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"Las maravillas del Evangelio" (parte 3 y final, en la "Lectura de los domingos"

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Continuando con la Lectura de Los Domingos y nuestro tema:

“Las Maravillas del Evangelio”.

Esta será la última de esta lectura.

Es importante haber escuchado las lecturas anteriores para comprender de mejor forma el pensamiento expuesto en este tema.

La primera verdad es que la salvación es enteramente de Dios. Hoy leeremos acerca de la segunda verdad acerca de la salvación

La segunda verdad que se nos recuerda aquí con respecto a esta gran salvación es que es esencialmente sobrenatural y milagrosa. Aquellos que no son conscientes de ello o que se niegan a creer lo que ya hemos dicho, obviamente no comprenden tampoco este punto y en general suelen oponerse a él con violencia. Y, sin embargo, no hay nada que sea tan glorioso en todo el plan, nada que haya llevado de tal forma a los santos a cantar las alabanzas de Dios. No importa cómo lo miremos o desde qué ángulo; la maravilla y el prodigio de todo ello brilla cada vez más gloriosamente. La salvación que se nos ofrece en el evangelio, lejos de ser el resultado de los esfuerzos e intentos del hombre, lejos de ser un producto humano y terrenal, es esencialmente sobrenatural y divino. Considerémoslo de dos formas distintas:

Considerémoslo en primer lugar desde la perspectiva de la forma en que se desarrolló. No hay nada tan claro como el elemento milagroso, sobrenatural. El propio nacimiento del precursor, Juan el Bautista, fue un milagro en sí mismo. Sobre una base humana era completamente imposible. El curso de la naturaleza fue variado aun en el caso del heraldo del evangelio. Pero en el caso de nuestro propio Señor, esto es aún más obvio. Su nacimiento fue un milagro. La sola alternativa es impensable. Simplemente no se puede explicar en términos humanos. Es único. Destaca en solitario. Consideremos luego su vida. Estos son los únicos comentarios posibles: «¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!». «Nunca hemos visto tal cosa». Y en lo referente a sus milagros, maravillas y grandes obras, simplemente proclaman que es el Hijo de Dios, tal como dijo repetidamente. Tenía poder sobre el viento y el mar, sobre toda clase de demonios y enfermedades y aun podía ordenar a los muertos que se levantaran de su tumba. Todas sus obras tienen la impronta de Dios y son sobrenaturales. Nunca se vio nada parecido. Pero lo más asombroso de todo fue su propia resurrección en la mañana del tercer día después de la crucifixión y de aquella muerte cruel. Luego las apariciones a los discípulos y la ascensión final al Cielo. Es el extremo opuesto del esfuerzo, la empresa y los logros humanos. Es excepcional. Es nuevo. Es milagroso. Es divino. Introduce un orden completamente nuevo. Rebasa todo lo que lo había precedido.

Pero este aspecto milagroso y sobrenatural se puede ver de forma igualmente clara al considerar la manera como se relaciona con el hombre esta salvación que así había sido obrada en Cristo. Consideremos lo que sucedió en Jerusalén en el día de Pentecostés. ¿Se puede explicar lo que ocurrió a los Apóstoles en términos humanos? Se negaban constantemente a sí mismos y lo atribuían todo a Jesucristo. Y asombraban y sorprendían a las autoridades de Jerusalén, porque les dejaba perplejos que hombres «sin letras y del vulgo» como Pedro y Juan fueran tan valientes y capaces de hacer tan grandes obras. Se nos dice que «se maravillaban». Y ciertamente nos sorprende, porque nos basta con comparar y contrastar a estos hombres como los encontramos en Hechos y en sus propias Epístolas con lo que leemos de ellos en los Evangelios para ver de inmediato que son completa y absolutamente distintos. No es un proceso de crecimiento y desarrollo gradual. Son transformados repentinamente y se llenan de poder. No hay milagro físico tan destacable en el Nuevo Testamento como el cambio de estos hombres. No es el resultado de lo que habían hecho, sino de lo que Dios había hecho con ellos. Y al mirarse a sí mismos sienten que no pueden hacer otra cosa sino alabarle y seguir alabándole.

