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Rosa Montero: Amor ciego

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Voz: Manuel López Castilleja Música: Mozart - Piano Concerto 21 Youtube.com Tengo cuarenta años, soy muy fea y estoy casada con un ciego. Supongo que algunos se reirán al leer esto; no sé por qué, pero la fealdad en la mujer suele despertar gran chirigota. A otros la frase les parecerá incluso romántica: tal vez les traiga memorias de la infancia, de cuando los cuentos nos hablaban de la hermosura oculta de las almas. Y así, los sapos se convertían en príncipes al calor de nuestros besos, la Bella se enamoraba de la Bestia, el Patito Feo guardaba en su interior un deslumbrante cisne y hasta el monstruo del doctor Frankenstein era apreciado en toda su dulce humanidad por el invidente que no se asustaba de su aspecto. La ceguera, en fin, podía ser la llave hacia la auténtica belleza: sin ver, Homero veía más que los demás mortales. Y yo, fea de solemnidad, horrorosa del todo, podría haber encontrado en mi marido ciego al hombre sustancial capaz de adorar mis virtudes profundas. Pues bien, todo eso es pura filfa. En primer lugar, si eres tan fea como yo lo soy, fea hasta el frenesí, hasta lo admirable, hasta el punto de interrumpir las conversaciones de los bares cuando entro (tengo dos Ojitos como dos botones a ambos lados de una vasta cabezota; el pelo color rata, tan escaso que deja entrever la línea gris del cráneo; la boca sin labios, diminuta, con unos dientecillos afilados de tiburón pequeño, y la nariz aplastada, como de púgil), nadie deposita nunca en ti, eso puedo jurarlo, el deseo y la voluntad de creer que tu interior es bello. De modo que en realidad nadie te ama nunca, porque el amor es justamente eso: un espasmo de nuestra imaginación por el cual creemos reconocer en el otro al príncipe azul o la princesa rosa. Escogemos al prójimo como quien escoge una percha, y sobre ella colgamos el invento de nuestros sueños. Y da la maldita casualidad de que la gente siempre tiende a buscar perchas bonitas. Da la cochina casualidad de que a las niñas lindas, por muy necias que sean, siempre se les intuye un interior emocionante. Mientras que nadie se molesta en suponer un alma hermosa en una mujer canija y cabezota con los ojos demasiado separados. A veces esta certidumbre que acompaña mi fealdad escuece como una herida abierta: no es que no me vean, es que no me imaginan. En cuanto a mi marido, sin duda se casó conmigo porque es ciego. Pero no porque su defecto le hubiera enriquecido con una mayor sintonía espiritual, con una sensibilidad superior para amarme y entenderme, sino porque su incapacidad le colocaba en desventaja en el competitivo mercado conyugal. Él siempre supo que soy horrorosa, y eso siempre le resultó mortificante. Al principio no nos llevábamos tan mal: es listo, es capaz (trabaja como directivo de la ONCE) y cuando nos casamos, hace ya siete años, incluso fue dulce en ocasiones. Pero estaba convencido de haber tenido que cargar con una fea notoria por el simple hecho de ser invidente, y ese pensamiento se le pudrió dentro y le llenó de furia y de rencor. Yo también sabía que había cargado con un ciego porque soy medio monstrua, pero la situación nunca me sacó de quicio como a él, no sé bien por qué. Tal vez sea cosa de mi sexo, del tradicional masoquismo femenino que nos hace aguantar lo inaguantable bajo el espejismo de un final feliz; o tal vez sea que él, en la opacidad de su mirada, dejó desbocar su imaginación y me creyó aún más horrenda de lo que en realidad soy, la Fealdad Suprema, la Fealdad Absoluta e Insufrible retumbando de una manera ensordecedora en la oscuridad de su cerebro. A decir verdad, con el tiempo yo me había ido acostumbrando o quizá resignando a lo que soy. Me tengo por una mujer inteligente, culta, profesionalmente competente. Soy abogada y miembro asociado en una compañía de seguros. Sé lo que mis compañeros dicen de mí a mis espaldas, las burlas, las bromas, los apodos: señora Quitahipos, la Ogra Mayor... Pero he tenido una carrera meteórica: que se fastidien. Empecé en el mundo de las pólizas desde abajo, como vendedora a domicilio. Con mi cara, nadie se atrevía a cerrarme la puerta en las narices: unos por conmiseración, como quien se reprime de maltratar al jorobado o al paralítico; y otros por fascinación, atrapados en la morbosa contemplación de un rostro tan difícil. Estos últimos eran mis mejores clientes; yo hablaba y hablaba mientras ellos me escrutaban mesmerizados, absortos en mis ojos pitarrosos (produzco más legañas que el ciudadano medio), y al final siempre firmaban el contrato sin discutir: la pura culpa que los corroía, culpa de mirarme y de disfrutarlo. Como si se hubieran permitido un placer prohibido, como si la fealdad fuera algo obsceno. 