ni viceversa. Dámaso y Marcos se conocían. No eran amigos, pero no se llevaban mal. Como era obvio, Marcos era consciente de que Ileana se acostaba con su marido, pero en cambio éste ignoraba el verdadero alcance de la otra relación. Por su parte Ileana se consideraba, paradójicamente, fiel a ambos, ya que nunca se había sentido tentada por ningún otro hombre. Sabía perfectamente el atractivo físico que su cuerpo, cuidado y hermoso a pesar de (o tal vez debido a) su madurez, tenía para el marido y para el amante. Su propia piel, tersa y con un perfume propio, disfrutaba por igual con la piel aterciopelada de Marcos y la casi rugosa de Dámaso. Se sentía una mujer plena, dueña y señora de las dos provincias de su sexo. La primera alerta sobrevino una noche en que el marido concluyó desganadamente su función, y esa apatía se repitió otra noche y otra más, hasta que el acto amoroso se fue convirtiendo en un trámite esporádico, por otra parte sólo provocado por ella. Primero pensó en la tan mentada astenia sexual, ocasionada por el stress o el excesivo trabajo, pero luego fue tendiendo a la autoinculpación. ¿Qué pasa conmigo? se preguntaba frente al veterano espejo que reflejaba la imagen de siempre, ni más ni menos. ¿Qué pasa con mi cuerpo? Lentamente fue llegando a la conclusión de que Dámaso tenía una amante y ello la amargó profundamente. No podía tolerar esa infidelidad esencial. Sin embargo calló. Su consuelo pasó a ser Marcos, que seguía sirviéndola en el mejor de los sentidos. Nada le dijo sobre los cambios de Dámaso, debido sencillamente a que temió que ello disminuyera su atractivo ante Marcos. Había leído que uno de los mayores atractivos para un amante estable era que la mujer fuera profundamente deseada por su marido. Lo triste fue que una noche empezó en Marcos el mismo proceso que en Dámaso. Dijo que estaba cansado y no hicieron nada. Y luego otra vez, y otra. A Ileana le entró una depresión profunda, y eso fue lo peor, ya que las ojeras provocadas por sus insomnios, y cierta palidez que invadía todo su cuerpo, desde las mejillas hasta el pubis, pasando por los pechos, antes sólidos y erectos, y ahora fláccidos y derrengados, todo ello la hacía (y ella era consciente de la metamorfosis) cada vez menos deseable, no sólo para Dámaso o para Marcos, sino para cualquier hombre. Su fidelidad bicéfala la había conducido a una dura decepción, pero lo más grave era que todavía no alcanzaba a admitir la causa real de ese fracaso. En el caso de Marcos, la astenia sexual le parecía menos verosímil que en Dámaso. ¿Habría decidido Marcos cambiar su cuerpo por el de otra amante? ¿O quizá tuviera novia? ¿Se estaría por casar y no se atrevía a confesarlo? En rigor, el desapego de Marcos la había herido más aún que el de Dámaso, pues la ensayística erótica y las novelas del siglo XIX le habían enseñado que el tedio sexual era más corriente en los maridos que en los amantes. Un fin de semana tomó una decisión. Seguiría los pasos de Marcos, en primer término, y luego los de Dámaso. Quería saber la verdad definitiva. Sólo así saldría del pozo. Ella conocía bien las rutinas de sus hombres. Marcos salía a las seis de la tarde de su despacho y generalmente se dirigía a pie hasta su casa, ya que no vivía lejos. De modo que el lunes ella estacionó su coche a pocos metros de la oficina de Marcos y poco después de las seis vio que salía con algunos compañeros. En la esquina se separaron y Marcos tomó un taxi. Ileana tuvo que apresurarse a arrancar (por las dudas, tenía el motor encendido), ya que no había calculado ese gesto. El taxi, tras dos o tres cambios de calles, tomó por Agraciada, luego por 19 de abril y así hasta el Prado, donde se detuvo. Ileana también frenó su coche, siempre a distancia prudencial. Marcos descendió del taxi y tomó por uno de los caminos internos del parque. Ileana dejó que se alejara un poco, luego bajó del auto y empezó a seguirlo. Vio que Marcos doblaba a la derecha y ella apresuró el paso para que no se le perdiera. Cuando por fin desembocó en el nuevo sendero, apenas iluminado por un sol que se iba, vio algo que en el primer instante la dejó estupefacta, y de inmediato le restituyó, como por encanto, su antigua y bienamada seguridad. Marcos y Dámaso se alejaban, de espaldas a ella, tomados de las manos.…