¿Habíamos comprendido que el evangelio es así? ¿Habíamos comprendido que ofrece una salvación superlativa, que significa que no solo somos perdonados y que se nos mostrará una nueva forma de vida que vivir, sino que por encima de todo eso, nos ofrece un nuevo nacimiento y una nueva naturaleza, una nueva vida en ti con todo su poder y que es la vida de Dios mismo? ¡Ay, qué miseria y pobreza la de aquellos que no ven que la salvación es sobrenatural e insisten agotadora e inútilmente en confiar en sus propios esfuerzos y en sus tentativas! No nos sorprende que nunca produzcan grandes himnos de alabanza. ¿Porque cómo puede uno cantar en semejante estado de cautiverio? ¿Cómo puede uno entonar un «aleluya» cuando afronta cara a cara una tarea imposible en un mundo imposible? ¡No!, antes de que podamos cantar debemos tener vida y poder, vigor y libertad, victoria y conquistas. Y eso es precisamente lo que se te ofrece en el evangelio. En palabras de Juan Calvino, «el Hijo de Dios se convirtió en Hijo del hombre a fin de que los hijos de los hombres pudieran convertirse en hijos de Dios». Es posible que tú hoy, como resultado, te conviertas no meramente en un hombre mejor sino en un hombre completamente nuevo. ¡Ay!, puede que admires la vida de Jesucristo y pienses que sus palabras y obras fueron maravillosas; puedes derramar lágrimas al pensar en él como el bebé que nació en aquel pesebre, o verle al final abandonado por todos y crucificado; puede que sientas un gran deseo de seguirle e imitarle a él y su vida; pero jamás sentirás toda tu alma y todo tu ser ofreciéndose a Dios en gratitud, asombro y adoración hasta que seas consciente del hecho de que murió por ti y hasta que hayas experimentado su vida y poder desbordando la tuya, cambiándola y transformándola, infundiendo poder en ella, convirtiendo tus derrotas en victorias y liberándote del poder del pecado. Y eso se te ofrece hoy en el evangelio de Jesucristo.

Pero probablemente haya muchos que, cara a cara ante esto, se están diciendo a sí mismos como dijo María en la antigüedad: «¿Cómo será esto?», lo que nos recuerda el tercer principio, esto es, que la salvación, al ser de Dios es, por tanto, sobrenatural; el hombre no solo no puede conseguirlo, sino que tampoco puede entender completamente. Ciertamente podría haber ido más lejos y haber dicho de manera bastante categórica que esta gran salvación que nos ofrece Dios es intrínsecamente increíble para el hombre natural. Nuestros patrones de juicio son terrenales y humanos. Estamos acostumbrados a las cosas de la carne y de los sentidos. Nuestras categorías son limitadas y finitas. Nacemos en cierto orden de sucesos y en un mundo que cree incondicionalmente en sí mismo y en sus propias fuerzas. La salvación, tal como podemos verla en cada área de la vida, depende de la fuerza de voluntad, del coraje, la determinación y el trabajo duro. Es el realista quien tiene éxito, el hombre que, como decimos, «afronta los hechos» y no se hace ilusiones. Sorprende, pues, que al enfrentarnos a todo el plan de salvación del evangelio, preguntemos como María al principio: «¿Cómo será esto?». ¡Ay!, no solo es María, sino también el erudito Nicodemo quien, cuando nuestro Señor le habló acerca de nacer de nuevo, dijo precisamente lo mismo; también los griegos, que lo expresaban en términos más drásticos al decir que la predicación del evangelio era una locura. Sigue habiendo miles hoy día que afirman que no creerán nada a menos que lo entiendan y que inevitablemente no pueden entender el evangelio. ¿Porque quién puede entenderlo? ¿Quién puede entender el nacimiento virginal y la encarnación? ¿Quién puede entender los milagros y las tremendas obras? ¿Quién puede entender la cruz, la muerte y toda la cuestión de la expiación? ¿Quién puede sondear el poder y el misterio de la resurrección y la persona del Espíritu Santo? ¿Quién puede explicar el mecanismo del nuevo nacimiento y de la nueva vida con toda la promesa de un nuevo comienzo y de que todas las cosas son hechas nuevas? Es asombroso. Es pasmoso. Es muy distinto de todo lo que hemos conocido, pensado y sentido. «¿Cómo será esto?», «¿es verdaderamente posible?», «¿puede realmente suceder?». Esas son nuestras reacciones. Esos son nuestros sentimientos. Somos confrontados por algo que nuestras mentes no pueden asimilar, que ni tan siquiera los intelectuales pueden abarcar. Estamos cara a cara ante lo infinito y lo eterno. Y tenemos únicamente dos alternativas. Podemos o bien negarnos a creerlo porque no lo entendemos y rechazarlo porque no podemos explicarlo, o bien imitar el ejemplo de María, quien a pesar de no poder entenderlo ni verlo, cuando se le dijo que era de Dios y que para él no hay nada imposible se sometió y aceptó raudamente y con obediencia diciendo: «He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra» (Lucas 1:38). Esa es, pues, para ti la pregunta hoy día. No se pide que intentes entender estas cosas. Nadie puede. Simplemente se pide que las aceptes y te sometas a ellas. En primera instancia el evangelio no te pide que hagas nada. Ni siquiera se exige que lo comprendas.