0 sea que el ser así me ayudó de algún modo en mi carrera. Además de las virtudes ya mencionadas, tengo una comprensible mala leche que, bien manejada, pasa por ser un sentido del humor agudo y negro. De manera que suelo caer bien a la gente y tengo amigos. Siempre los tuve. Buenos amigos que me contaban, con los ojos en blanco, cuánto amaban a la tonta de turno sólo porque era mona. Pero este comportamiento lamentable es consustancial a los humanos: a decir verdad, incluso yo misma lo he practicado. Yo también he sentido temblar mi corazón ante un rostro hermoso, unas espaldas anchas, unas breves caderas. Y lo que más me fastidia no es que los hombres guapos me parezcan físicamente atractivos (esto sería una simple constatación objetiva), sino que al instante creo intuir en ellos los más delicados valores morales y psíquicos. El que un abdomen musculoso o unos labios sensuales te hagan deducir inmediatamente que su propietario es un ser delicado, caballeroso, generoso, tierno, valiente e inteligente, me resulta uno de los más grandes y estúpidos enigmas de la creación. Mi marido tiene un abdomen de atleta, unos buenos labios. Pero me besó con ellos y no me convertí en princesa, no dejé de ser sapo. Y él, en quien imaginé todo tipo de virtudes, se fue revelando como un ser violento y amargado. No tengo espejos en mi casa. Mi marido no los necesita y yo los odio. Sí hay espejos, claro, en los servicios del despacho; y normalmente me lavo las manos con la cabeza gacha. He aprendido a mirarme sin verme en los cristales de las ventanas, en los escaparates de las tiendas, en los retrovisores de los coches, en los ojos de los demás. Vivimos en una sociedad llena de reflejos: a poco que te descuidas, en cualquier esquina te asalta tu propia imagen. En estas circunstancias, yo hice lo posible por olvidarme de mí. No me las apañaba del todo mal. Tenía un buen trabajo, buenos amigos, libros que leer, películas que ver. En cuanto a mi marido, nos odiábamos tranquilamente. La vida transcurría así, fría, lenta y tenaz como un río de mercurio. Sólo a veces, en algún atardecer particularmente hermoso, se me llenaba la garganta de una congoja insoportable, del dolor de todas las palabras nunca dichas, de toda la belleza nunca compartida, de todo el deseo de amor nunca puesto en práctica. Entonces mi mente se decía: jamás, jamás, jamás. Y en cada jamás me quería morir. Pero luego esas turbaciones agudas se pasaban, de la misma manera que se pasa un ataque de tos, uno de esos ataques furiosos que te ponen al borde de la asfixia, para desaparecer instantes después sin dejar más recuerdo que una carraspera y una furtiva lágrima. Además, sé bien que incluso a los guapos les entran ganas de morirse algunas veces. Hace unos cuantos meses, sin embargo, empecé a sentir una rara inquietud. Era como si me encontrara en la antesala del dentista, y me hubiera llegado el turno, y estuviera esperando a que en cualquier momento se abriera la fatídica puerta y apareciera la enfermera diciendo: "Pase usted" (el símil viene al caso porque me sangran las encías y mis dientecillos de tiburón pequeño siempre me han planteado muchos problemas). Le hablé un día a Tomás de esta tribulación y esta congoja, y él dictaminó: "Ésa es la crisis de los cuarenta". Tal vez fuera eso, tal vez no. El caso es que a menudo me ponía a llorar por las noches sin ton ni son, y empecé a pensar que tenía que separarme de mi marido. No sólo me sentía fea, sino enferma. Tomás era el auditor. Venía de Barcelona, tenía treinta y seis años, era bajito y atractivo y, para colmo, se acababa de divorciar. Su llegada revolucionó la oficina: era el más joven, el más guapo. Mi linda secretaria (que se llama Linda) perdió enseguida las entendederas por él. Empezó a quedarse en blanco durante horas, contemplando la esquina de la habitación con fijeza de autista. Se le caían los papeles, traspapelaba los contratos y dejaba las frases a medio musitar. Cuando Tomás aparecía por mi despacho, sus mejillas enrojecían violentamente y no atinaba a decir ni una palabra. Pero se ponía en pie y recorría atolondradamente la habitación de acá para allá, mostrando su palmito y meneando las bonitas caderas, la muy perra (toda bella, por muy tonta o tímida que sea, posee una formidable intuición de su belleza, una habilidad innata para lucirse). Yo asistía al espectáculo con curiosidad y cierto inevitable desagrado. No había dejado de advertir que Tomás venía mucho a vernos; primero con excusas relativas a su trabajo, después ya abiertamente, como si tan sólo quisiera charlar un ratito conmigo. A mí no me engañaba, por supuesto: estaba convencida de que Linda y él acabarían enroscados, desplomados el uno en el otro por la inevitable fuerza de gravedad de la guapeza. Y eso me fastidiaba un poco, he de reconocerlo. Lo cual era un sentimiento absurdo, porque nunca aspiré a nada con Tomás. Sí, era sensible a sus dientes blancos y a sus ojos azules maliciosos y a los cortos rizos que se le amontonaban sobre el recio cogote y a sus manos esbeltas de dedos largos y al lunar en la comisura izquierda de su boca y a los dos pelillos que asomaban por la borda de la camisa cuando se aflojaba la corbata y a sus sólidas nalgas y al antebrazo musculoso que un día toqué inadvertidamente y a su olor de hombre y a sus ojeras y a sus orejas y a la anchura de sus muñecas e incluso a la ternura de su calva incipiente (como verán, me fijaba en él); era sensible a sus encantos, digo, pero nunca se me ocurrió la desmesura de creerle a mi alcance. Los feos feísimos somos como aquellos pobres que pueden admirar la belleza de un Rolls Royce aun a sabiendas de que nunca se van a subir en un automóvil semejante. Los feos feísimos somos como los mendigos de Dickens, que aplastaban las narices en las ventanas de las casas felices para atisbar el fulgor de la vida ajena. Ya sé que me estoy poniendo melodramática: antes no me permitía jamás la autoconmiseración y ahora desbordo. Debo de haberme perdonado. 