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Pachelbel_Canon in D Youtube.com Vuestro nombre no sé, ni vuestro rostro Conozco yo, y os imagino blanca, Débil como los brotes iniciales, Pequeña, dulce… Ya ni sé… Divina. En vuestros ojos placidez de lago Que se abandona al sol y dulcemente Le absorbe su oro mientras todo calla. Y vuestras manos, finas, como aqueste Dolor, el mío, que se alarga, alarga, Y luego se me muere y se concluye Así, como lo veis; en algún verso. Ah, ¿sois así? Decidme si en la boca Tenéis un rumoroso colmenero. Si las orejas vuestras son a modo De pétalos de rosas ahuecados… Decidme si lloráis, humildemente. Mirando las estrellas tan lejanas. Y si en las manos tibias se os aduermen Palomas blancas y canarios de oro. Porque todo eso y más, vos sois, sin duda: Vos, que tenéis el hombre que adoraba Entre las manos dulces, vos la bella Que habéis matado, sin saberlo acaso, Toda esperanza en mí… Vos, su criatura. Porque él es todo vuestro: cuerpo y alma Estáis gustando del amor secreto Que guardé silencioso… Dios lo sabe Por qué, que yo no alcanzo a penetrarlo. Os lo confieso que una vez estuvo Tan cerca de mi brazo, que a extenderlo Acaso mía aquélla dicha vuestra Me fuera ahora… ¡sí! acaso mía… Mas ved, estaba el alma tan gastada Que el brazo mío no alcanzó a extenderse: La sed divina, contenida entonces, Me pulió el alma… ¡Y él ha sido vuestro! ¿Comprendéis bien? Ahora, en vuestros brazos El se adormece y le decís palabras Pequeñas y menudas que semejan Pétalos volanderos y muy blancos. Acaso un niño rubio vendrá luego A copiar en los ojos inocentes Los ojos vuestros y los de él Unidos en un espejo azul y cristalino… ¡Oh, ceñidle la frente! ¡Era tan amplia! ¡Arrancaban tan firmes los cabellos A grandes ondas, que a tenerla cerca No hiciera yo otra cosa que ceñirla! Luego dejad que en vuestras manos vaguen Los labios suyos; él me dijo un día Que nada era tan dulce al alma suya Como besar las femeninas manos… Y acaso, alguna vez, yo, la que anduve Vagando por afuera de la vida, -Como aquellos filósofos mendigos Que van a las ventanas señoriales A mirar sin envidia toda fiesta- Me allegue humildemente a vuestro lado Y con palabras quedas, susurrantes, Os pida vuestras manos un momento, Para besarlas, yo, como él las besa… Y al recubrirlas, lenta, lentamente, Vaya pensando: aquí se aposentaron ¿Cuánto tiempo?, sus labios, ¿cuánto tiempo En las divinas manos que son suyas? ¡Oh, qué amargo deleite, este deleite De buscar huellas suyas y seguirlas Sobre las manos vuestras tan sedosas, Tan finas, con sus venas tan azules! Oh, que nada podría, ni ser suya, Ni dominarle el alma, ni tenerlo Rendido aquí a mis pies, recompensarme Este horrible deleite de hacer mío Un inefable, apasionado rastro. Y allí en vos misma, sí, pues sois barrera, Barrera ardiente, viva, que al tocarla Ya me remueve este cansancio amargo, Este silencio de alma en que me escudo, Este dolor mortal en que me abismo, Esta inmovilidad del sentimiento ¡Que sólo salta, bruscamente, cuando Nada es posible!…
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Voz: Manuel López Castilleja El camino es la tercera obra del escritor español Miguel Delibes y fue publicada en 1950. La novela está ambientada en la España rural de la época de la posguerra y, aunque no haya referencias geográficas, es fácil identificar los paisajes con los de Cantabria, concretamente en el pueblo de Molledo, donde el autor pasaba sus vacaciones cuando era un niño. Daniel, o también conocido como "el mochuelo" es un niño de 11 años que vive en un pueblecito de las montañas. Sus padres trabajan como queseros y sus dos mejores