Una palabra más con respecto a este tema, porque ciertamente es la más gloriosa de todas. En nuestra secuencia lógica lo expresaríamos así: En vista del hecho de que la salvación es de Dios y, por tanto, sobrenatural (aunque no podemos entenderlo), nos ofrece una esperanza a todos. «Porque nada hay imposible para Dios». Es nuestra única esperanza. Es el único camino. Es el único evangelio, las únicas nuevas verdaderamente buenas. Es la única cosa que me capacita para presentarnos hoy en día y decir con confianza y seguridad. ¡El evangelio es el «poder de Dios para salvación» (Romanos 1:16) y no meramente una indicación de cómo pueden salvarse los hombres y mujeres a sí mismos! Es la obra de Dios; y debido a que es su obra, es posible para todos y puede ser ofrecida a todos. De ser la salvación algo humano y natural sería imposible para todos, sí, aun para los que hablan de ella en esos términos. ¡Porque una cosa es hablar y otra muy distinta vivir y actuar! Está muy bien utilizar frases idealistas, hablar hermosamente del amor, considerar exaltados patrones éticos y hablar a la ligera de la aplicación de los principios del evangelio a los problemas de la vida. Pero la pregunta es: ¿Pueden aplicarse? ¿Los aplican en sus vidas aquellos que así hablan? ¿Pueden hacerlo? ¿Y puede «aplicarse» al mundo toda esta enseñanza? Consideremos el mundo en la actualidad a pesar de toda su enseñanza. ¿Y qué ofrece esa enseñanza a los fracasados, a los quebrantados y tullidos en la vida, a aquellos que han perdido su carácter así como su fuerza de voluntad? ¡Oh!, gracias a Dios porque la salvación nos la da él, porque todos podemos recibir ese don, tanto los más débiles como los más fuertes. Hay literalmente esperanza para todos. «¿Cómo será esto?», preguntó María. «Nada hay imposible para Dios», fue la respuesta. Y a su debido tiempo nació Jesucristo en Belén. Lo imposible sucedió. ¡Y, oh!, ¡en miles de casos eso se repitió durante su ministerio terrenal! ¿Cuáles son las situaciones que le llevaban el pueblo y los discípulos? ¡Ay!, siempre los más desesperados, siempre los que habían abrumado y derrotado a todos los demás y acabado con sus fuerzas: los ciegos de nacimiento, los sordos, los paralíticos; sí, hasta los muertos. Los desesperados de los desesperados, los más impotentes de los impotentes. ¿Puede hacer Jesús algo por ellos? «¿Cómo puede hacerse esto?». ¿Puede realmente suceder? «Id, y haced saber a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio» (Mateo 11:4–5). Sí, sucedió. Su poder no tenía límites. El caso más desesperado no era más difícil que cualquier otro, porque «nada hay imposible para Dios». ¿Es así? ¿Es verdaderamente cierto? ¡Sin duda debe de haber un error! Porque una tarde se le ve colgando en la cruz completamente impotente, y con las personas en las inmediaciones diciendo: «A otros salvó, sálvese a sí mismo» (Lucas 23:35). ¡Tan poderoso en vida y aparentemente vencido por la muerte! ¿«Nada hay imposible»? ¡Y él ahí muriendo, sí, muerto y sepultado en un sepulcro! ¡Pero espera! Sueltos los dolores de la muerte, se levanta del sepulcro. Ni siquiera la muerte pudo retenerle. Venció a todo; sí, nuevamente afirmo: «Nada hay imposible para Dios».