0 quizá sea lo de la crisis de los cuarenta. El caso es que un día Linda me pidió por favor por favor por favor que la ayudara. Quería que yo le diera mi opinión sobre el señor Vidaurra (o sea, sobre Tomás); porque como yo era tan buena psicóloga y tan sabia, y como Vidaurra venía tan a menudo a mi despacho... No necesité pedirle que se explicara: me bastó con poner una discreta cara de atención para que Linda volcase su corazón sobre la plaza pública. Ah, estaba muy enamoriscada de Tomás, y pensaba que a él le sucedía algo parecido; pero el hombre debía de ser muy indeciso o muy tímido y no había manera de que la cosa funcionara. Y que cómo veía yo la situación y qué le aconsejaba... Tal vez piensen ustedes que ésta es una conversación insólita entre una secretaria y su jefa (recuerden que yo tengo que ganarme amigos de otro modo: y un método muy eficaz es saber escuchar), pero aún les va a parecer más rara mi respuesta. Porque le dije que sí, que estaba claro que a Tomás le gustaba; que lo que tenía que hacer era escribirle una carta de amor, una carta bonita; y que, como sabía que ella no se las apañaba bien con lo literario, estaba dispuesta a redactarle la carta yo misma. ¿Que cómo se me ocurrió tal barbaridad? Pues no sé, ya he dicho que soy leída y culta e incluso sensible bajo mi cabezota. Y pensé en el Cyrano y en probar a enamorar a un hombre con mis palabras. Quién sabe, quizá después de todo pudiera paladear siquiera un bocado de la gloria romántica. Quizá al cabo de los años Linda le dijera que fui yo. Así que me pasé dos días escribiendo tres folios hermosos; y luego Linda los copió con su letra y se los dio. Eso fue un jueves. El viernes Tomás no vino, y el sábado por la tarde me llamó a mi casa: perdona que te moleste en fin de semana, ayer estuve enfermo, tengo que hacerte una consulta urgente de trabajo, me gustaría ir a verte. Era a principios de verano y mi marido estaba escuchando música sentado en la terraza. Ese día no nos hablábamos, no recuerdo ya por qué; le fui a decir que venía un compañero del trabajo y no se dignó contestarme. Yo tengo una voz bonita; tengo una voz rica y redonda, digna de otra garganta y otro cuello. Pero cuando me enfadaba con mi marido, cuando nos esforzábamos en odiarnos todo el día, el tono se me ponía pitudo y desagradable. Hasta eso me arrebataba por entonces el ciego: me robaba mí voz, mi único tesoro. Así que cuando llegó Tomás yo no hacía más que carraspear. Nos sentamos en el sofá de la sala, saqué café y pastas, hablamos de un par de naderías. Al cabo me dijo que Linda le había mandado una carta muy especial y que no sabía qué hacer, que me pedía consejo. Yo me esponjé de orgullo, descrucé las piernas, tosí un poco, me limpié una legaña disimuladamente con la punta de la servilleta. ¿Una carta muy especial?, repetí con rico paladeo. Sí, dijo él, una carta de amor, algo muy embarazoso, una niñería, si vieras la pobre qué cosas decía, tan adolescentes, tan cursis, tan idiotas; pero es que la pobre Linda tiene la mentalidad de una cría, es una inocente, una panoli, no toda una mujer, como tú eres. Me quedé sin aliento: ¿mi carta una niñería? Enrojecí: cómo no me había imaginado que esto iba a pasar, cómo no me había dado cuenta antes, medio monstrua de mí, tan poco vivida en ese registro, tan poco amante, tan poco amada, virginal aún de corazón. La carta me había delatado, había desvelado mi inmadurez y mi ridícula tragedia: porque el dolor de amor suele resultar ridículo ante los ojos de los demás. Pero no. Tomás no sabía que fui yo, Tomás no me creía capaz de una puerilidad de tal calibre, Tomás me había puesto una mano sobre el muslo y sonreía. Repito: Tomás me había puesto una mano sobre el muslo. Y sonreía, mirándome a los ojos como nunca soñé con ser mirada. Su mano era seca, tibia, suave. La mantenía abierta, con la palma hacia abajo, su carne sobre mi carne toda quieta. O más bien su carne sobre mis medias de farmacia contra las varices (aunque eran unas medias bastante bonitas, pese a todo). Entonces Tomás lanzó una Ojeada al balcón: allí, al otro lado del cristal, pero apenas a cuatro metros de distancia, estaba mi marido de frente hacia nosotros, contemplándonos fijamente con sus ojos vacíos. Sin dejar de mirarle, Tomás arrastró suavemente su mano hacia arriba: la punta de sus dedos se metió por debajo