amigos son Roque “el Moñigo” y Germán “el Tiñoso”. Los 3 amigos siempre van juntos a todas partes y disfrutan de la vida y de hacer alguna que otra trastada. Su amigo Germán sabe mucho de pájaros y Roque es el más fuerte del grupo. Como Daniel es el más tímido y callado se siente muy a gusto con ambos. De este modo transcurre la vida en el pueblo. Las más cotillas del pueblo son "las Guindillas", que se enteran de todo lo que pasa. Las llaman así porque están rojas como un tomate y delgadas como un palo. Todo sigue tranquilo hasta un día trágico en el que su amigo Germán muere. Germán muere en una caída, mientras jugaba con sus amigos en el valle. Los tres estaban lanzando piedras a los peces, con la mala suerte de que Germán se resbaló y cayó al suelo fulminantemente, a causa de los golpes de su cabeza contra las rocas. En ese mismo instante Germán murió. A lo largo de la novela, Daniel nos presenta a algunos de los habitantes más ilustres del pueblo, como por ejemplo Quino, que desde la muerte de su mujer, cuida él solo a su hija Mariuca. Esta tal Mariuca está enamorada de Daniel, aunque él no siente nada por ella y siempre intenta librarse de encontrarse con ella. Otro de los personajes importantes para la historia es Gerardo, que tiene un huerto al que van a robar los muchachos. En ese momento aparece Mica, su hija, la cual les dice a los chicos que les dará dos piezas de fruta a cada uno si prometen no volver a robar. Así lo hacen, porque Daniel queda locamente enamorado de Mica, pero no le dice nada a nadie. Al cabo de un tiempo, un domingo cualquiera, después de misa, Daniel se atreve a confesar su amor por Mica y ella no le contesta, aunque le deja acompañarla hasta su casa. El protagonista de la novela comienza a pensar, entonces que, si se va a Madrid podría estudiar, trabajar y volver con dinero a su pueblo, de manera que no habrá nada que le impida estar con su amada. La noche antes de irse a Madrid a estudiar, Daniel recuerda la muerte de su mejor amigo Germán y eso le pone muy triste. Se pasa toda la noche en vela, recordando este momento y otros que han sucedido en el pueblo. El padre de Daniel le ha contado a todos los habitantes del pueblo que su hijo se va a la capital, así que a la mañana siguiente todo el mundo se acerca para despedirse y desearle mucha suerte. Esto provoca mucha tristeza e incertidumbre en el corazón de Daniel, que acepta temeroso el nuevo camino que le espera. Por eso, cuando comienza a caminar, las lágrimas le brotan de los ojos sin consuelo. En el fondo sabe que, a pesar de querer ser quesero como su padre, debe seguir su propio camino y forjarse él mismo su vida. Rut Blasco…
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin_El Vals del Minuto Youtube.com Los que querían dormir, no por cansancio sino por nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de métodos agotadores. Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras.…
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El día que se acabó el mundo me pilló en el cruce de la Quinta con la Cincuenta y siete, mirando el móvil. Una pelirroja de ojos plateados se volvió hacia mí y me dijo: —¿Te has dado cuenta de que cuanto más inteligentes son los móviles, más tonta se vuelve la gente? Parecía una de las esposas de Drácula después de arrasar en una tienda de artículos góticos. —¿La puedo ayudar, señorita? Dijo que el mundo estaba tocando a su fin. Los Servicios Jurídicos Celestiales habían emitido una orden de retirada por mal funcionamiento; ella era un ángel caído enviado desde el subsuelo para procurar que las pobres almas como la mía marcharan de forma ordenada hasta el décimo círculo del infierno. —Pensaba que ahí abajo solo había nueve círculos —rebatí. —Tuvimos que añadir otro para todos los que han vivido su vida como si fueran a vivir para siempre. Nunca me había tomado en serio mi medicación, pero con solo echar un vistazo a esos ojos argentados supe que decía la verdad. Notando