«¿Pero cómo nos afecta eso a nosotros?», pregunta alguien. Bien, te decimos lo siguiente, que cualquiera que sea tu problema, por grande que sea tu necesidad, sigue siendo válido para todo el que pide. El evangelio solo te pide que permitas a Dios que te perdone, que te limpie, que te llene de una nueva vida creyendo que envió a su Hijo unigénito al mundo para vivir, morir y resucitar a fin de hacer posible todo eso. «¿Cómo puede hacerse esto?». «Nada hay imposible para Dios».

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“Las Maravillas del Evangelio”.

Esta será la última de esta lectura.

Es importante haber escuchado las lecturas anteriores para comprender de mejor forma el pensamiento expuesto en este tema.

La primera verdad es que la salvación es enteramente de Dios. Hoy leeremos acerca de la segunda verdad acerca de la salvación

La segunda verdad que se nos recuerda aquí con respecto a esta gran salvación es que es esencialmente sobrenatural y milagrosa. Aquellos que no son conscientes de ello o que se niegan a creer lo que ya hemos dicho, obviamente no comprenden tampoco este punto y en general suelen oponerse a él con violencia. Y, sin embargo, no hay nada que sea tan glorioso en todo el plan, nada que haya llevado de tal forma a los santos a cantar las alabanzas de Dios. No importa cómo lo miremos o desde qué ángulo; la maravilla y el prodigio de todo ello brilla cada vez más gloriosamente. La salvación que se nos ofrece en el evangelio, lejos de ser el resultado de los esfuerzos e intentos del hombre, lejos de ser un producto humano y terrenal, es esencialmente sobrenatural y divino. Considerémoslo de dos formas distintas:

Considerémoslo en primer lugar desde la perspectiva de la forma en que se desarrolló. No hay nada tan claro como el elemento milagroso, sobrenatural. El propio nacimiento del precursor, Juan el Bautista, fue un milagro en sí mismo. Sobre una base humana era completamente imposible. El curso de la naturaleza fue variado aun en el caso del heraldo del evangelio. Pero en el caso de nuestro propio Señor, esto es aún más obvio. Su nacimiento fue un milagro. La sola alternativa es impensable. Simplemente no se puede explicar en términos humanos. Es único. Destaca en solitario. Consideremos luego su vida. Estos son los únicos comentarios posibles: «¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!». «Nunca hemos visto tal cosa». Y en lo referente a sus milagros, maravillas y grandes obras, simplemente proclaman que es el Hijo de Dios, tal como dijo repetidamente. Tenía poder sobre el viento y el mar, sobre toda clase de demonios y enfermedades y aun podía ordenar a los muertos que se levantaran de su tumba. Todas sus obras tienen la impronta de Dios y son sobrenaturales. Nunca se vio nada parecido. Pero lo más asombroso de todo fue su propia resurrección en la mañana del tercer día después de la crucifixión y de aquella muerte cruel. Luego las apariciones a los discípulos y la ascensión final al Cielo. Es el extremo opuesto del esfuerzo, la empresa y los logros humanos. Es excepcional. Es nuevo. Es milagroso. Es divino. Introduce un orden completamente nuevo. Rebasa todo lo que lo había precedido.