del ruedo de mi falda. Yo era una tierra inexplorada de carne sensible. Me sorprendió descubrir el ignorado protagonismo de mis ingles, la furia de mi abdomen, la extrema voracidad de mi cintura. Por no hablar de esas suaves cavernas en donde todas las mujeres somos iguales (allí yo no era fea). Hicimos el amor en el sofá, en silencio, sorbiendo los jadeos entre dientes. Sé bien que gran parte de su excitación residía en la presencia de mi marido, en sus ojos que nos veían sin ver, en el peligro y la perversidad de la situación. Todas las demás veces, porque hubo muchas otras, Tomás siempre buscó que cayera sobre nosotros esa mirada ciega; y cuando me ensartaba se volvía hacia él, hacia mi marido, y le contemplaba con cara de loco (el placer es así, te pone una expresión exorbitada). De modo que en sus brazos yo pasé en un santiamén de ser casi una virgen a ser considerablemente depravada. A gozar de la morbosa paradoja de un mirón que no mira. Pero a decir verdad lo que a mí más me encendía no era la presencia de mi marido, sino la de mi amante. La palabra amante viene de amar, es el sujeto de la acción, aquel que ama y que desea; y lo asombroso, lo soberbio, lo inconcebible, es que al fin era yo el objeto de ese verbo extranjero, de esa palabra ajena en mi existencia. Yo era la amada y la deseada, yo la reina de esos instantes de obcecación y gloria, yo la dueña, durante la eternidad de unos minutos, de los dientes blancos de Tomás y de sus Ojos azules maliciosos y de los cortos rizos que se le amontonaban sobre el recio cogote y de sus manos esbeltas de dedos largos y del lunar en la comisura izquierda de su boca y de los dos pelillos que asomaban por la borda de la camisa cuando se aflojaba la corbata (cuando yo se la arrancaba) y de sus sólidas nalgas y del antebrazo musculoso y de su olor de hombre y de sus ojeras y sus orejas y la anchura de sus muñecas e incluso de la ternura de su calva incipiente. Todo mío. Pasaron las semanas y nosotros nos seguimos amando día tras día mientras mi marido escuchaba su concierto vespertino en la terraza. Al fin Tomás terminó su auditoría y tuvo que regresar a Barcelona. Nos despedimos una tarde con una intensidad carnal rayana en lo feroz, y luego, ya en la puerta, Tomás acarició mis insípidas mejillas y dijo que me echaría de menos. Y yo sé que es verdad. Así que derramé unas cuantas lágrimas y alguna que otra legaña mientras le veía bajar las escaleras, más por entusiasmo melodramático ante la escena que por un dolor auténtico ante su pérdida. Porque sé bien que la belleza es forzosamente efímera, y que teníamos que acabar antes o después con nuestra relación para que se mantuviera siempre hermosa. Aparte de que se acercaba el otoño y después vendría el invierno y mi marido ya no podría seguir saliendo a la terraza: y siempre sospeché que, sin su mirada, Tomás no me vería. Tal vez piensen que soy una criatura patética, lo cual no me importa lo más mínimo: es un prejuicio de ignorantes al que ya estoy acostumbrada. Tal vez crean que mi historia de amor con Tomás no fue hermosa, sino sórdida y siniestra. Pero yo no veo ninguna diferencia entre nuestra pasión y la de los demás. ¿Que Tomás necesitaba para amarme la presencia fantasmal de mi marido? Desde luego; pero ¿no acarrean también los demás sus propios y secretos fantasmas a la cama? ¿Con quién nos acostamos todos nosotros cuando nos acostamos con nuestra pareja? Admito, por lo tanto, que Tomás me imagino; pero lo mismo hizo Romeo al imaginar a su Julieta. Nunca podré agradecerle lo bastante a Tomás que se tomara el trabajo de inventarme. Desde esta historia clandestina, mi vida conyugal marcha mucho mejor. Supongo que mi marido intuyó algo: mientras vino Tomás siguió saliendo cada tarde a la terraza, aunque el verano avanzaba y en el balcón hacía un calor achicharrante; y allí permanecía, congestionado y sudoroso, mientras mi amante y yo nos devorábamos. Ahora mi marido está moreno y guapo de ese sol implacable del balcón; y me trata con deferencia, con interés, con coquetería, como si el deseo del otro (seguro que lo sabe, seguro que lo supo) hubiera encendido su propio deseo y el convencimiento de que yo valgo algo, y de que, por lo tanto, también lo vale él. Y como él se siente valioso y piensa que vale la pena quererme, yo he empezado a apreciar mí propia valía y por lo tanto a valorarlo a él. No sé si me siguen: es un juego de espejos. Pero me parece que he desatado un viejo nudo. Ahora sigo siendo igual de medio monstrua, pero tengo recuerdos, memorias de la belleza que me amansan. Además, ya no se me crispa el tono casi nunca, de modo que puedo alardear de mi buena voz: el mejor atributo para que mi ciego me disfrute. ¿Quién habló de perversión? Cuando me encontraba reflejada en los Ojos de Tomás, cuando me veía construida en su deseo, yo era por completo inocente. Porque uno siempre es inocente cuando ama, siempre regresa a la misma edad emocional, al umbral de la eterna adolescencia. Pura y hermosa fui porque deseé y me desearon. El amor es una mentira, pero funciona.