mi desazón, anunció que, como no había trabajado en el sector financiero, me concedía tres deseos antes de que el big bang rebobinara y el universo implosionara para volver a formar un garbanzo. -Elige sabiamente. Me lo pensé un poco. —Quiero conocer el sentido de la vida, quiero saber dónde encontrar el mejor helado de chocolate del mundo y me quiero enamorar —declaré. —La respuesta a tus dos primeros deseos es la misma. Y en cuanto al tercero, me dio un beso que sabía a toda la verdad del mundo y que me hizo querer ser un hombre decente. Fuimos a dar un paseo de despedida por el parque y luego tomamos un ascensor para subir hasta lo más alto del venerable hotel de capiteles góticos que había al otro lado de la calle, desde donde vimos partir el mundo a lo grande. —Te quiero —dije. —Ya lo sé. Nos quedamos allí cogidos de la mano, viendo cómo un alud apabullante de nubarrones carmesíes encapotaba los cielos, y lloré, sintiéndome feliz al fin.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Schubert - Serenade Youtube.com El muchacho venía del río. Descalzo, con los pantalones arremangados por encima de las rodillas, las piernas sucias de lodo. Vestía una camisa roja, abierta en el pecho, donde los primeros vellos de la pubertad empezaban a ennegrecer. Tenía el pelo oscuro, mojado por el sudor que le escurría por el cuello delgado. Se inclinaba un poco hacia delante, bajo el peso de los largos remos, de los que pendían hilos verdes de limos aún goteantes. El barco quedó balanceándose en el agua turbia y, allí cerca, como si lo espiasen, afloraron de repente los ojos globulosos de una rana. El muchacho la miró, y ella le miró. Después la rana hizo un movimiento brusco y desapareció. Un minuto más y la superficie del río quedó lisa y tranquila, y brillante como los ojos del muchacho. La respiración del limo desprendía lentas y muelles burbujas de gas que la corriente arrastraba. En el calor espeso de la tarde los chopos altos vibraban silenciosamente y, de golpe, flor rápida que naciese del aire, un ave azul pasó rasando el agua. El muchacho levantó la cabeza. Desde el otro lado del río una muchacha le miraba, inmóvil. El muchacho levantó la mano libre y todo su cuerpo dibujó el gesto de una palabra que no se oyó. El río fluía, lento. El muchacho subió la ladera, sin mirar atrás. La hierba se acababa allí mismo. Hacia arriba, hacia allá, el sol calcinaba los terrones de los barbechos y los olivares cenicientos. Metálica, durísima, una cigarra roía el silencio. En la distancia la atmósfera temblaba. La casa era baja, achaparrada, bruñida de cal, con una franja de ocre violento. Un lienzo de pared ciega, sin ventanas, una puerta en la que se abría un postigo. En el interior el suelo de barro refrescaba los pies. El muchacho apoyó los remos, se limpió el sudor con el antebrazo. Se quedó quieto, escuchando los golpes del corazón, el pausado brotar del sudor que se renovaba en la piel. Estuvo así unos minutos, sin conciencia de los rumores que venían de la parte de detrás de la casa y que se transformaron, de súbito, en gañidos lancinantes y gratuitos: la protesta de un cerdo atado. Cuando, por fin, empezó a moverse, el grito del animal, esta vez herido e insultado, le golpeó en los oídos. Y en seguida oyó otros gritos, agudos, rabiosos, una súplica desesperada, una llamada que no espera socorro. Corrió hacia el patio, pero no pasó del umbral de la puerta. Dos hombres y una mujer sujetaban al cerdo. Otro hombre, con un cuchillo ensangrentado, le abría un tajo vertical en el escroto. En la paja brillaba ya un óvalo achatado, rojo. El cerdo temblaba entero, lanzaba gritos entre las quijadas que apretaba una cuerda. La herida se alargó, el testículo apareció, lechoso y rayado de sangre, los dedos del hombre se introdujeron en la abertura, tiraron, retorcieron, arrancaron. La mujer tenía el rostro pálido y crispado. Desataron al cerdo, le liberaron el hocico y uno de los hombres se agachó y cogió las dos