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Voz: Manuel López Castilleja Música: Mozart - Piano Concerto 21 Youtube.com Tengo cuarenta años, soy muy fea y estoy casada con un ciego. Supongo que algunos se reirán al leer esto; no sé por qué, pero la fealdad en la mujer suele despertar gran chirigota. A otros la frase les parecerá incluso romántica: tal vez les traiga memorias de la infancia, de cuando los cuentos nos hablaban de la hermosura oculta de las almas. Y así, los sapos se convertían en príncipes al calor de nuestros besos, la Bella se enamoraba de la Bestia, el Patito Feo guardaba en su interior un deslumbrante cisne y hasta el monstruo del doctor Frankenstein era apreciado en toda su dulce humanidad por el invidente que no se asustaba de su aspecto. La ceguera, en fin, podía ser la llave hacia la auténtica belleza: sin ver, Homero veía más que los demás mortales. Y yo, fea de solemnidad, horrorosa del todo, podría haber encontrado en mi marido ciego al hombre sustancial capaz de adorar mis virtudes profundas. Pues bien, todo eso es pura filfa. En primer lugar, si eres tan fea como yo lo soy, fea hasta el frenesí, hasta lo admirable, hasta el punto de interrumpir las conversaciones de los bares cuando entro (tengo dos Ojitos como dos botones a ambos lados de una vasta cabezota; el pelo color rata, tan escaso que deja entrever la línea gris del cráneo; la boca sin labios, diminuta, con unos dientecillos afilados de tiburón pequeño, y la nariz aplastada, como de púgil), nadie deposita nunca en ti, eso puedo jurarlo, el deseo y la voluntad de creer que tu interior es bello. De modo que en realidad nadie te ama nunca, porque el amor es justamente eso: un espasmo de nuestra imaginación por el cual creemos reconocer en el otro al príncipe azul o la princesa rosa. Escogemos al prójimo como quien escoge una percha, y sobre ella colgamos el invento de nuestros sueños. Y da la maldita casualidad de que la gente siempre tiende a buscar perchas bonitas. Da la cochina casualidad de que a las niñas lindas, por muy necias que sean, siempre se les intuye un interior emocionante. Mientras que nadie se molesta en suponer un alma hermosa en una mujer canija y cabezota con los ojos demasiado separados. A veces esta certidumbre que acompaña mi fealdad escuece como una herida abierta: no es que no me vean, es que no me imaginan. En cuanto a mi marido, sin duda se casó conmigo porque es ciego. Pero no porque su defecto le hubiera enriquecido con una mayor sintonía espiritual, con una sensibilidad superior para amarme y entenderme, sino porque su incapacidad le colocaba en desventaja en el competitivo mercado conyugal. Él siempre supo que soy horrorosa, y eso siempre le resultó mortificante. Al principio no nos llevábamos tan mal: es listo, es capaz (trabaja como directivo de la ONCE) y cuando nos casamos, hace ya siete años, incluso fue dulce en ocasiones. Pero estaba convencido de haber tenido que cargar con una fea notoria por el simple hecho de ser invidente, y ese pensamiento se le pudrió dentro y le llenó de furia y de rencor. Yo también sabía que había cargado con un ciego porque soy medio monstrua, pero la situación nunca me sacó de quicio como a él, no sé bien por qué. Tal vez sea cosa de mi sexo, del tradicional masoquismo femenino que nos hace aguantar lo inaguantable bajo el espejismo de un final feliz; o tal vez sea que él, en la opacidad de su mirada, dejó desbocar su imaginación y me creyó aún más horrenda de lo que en realidad soy, la Fealdad Suprema, la Fealdad Absoluta e Insufrible retumbando de una manera ensordecedora en la oscuridad de su cerebro. A decir verdad, con el tiempo yo me había ido acostumbrando o quizá resignando a lo que soy. Me tengo por una mujer inteligente, culta, profesionalmente competente. Soy abogada y miembro asociado en una compañía de seguros. Sé lo que mis compañeros dicen de mí a mis espaldas, las burlas, las bromas, los apodos: señora Quitahipos, la Ogra Mayor... Pero he tenido una carrera meteórica: que se fastidien. Empecé en el mundo de las pólizas desde abajo, como vendedora a domicilio. Con mi cara, nadie se atrevía a cerrarme la puerta en las narices: unos por conmiseración, como quien se reprime de maltratar al jorobado o al paralítico; y otros por fascinación, atrapados en la morbosa contemplación de un rostro tan difícil. Estos últimos eran mis mejores clientes; yo hablaba y hablaba mientras ellos me escrutaban mesmerizados, absortos en mis ojos pitarrosos (produzco más legañas que el ciudadano medio), y al final siempre firmaban el contrato sin discutir: la pura culpa que los corroía, culpa de mirarme y de disfrutarlo. Como si se hubieran permitido un placer prohibido, como si la fealdad fuera algo obsceno. 0 sea que el ser así me ayudó de algún modo en mi carrera. Además de las virtudes ya mencionadas, tengo una comprensible mala leche que, bien manejada, pasa por ser un sentido del humor agudo y negro. De manera que suelo caer bien a la gente y tengo amigos. Siempre los tuve. Buenos amigos que me contaban, con los ojos en blanco, cuánto amaban a la tonta de turno sólo porque era mona. Pero este comportamiento lamentable es consustancial a los humanos: a decir verdad, incluso yo misma lo he practicado. Yo también he sentido temblar mi corazón ante un rostro hermoso, unas espaldas anchas, unas breves caderas. Y lo que más me fastidia no es que los hombres guapos me parezcan físicamente atractivos (esto sería una simple constatación objetiva), sino que al instante creo intuir en ellos los más delicados valores morales y psíquicos. El que un abdomen musculoso o unos labios sensuales te hagan deducir inmediatamente que su propietario es un ser delicado, caballeroso, generoso, tierno, valiente e inteligente, me resulta uno de los más grandes y estúpidos enigmas de la creación. Mi marido tiene un abdomen de atleta, unos buenos labios. Pero me besó con ellos y no me convertí en princesa, no dejé de ser sapo. Y él, en quien imaginé todo tipo de virtudes, se fue revelando como un ser violento y amargado. No tengo espejos en mi casa. Mi marido no los necesita y yo los odio. Sí hay espejos, claro, en los servicios del despacho; y normalmente me lavo las manos con la cabeza gacha. He aprendido a mirarme sin verme en los cristales de las ventanas, en los escaparates de las tiendas, en los retrovisores de los coches, en los ojos de los demás. Vivimos en una sociedad llena de reflejos: a poco que te descuidas, en cualquier esquina te asalta tu propia imagen. En estas circunstancias, yo hice lo posible por olvidarme de mí. No me las apañaba del todo mal. Tenía un buen trabajo, buenos amigos, libros que leer, películas que ver. En cuanto a mi marido, nos odiábamos tranquilamente. La vida transcurría así, fría, lenta y tenaz como un río de mercurio. Sólo a veces, en algún atardecer particularmente hermoso, se me llenaba la garganta de una congoja insoportable, del dolor de todas las palabras nunca dichas, de toda la belleza nunca compartida, de todo el deseo de amor nunca puesto en práctica. Entonces mi mente se decía: jamás, jamás, jamás. Y en cada jamás me quería morir. Pero luego esas turbaciones agudas se pasaban, de la misma manera que se pasa un ataque de tos, uno de esos ataques furiosos que te ponen al borde de la asfixia, para desaparecer instantes después sin dejar más recuerdo que una carraspera y una furtiva lágrima. Además, sé bien que incluso a los guapos les entran ganas de morirse algunas veces. Hace unos cuantos meses, sin embargo, empecé a sentir una rara inquietud. Era como si me encontrara en la antesala del dentista, y me hubiera llegado el turno, y estuviera esperando a que en cualquier momento se abriera la fatídica puerta y apareciera la enfermera diciendo: "Pase usted" (el símil viene al caso porque me sangran las encías y mis dientecillos de tiburón pequeño siempre me han planteado muchos problemas). Le hablé un día a Tomás de esta tribulación y esta congoja, y él dictaminó: "Ésa es la crisis de los cuarenta". Tal vez fuera eso, tal vez no. El caso es que a menudo me ponía a llorar por las noches sin ton ni son, y empecé a pensar que tenía que separarme de mi marido. No sólo me sentía fea, sino enferma. Tomás era el auditor. Venía de Barcelona, tenía treinta y seis años, era bajito y atractivo y, para colmo, se acababa de divorciar. Su llegada revolucionó la oficina: era el más joven, el más guapo. Mi linda secretaria (que se llama Linda) perdió enseguida las entendederas por él. Empezó a quedarse en blanco durante horas, contemplando la esquina de la habitación con fijeza de autista. Se le caían los papeles, traspapelaba los contratos y dejaba las frases a medio musitar. Cuando Tomás aparecía por mi despacho, sus mejillas enrojecían violentamente y no atinaba a decir ni una palabra. Pero se ponía en pie y recorría atolondradamente la habitación de acá para allá, mostrando su palmito y meneando las bonitas caderas, la muy perra (toda bella, por muy tonta o tímida que sea, posee una formidable intuición de su belleza, una habilidad innata para lucirse). Yo asistía al espectáculo con curiosidad y cierto inevitable desagrado. No había dejado de advertir que Tomás venía mucho a vernos; primero con excusas relativas a su trabajo, después ya abiertamente, como si tan sólo quisiera charlar un ratito conmigo. A mí no me engañaba, por supuesto: estaba convencida de que Linda y él acabarían enroscados, desplomados el uno en el otro por la inevitable fuerza de gravedad de la guapeza. Y eso me fastidiaba un poco, he de reconocerlo. Lo cual era un sentimiento absurdo, porque nunca aspiré a nada con Tomás. Sí, era sensible a sus dientes blancos y a sus ojos azules maliciosos y a los cortos rizos que se le amontonaban sobre el recio cogote y a sus manos esbeltas de dedos largos y al lunar en la comisura izquierda de su boca y a los dos pelillos que asomaban por la borda de la camisa cuando se aflojaba la corbata y a sus sólidas nalgas y al antebrazo musculoso que un día toqué inadvertidamente y a su olor de hombre y a sus ojeras y a sus orejas y a la anchura de sus muñecas e incluso a la ternura de su calva incipiente (como verán, me fijaba en él); era sensible a sus encantos, digo, pero nunca se me ocurrió la desmesura de creerle a mi alcance. Los feos feísimos somos como aquellos pobres que pueden admirar la belleza de un Rolls Royce aun a sabiendas de que nunca se van a subir en un automóvil semejante. Los feos feísimos somos como los mendigos de Dickens, que aplastaban las narices en las ventanas de las casas felices para atisbar el fulgor de la vida ajena. Ya sé que me estoy poniendo melodramática: antes no me permitía jamás la autoconmiseración y ahora desbordo. Debo de haberme perdonado. 