piezas, gruesas y suaves. El animal dio una vuelta, perplejo, y se quedó con la cabeza baja, respirando con dificultad. Entonces el hombre se los tiró. El cerdo los mordió, masticó ansioso, tragó. La mujer dijo algunas palabras y los hombres se encogieron de hombros. Uno de ellos se rio. Fue en ese momento cuando vieron al muchacho en el umbral de la puerta. Se quedaron todos callados y, como si fuese la única cosa que pudiesen hacer en aquel momento, se pusieron a mirar al animal, que se había echado en la paja, suspirando, con el hocico sucio de su propia sangre. El muchacho volvió al interior. Llenó un puchero y bebió, dejando que el agua le corriese por las comisuras de la boca, por el cuello, hasta el vello del pecho que se volvió más oscuro. Mientras bebía miraba fuera las dos manchas rojas sobre la paja. Después, con un movimiento de cansancio, volvió a salir de la casa, atravesó el olivar otra vez bajo el bochorno del sol. El polvo le quemaba los pies y él, sin darse cuenta, los encogía para huir del contacto escaldante. La misma cigarra rechinaba en tono más sordo. Después la ladera, la hierba con su olor a savia caliente, la frescura atontadora debajo de las ramas, el lodo que se insinúa entre los dedos de los pies e irrumpe por arriba. El muchacho se quedó quieto, mirando el río. Sobre un afloramiento de limo, una rana, parda como la primera, con los ojos redondos bajo las arcadas salientes, parecía estar esperando. La piel blanca del buche palpitaba. La boca cerrada formaba un pliegue de escarnio. Pasó un tiempo y ni la rana ni el muchacho se movían. Entonces él, desviando con dificultad los ojos, como para huir de un maleficio, vio al otro lado del río, entre las ramas bajas de los salgueros, aparecer una vez más a la muchacha. Y nuevamente, silencioso e inesperado, pasó sobre el agua el relámpago azul. El muchacho se quitó la camisa despacio. Despacio se acabó de desvestir, y sólo cuando ya no tenía ropa ninguna sobre el cuerpo, su desnudez, lentamente, se reveló. Así como si se estuviese curando una ceguera de sí misma. La muchacha miraba de lejos. Después, con los mismos gestos lentos, se liberó del vestido y de todo cuanto la cubría. Desnuda sobre el fondo verde de los árboles. El muchacho miró una vez más el río. El silencio se asentaba sobre la líquida piel de aquel interminable cuerpo. Círculos que se alargaban y perdían en la superficie tranquila, mostraban el lugar donde por fin la rana se había sumergido. Entonces el muchacho se metió en el agua y nadó hacia la otra orilla, mientras el bulto blanco y desnudo de la muchacha se recogía hacia la penumbra de las ramas.…
Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach El Clave Bien Temperado Fuga en mi mayor Youtube.com Por la noche discutieron. Se acostaron llenos de rencor el uno hacia el otro. Era frecuente eso, sobre todo en los últimos tiempos. Todos sabían en el pueblo —y sobre todo María Laureana, su vecina— que eran un matrimonio mal avenido. Esto, quizá, la amargaba más. «Quémese la casa y no salga el humo», se decía ella, despierta, vuelta de cara a la pared. Le daba a él la espalda, deliberada, ostentosamente. También el cuerpo de él parecía escurrirse como una anguila hacia el borde opuesto de la cama. «Se caerá al suelo», se dijo, en más de un momento. Luego, oyó sus ronquidos y su rencor se acentuó. «Así es. Un salvaje, un bruto. No tiene sentimientos». En cambio ella, despierta. Despierta y de cara a aquella pared encalada, voluntariamente encerrada. Era desgraciada. Sí: no había por qué negarlo, allí en su intimidad. Era desgraciada, y pagaba su culpa de haberse casado sin amor. Su madre (una mujer sencilla, una campesina) siempre le dijo que era pecado casarse sin amor. Pero ella fue orgullosa. «Todo fue cosa de orgullo. Por darle en la cabeza a Marcos. Nada más». Siempre, desde niña, estuvo enamorada de Marcos. En la oscuridad, con los ojos abiertos, junto a la pared, Luisa sintió de nuevo el calor de las lágrimas entre los párpados. Se mordió los labios. A la memoria le venía un tiempo feliz, a pesar de la pobreza. Las huertas, la recolección de la fruta… «Marcos». Allí, junto a la tapia del huerto, Marcos y ella. El sol brillaba y se oía el rumor de la acequia, tras el muro. «Marcos». Sin embargo, ¿cómo fue?