0 quizá sea lo de la crisis de los cuarenta. El caso es que un día Linda me pidió por favor por favor por favor que la ayudara. Quería que yo le diera mi opinión sobre el señor Vidaurra (o sea, sobre Tomás); porque como yo era tan buena psicóloga y tan sabia, y como Vidaurra venía tan a menudo a mi despacho... No necesité pedirle que se explicara: me bastó con poner una discreta cara de atención para que Linda volcase su corazón sobre la plaza pública. Ah, estaba muy enamoriscada de Tomás, y pensaba que a él le sucedía algo parecido; pero el hombre debía de ser muy indeciso o muy tímido y no había manera de que la cosa funcionara. Y que cómo veía yo la situación y qué le aconsejaba... Tal vez piensen ustedes que ésta es una conversación insólita entre una secretaria y su jefa (recuerden que yo tengo que ganarme amigos de otro modo: y un método muy eficaz es saber escuchar), pero aún les va a parecer más rara mi respuesta. Porque le dije que sí, que estaba claro que a Tomás le gustaba; que lo que tenía que hacer era escribirle una carta de amor, una carta bonita; y que, como sabía que ella no se las apañaba bien con lo literario, estaba dispuesta a redactarle la carta yo misma. ¿Que cómo se me ocurrió tal barbaridad? Pues no sé, ya he dicho que soy leída y culta e incluso sensible bajo mi cabezota. Y pensé en el Cyrano y en probar a enamorar a un hombre con mis palabras. Quién sabe, quizá después de todo pudiera paladear siquiera un bocado de la gloria romántica. Quizá al cabo de los años Linda le dijera que fui yo. Así que me pasé dos días escribiendo tres folios hermosos; y luego Linda los copió con su letra y se los dio. Eso fue un jueves. El viernes Tomás no vino, y el sábado por la tarde me llamó a mi casa: perdona que te moleste en fin de semana, ayer estuve enfermo, tengo que hacerte una consulta urgente de trabajo, me gustaría ir a verte. Era a principios de verano y mi marido estaba escuchando música sentado en la terraza. Ese día no nos hablábamos, no recuerdo ya por qué; le fui a decir que venía un compañero del trabajo y no se dignó contestarme. Yo tengo una voz bonita; tengo una voz rica y redonda, digna de otra garganta y otro cuello. Pero cuando me enfadaba con mi marido, cuando nos esforzábamos en odiarnos todo el día, el tono se me ponía pitudo y desagradable. Hasta eso me arrebataba por entonces el ciego: me robaba mí voz, mi único tesoro. Así que cuando llegó Tomás yo no hacía más que carraspear. Nos sentamos en el sofá de la sala, saqué café y pastas, hablamos de un par de naderías. Al cabo me dijo que Linda le había mandado una carta muy especial y que no sabía qué hacer, que me pedía consejo. Yo me esponjé de orgullo, descrucé las piernas, tosí un poco, me limpié una legaña disimuladamente con la punta de la servilleta. ¿Una carta muy especial?, repetí con rico paladeo. Sí, dijo él, una carta de amor, algo muy embarazoso, una niñería, si vieras la pobre qué cosas decía, tan adolescentes, tan cursis, tan idiotas; pero es que la pobre Linda tiene la mentalidad de una cría, es una inocente, una panoli, no toda una mujer, como tú eres. Me quedé sin aliento: ¿mi carta una niñería? Enrojecí: cómo no me había imaginado que esto iba a pasar, cómo no me había dado cuenta antes, medio monstrua de mí, tan poco vivida en ese registro, tan poco amante, tan poco amada, virginal aún de corazón. La carta me había delatado, había desvelado mi inmadurez y mi ridícula tragedia: porque el dolor de amor suele resultar ridículo ante los ojos de los demás. Pero no. Tomás no sabía que fui yo, Tomás no me creía capaz de una puerilidad de tal calibre, Tomás me había puesto una mano sobre el muslo y sonreía. Repito: Tomás me había puesto una mano sobre el muslo. Y sonreía, mirándome a los ojos como nunca soñé con ser mirada. Su mano era seca, tibia, suave. La mantenía abierta, con la palma hacia abajo, su carne sobre mi carne toda quieta. O más bien su carne sobre mis medias de farmacia contra las varices (aunque eran unas medias bastante bonitas, pese a todo). Entonces Tomás lanzó una Ojeada al balcón: allí, al otro lado del cristal, pero apenas a cuatro metros de distancia, estaba mi marido de frente hacia nosotros, contemplándonos fijamente con sus ojos vacíos. Sin dejar de mirarle, Tomás arrastró suavemente su mano hacia arriba: la punta de sus dedos se metió por debajo del ruedo de mi falda. Yo era una tierra inexplorada de carne