… Casi no lo sabía decir: Marcos se casó con la hija mayor del juez: una muchacha torpe, ruda, fea. Ya entrada en años, por añadidura. Marcos se casó con ella. «Nunca creí que Marcos hiciera eso. Nunca». ¿Pero cómo era posible que aún le doliese, después de tantos años? También ella había olvidado. Sí: qué remedio. La vida, la pobreza, las preocupaciones, le borran a una esas cosas de la cabeza. «De la cabeza, puede…, pero en algún lugar queda la pena. Sí: la pena renace, en momentos como éste…». Luego, ella se casó con Amadeo. Amadeo era un forastero, un desgraciado obrero de las minas. Uno de aquellos que hasta los jornaleros más humildes miraban por encima del hombro. Fue aquél un momento malo. El mismo día de la boda sintió el arrepentimiento. No le amaba ni le amaría nunca. Nunca. No tenía remedio. «Y ahí está: un matrimonio desavenido. Ni más ni menos. Este hombre no tiene corazón, no sabe lo que es una delicadeza. Se puede ser pobre pero… Yo misma, hija de una familia de aparceros. En el campo tenemos cortesía, delicadeza… Sí: la tenemos. ¡Sólo este hombre!». Se sorprendía últimamente diciendo: «Este hombre», en lugar de Amadeo. «Si al menos hubiéramos tenido un hijo…». Pero no lo tenían, y llevaban ya cinco años largos de matrimonio. Al amanecer le oyó levantarse. Luego, sus pasos por la cocina, el ruido de los cacharros. «Se prepara el desayuno». Sintió una alegría pueril: «Que se lo prepare él. Yo no voy». Un gran rencor la dominaba. Tuvo un ligero sobresalto: «¿Le odiaré acaso?». Cerró los ojos. No quería pensarlo. Su madre le dijo siempre: «Odiar es pecado, Luisa». (Desde que murió su madre, sus palabras, antes oídas con rutina, le parecían sagradas, nuevas y terribles). Amadeo salió al trabajo, como todos los días. Oyó sus pisadas y el golpe de la puerta. Se acomodó en la cama, y durmió. Se levantó tarde. De mal humor aseó la casa. Cuando bajó a dar de comer a las gallinas la cara de comadreja de su vecina María Laureana asomó por el corralillo. —Anda, mujer: mira que se oían las voces anoche… Luisa la miró, colérica. —¡Y qué te importan a ti, mujer, nuestras cosas! María Laureana sonreía con cara de satisfacción. —No seas así, muchacha…, si te comprendemos todos, todos… ¡Ese hombre no te merece, mujer! Prosiguió en sus comentarios, llenos de falsa compasión. Luisa, con el ceño fruncido, no la escuchaba. Pero oía su voz, allí, en sus oídos, como un veneno lento. Ya lo sabía, ya estaba acostumbrada. —Déjale, mujer…, déjale. Vete con tus hermanas, y que se las apañe solo. Por primera vez pensó en aquello. Algo le bullía en la cabeza: «Volver a casa». A casa, a trabajar de nuevo la tierra. ¿Y qué? ¿No estaba acaso acostumbrada? «Librarme de él». Algo extraño la llenaba: como una agria alegría de triunfo, de venganza. «Lo he de pensar», se dijo. Y he aquí que ocurrió lo inesperado. Fue él quien no volvió. Al principio, ella no le dio importancia. «Ya volverá», se dijo. Habían pasado dos horas más desde el momento en que él solía entrar por la puerta de la casa. Dos horas, y nada supo de él. Tenía la cena preparada y estaba sentada a la puerta, desgranando alubias. En el cielo, azul pálido, brillaba la luna, hermosa e hiriente. Su ira se había transformado en una congoja íntima, callada. «Soy una desgraciada. Una desgraciada». Al fin, cenó sola. Esperó algo más. Y se acostó. Despertó al alba, con un raro sobresalto. A su lado la cama seguía vacía. Se levantó descalza y fue a mirar: la casucha estaba en silencio. La cena de Amadeo, intacta. Algo raro le dio en el pecho, algo como un frío. Se encogió de hombros y se dijo: «Allá él. Allá él con sus berrinches». Volvió a la cama, y pensó: «Nunca faltó de noche». Bien, ¿le importaba acaso? Todos los hombres faltaban de noche en sus casas, todos bebían en la taberna, a veces más de la cuenta. Qué raro: él no lo hacía nunca. Sí: era un hombre raro. Trató de dormir, pero no pudo. Oía las horas en el reloj de la iglesia. Pensaba en el cielo lleno de luna, en el río, en ella. «Una desgraciada. Ni más ni menos». El día llegó. Amadeo no había vuelto. Ni volvió al día siguiente, ni al otro. La cara de comadreja de María Laureana apareció en el marco de la puerta. —Pero, muchacha…, ¿qué es ello? ¿Es cierto que no va Amadeo a la mina? ¡Mira que el capataz lo va a despedir! Luisa estaba pálida. No comía. «Estoy llena de odio. Sólo llena de odio», pensó, mirando a María. —No sé —dijo—. No sé, ni me importa. Le volvió la espalda y siguió en sus trabajos. —Bueno —dijo la vecina—, mejor es así, muchacha…, ¡para la vida que te daba! Se marchó y Luisa quedó sola. Absolutamente sola. Se sentó desfallecida. Las manos dejaron caer el cuchillo contra el suelo. Tenía frío, mucho frío. Por el ventanuco entraban los gritos de los vencejos, el rumor del río entre las piedras. «Marcos, tú tienes la culpa…, tú, porque Amadeo…». De pronto, tuvo miedo. Un miedo extraño, que hacía temblar sus manos. «Amadeo me quería. Sí: él me quería». ¿Cómo iba a dudarlo? Amadeo era brusco, desprovisto de ternura, callado, taciturno. Amadeo —a medias palabras ella lo entendió— tuvo una infancia dura, una juventud amarga. Amadeo era pobre y ganaba su vida —la de él, la de ella y la de los hijos que hubieran podido tener— en un trabajo ingrato que destruía su salud. Y ella: ¿tuvo ternura para él? ¿Comprensión? ¿Cariño? De pronto, vio algo. Vio su silla, su ropa allí, sucia a punto de lavar. Sus botas, en el rincón, aún llenas de barro. Algo le subió, como un grito. «Si me quería… acaso ¿será capaz de matarse?». Se le apelotonó la sangre en la cabeza. «¿Matarse?». ¿No saber nunca nada más de él? ¿Nunca verle allí, al lado, pensativo, las manos grandes enzarzadas una en otra, junto al fuego; el pelo negro sobre la frente, cansado, triste? Sí: triste. Nunca lo pensó: triste. Las lágrimas corrieron por sus mejillas. Pensó rápidamente en el hijo que no tuvieron, en la cabeza inclinada de Amadeo. «Triste. Estaba triste. Es hombre de pocas palabras y fue un niño triste, también. Triste y apaleado. Y yo: ¿qué soy para él?». Se levantó y salió afuera. Corriendo, jadeando, cogió el camino de la mina. Llegó sofocada y sudorosa. No, no sabían nada de él. Los hombres la miraban con mirada dura y reprobadora. Ella lo notaba y se sentía culpable. Volvió llena de desesperanza. Se echó sobre la cama y lloró, porque había perdido su compañía. «Sólo tenía en el mundo una cosa: su compañía». ¿Y era tan importante? Buscó con ansia pueril la ropa sucia, las botas embarradas. «Su compañía. Su silencio al lado. Sí: su silencio al lado, su cabeza inclinada, llena de recuerdos, su mirada». Su cuerpo allí al lado, en la noche. Su cuerpo grande y oscuro pero lleno de sed, que ella no entendía. Ella era la que no supo: ella la ignorante, la zafia, la egoísta. «Su compañía». Pues bien, ¿y el amor? ¿No era tan importante, acaso? «Marcos…». Volvía el recuerdo; pero era un recuerdo de estampa, pálido y frío, desvaído. «Pues ¿y el amor? ¿No es importante?». Al fin, se dijo: «¿Y qué sé yo qué es eso del amor? ¡Novelerías!». La casa estaba vacía y ella estaba sola. Amadeo volvió. A la noche le vio llegar, con paso cansino. Bajó corriendo a la puerta. Frente a frente, se quedaron como mudos, mirándose. Él estaba sucio, cansado. Seguramente hambriento. Ella sólo pensaba: «Quiso huir de mí, dejarme, y no ha podido. No ha podido. Ha vuelto». —Pasa, Amadeo —dijo, todo lo suave que pudo, con su voz áspera de campesina—. Pasa, que me has tenido en un hilo… Amadeo tragó algo: alguna brizna, o quién sabe qué cosa, que mascullaba entre los dientes. Pasó el brazo por los hombros de Luisa y entraron en la casa.…
L
Literatura