sensible. Me sorprendió descubrir el ignorado protagonismo de mis ingles, la furia de mi abdomen, la extrema voracidad de mi cintura. Por no hablar de esas suaves cavernas en donde todas las mujeres somos iguales (allí yo no era fea). Hicimos el amor en el sofá, en silencio, sorbiendo los jadeos entre dientes. Sé bien que gran parte de su excitación residía en la presencia de mi marido, en sus ojos que nos veían sin ver, en el peligro y la perversidad de la situación. Todas las demás veces, porque hubo muchas otras, Tomás siempre buscó que cayera sobre nosotros esa mirada ciega; y cuando me ensartaba se volvía hacia él, hacia mi marido, y le contemplaba con cara de loco (el placer es así, te pone una expresión exorbitada). De modo que en sus brazos yo pasé en un santiamén de ser casi una virgen a ser considerablemente depravada. A gozar de la morbosa paradoja de un mirón que no mira. Pero a decir verdad lo que a mí más me encendía no era la presencia de mi marido, sino la de mi amante. La palabra amante viene de amar, es el sujeto de la acción, aquel que ama y que desea; y lo asombroso, lo soberbio, lo inconcebible, es que al fin era yo el objeto de ese verbo extranjero, de esa palabra ajena en mi existencia. Yo era la amada y la deseada, yo la reina de esos instantes de obcecación y gloria, yo la dueña, durante la eternidad de unos minutos, de los dientes blancos de Tomás y de sus Ojos azules maliciosos y de los cortos rizos que se le amontonaban sobre el recio cogote y de sus manos esbeltas de dedos largos y del lunar en la comisura izquierda de su boca y de los dos pelillos que asomaban por la borda de la camisa cuando se aflojaba la corbata (cuando yo se la arrancaba) y de sus sólidas nalgas y del antebrazo musculoso y de su olor de hombre y de sus ojeras y sus orejas y la anchura de sus muñecas e incluso de la ternura de su calva incipiente. Todo mío. Pasaron las semanas y nosotros nos seguimos amando día tras día mientras mi marido escuchaba su concierto vespertino en la terraza. Al fin Tomás terminó su auditoría y tuvo que regresar a Barcelona. Nos despedimos una tarde con una intensidad carnal rayana en lo feroz, y luego, ya en la puerta, Tomás acarició mis insípidas mejillas y dijo que me echaría de menos. Y yo sé que es verdad. Así que derramé unas cuantas lágrimas y alguna que otra legaña mientras le veía bajar las escaleras, más por entusiasmo melodramático ante la escena que por un dolor auténtico ante su pérdida. Porque sé bien que la belleza es forzosamente efímera, y que teníamos que acabar antes o después con nuestra relación para que se mantuviera siempre hermosa. Aparte de que se acercaba el otoño y después vendría el invierno y mi marido ya no podría seguir saliendo a la terraza: y siempre sospeché que, sin su mirada, Tomás no me vería. Tal vez piensen que soy una criatura patética, lo cual no me importa lo más mínimo: es un prejuicio de ignorantes al que ya estoy acostumbrada. Tal vez crean que mi historia de amor con Tomás no fue hermosa, sino sórdida y siniestra. Pero yo no veo ninguna diferencia entre nuestra pasión y la de los demás. ¿Que Tomás necesitaba para amarme la presencia fantasmal de mi marido? Desde luego; pero ¿no acarrean también los demás sus propios y secretos fantasmas a la cama? ¿Con quién nos acostamos todos nosotros cuando nos acostamos con nuestra pareja? Admito, por lo tanto, que Tomás me imagino; pero lo mismo hizo Romeo al imaginar a su Julieta. Nunca podré agradecerle lo bastante a Tomás que se tomara el trabajo de inventarme. Desde esta historia clandestina, mi vida conyugal marcha mucho mejor. Supongo que mi marido intuyó algo: mientras vino Tomás siguió saliendo cada tarde a la terraza, aunque el verano avanzaba y en el balcón hacía un calor achicharrante; y allí permanecía, congestionado y sudoroso, mientras mi amante y yo nos devorábamos. Ahora mi marido está moreno y guapo de ese sol implacable del balcón; y me trata con deferencia, con interés, con coquetería, como si el deseo del otro (seguro que lo sabe, seguro que lo supo) hubiera encendido su propio deseo y el convencimiento de que yo valgo algo, y de que, por lo tanto, también lo vale él. Y como él se siente valioso y piensa que vale la pena quererme, yo he empezado a apreciar mí propia valía y por lo tanto a valorarlo a él. No sé si me siguen: es un juego de espejos. Pero me parece que he desatado un viejo nudo. Ahora sigo siendo igual de medio monstrua, pero tengo recuerdos, memorias de la belleza que me amansan. Además, ya no se me crispa el tono casi nunca, de modo que puedo alardear de mi buena voz: el mejor atributo para que mi ciego me disfrute. ¿Quién habló de perversión? Cuando me encontraba reflejada en los Ojos de Tomás, cuando me veía construida en su deseo, yo era por completo inocente. Porque uno siempre es inocente cuando ama, siempre regresa a la misma edad emocional, al umbral de la eterna adolescencia. Pura y hermosa fui porque deseé y me desearon. El amor es una mentira, pero funciona.
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