1 Hernán Casciari: El hermano de mi amigo fue a la guerra 4:39
4:39
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4:39Voz: Manuel López Castilleja Música: Franz Liszt_Liebestraum Youtube.com Yo tenía un amigo en la primaria que se llamaba Agustín Félix. Me encantaba que me invitara a tomar la leche a su casa porque su familia era muy distinta a la mía: en mi casa era todo normal, chiquita y mis padres eran bastante adultos o habían madurado pronto y yo no les podía hablar de cualquier cosa. En cambio, los padres de Agustín Félix todavía no habían madurado tanto; ya eran viejos de treinta y pico, pero parecían más jóvenes. Escuchaban otra música, compraban otros muebles. Mis viejos tenían muebles aburridos, marrones, comunes. Los padres de Agustín Félix tenían sillones de colores y mesas bajitas con velas prendidas. Mis papás escuchaban a Palito Ortega, Luis Aguilé y estos, en cambio, escuchaban Spinetta, a Manal. También me gustaba ir a esa casa porque a veces los padres de Agustín nos dejaban solos y entonces nos metíamos en la pieza del hermano mayor. Al hermano de Agustín le decían El Corcho. En su pieza tenía un montón de discos de rock nacional y siempre andaba con chicas que eran lindísimas, era una especie de playboy de Mercedes y se llevaba muy bien con los de nuestra edad. Nosotros teníamos once años. Un día, el corcho se fue a hacer la colimba y le cortaron el pelo. Cuando lo vi de nuevo me pareció que no era tan canchero sin la melena, pero incluso con el pelo corto seguía teniendo un montón de novias. Antes del mundial de España, al Corcho lo mandaron a la Guerra de las Malvinas, pero como los abuelos eran una familia de plata, el abuelo Félix les pagó a unos militares de Mercedes para que le dijeran siempre dónde estaba el Corcho y para que lo cuidaran. Un día la guerra se terminó y el Corcho volvió de las Islas Malvinas. Primero, lo mandaron a Río Gallegos y de ahí en un camión militar a Buenos. De Buenos Aires, el Corcho pudo llamar por teléfono a Mercedes, habló con mi amigo Agustín y después con sus padres. Estaban todos muy contentos de escucharlo. El Corcho había estado dos o tres meses enteros en las Malvinas. Entonces le preguntó a sus padres si podía volver a la casa con un amigo, con un soldado de Misiones que había conocido en las islas. “Nos hicimos como hermanos” les dijo, “me gustaría que se quedara unos días en casa”. El papá le dijo que sí, que obvio, que los esperaba a los dos con un asado, que se subieran pronto al primer tren y que volvieran rápido. El Corcho les explicó que a su amigo le habían amputado la pierna y el brazo izquierdo, que no podía caminar y que estaba muy dolorido, que mejor dejaran el asado para más adelante su amigo iba a necesitar descansar unos días. Entonces, el papá del Corcho hizo un silencio y la mamá que estaba escuchando agarró el teléfono le dijo al Corcho “Nene, vení vos solo entonces. Después vemos cómo hacemos para ayudar a tu amigo de alguna manera, en casa no podemos cuidar a alguien en esta situación, hijo. Tu hermano es chico todavía, vení vos Leandro, vení vos solo que hace tres meses que no te vemos, yo te prometo que tu papá va a ayudar a tu amigo”. El corcho dijo que sí, que por supuesto. No era un chico rebelde, nunca discutía con sus padres. Les dijo que iba para allá solo, en el tren directo de las seis y media de la mañana, y que llegaba a la estación antes de las nueve. Pero esa misma noche, bien tarde, a la madrugada, sonó el teléfono en la casa de los Félix. Eran de la comisaría 9, diciendo que habían encontrado el cuerpo sin vida del Conscripto Leandro Félix, de 19 años, boca abajo en una pensión de Once. La puerta estaba cerrada por dentro y, previsiblemente, la víctima se había pegado un tiro en la boca. Cuando los padres fueron a reconocer el cadáver a la morgue supieron que su hijo tenía la pierna y el brazo amputados, y que el amigo de Misiones no había existido nunca.…
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