Pero este aspecto milagroso y sobrenatural se puede ver de forma igualmente clara al considerar la manera como se relaciona con el hombre esta salvación que así había sido obrada en Cristo. Consideremos lo que sucedió en Jerusalén en el día de Pentecostés. ¿Se puede explicar lo que ocurrió a los Apóstoles en términos humanos? Se negaban constantemente a sí mismos y lo atribuían todo a Jesucristo. Y asombraban y sorprendían a las autoridades de Jerusalén, porque les dejaba perplejos que hombres «sin letras y del vulgo» como Pedro y Juan fueran tan valientes y capaces de hacer tan grandes obras. Se nos dice que «se maravillaban». Y ciertamente nos sorprende, porque nos basta con comparar y contrastar a estos hombres como los encontramos en Hechos y en sus propias Epístolas con lo que leemos de ellos en los Evangelios para ver de inmediato que son completa y absolutamente distintos. No es un proceso de crecimiento y desarrollo gradual. Son transformados repentinamente y se llenan de poder. No hay milagro físico tan destacable en el Nuevo Testamento como el cambio de estos hombres. No es el resultado de lo que habían hecho, sino de lo que Dios había hecho con ellos. Y al mirarse a sí mismos sienten que no pueden hacer otra cosa sino alabarle y seguir alabándole.

¿Habíamos comprendido que el evangelio es así? ¿Habíamos comprendido que ofrece una salvación superlativa, que significa que no solo somos perdonados y que se nos mostrará una nueva forma de vida que vivir, sino que por encima de todo eso, nos ofrece un nuevo nacimiento y una nueva naturaleza, una nueva vida en ti con todo su poder y que es la vida de Dios mismo? ¡Ay, qué miseria y pobreza la de aquellos que no ven que la salvación es sobrenatural e insisten agotadora e inútilmente en confiar en sus propios esfuerzos y en sus tentativas! No nos sorprende que nunca produzcan grandes himnos de alabanza. ¿Porque cómo puede uno cantar en semejante estado de cautiverio? ¿Cómo puede uno entonar un «aleluya» cuando afronta cara a cara una tarea imposible en un mundo imposible? ¡No!, antes de que podamos cantar debemos tener vida y poder, vigor y libertad, victoria y conquistas. Y eso es precisamente lo que se te ofrece en el evangelio. En palabras de Juan Calvino, «el Hijo de Dios se convirtió en Hijo del hombre a fin de que los hijos de los hombres pudieran convertirse en hijos de Dios». Es posible que tú hoy, como resultado, te conviertas no meramente en un hombre mejor sino en un hombre completamente nuevo. ¡Ay!, puede que admires la vida de Jesucristo y pienses que sus palabras y obras fueron maravillosas; puedes derramar lágrimas al pensar en él como el bebé que nació en aquel pesebre, o verle al final abandonado por todos y crucificado; puede que sientas un gran deseo de seguirle e imitarle a él y su vida; pero jamás sentirás toda tu alma y todo tu ser ofreciéndose a Dios en gratitud, asombro y adoración hasta que seas consciente del hecho de que murió por ti y hasta que hayas experimentado su vida y poder desbordando la tuya, cambiándola y transformándola, infundiendo poder en ella, convirtiendo tus derrotas en victorias y liberándote del poder del pecado. Y eso se te ofrece hoy en el evangelio de Jesucristo.

Pero probablemente haya muchos que, cara a cara ante esto, se están diciendo a sí mismos como dijo María en la antigüedad: «¿Cómo será esto?», lo que nos recuerda el tercer principio, esto es, que la salvación, al ser de Dios es, por tanto, sobrenatural; el hombre no solo no puede conseguirlo, sino que tampoco puede entender completamente. Ciertamente podría haber ido más lejos y haber dicho de manera bastante categórica que esta gran salvación que nos ofrece Dios es intrínsecamente increíble para el hombre natural. Nuestros patrones de juicio son terrenales y humanos. Estamos acostumbrados a las cosas de la carne y de los sentidos. Nuestras categorías son limitadas y finitas. Nacemos en cierto orden de sucesos y en un mundo que cree incondicionalmente en sí mismo y en sus propias fuerzas. La salvación, tal como podemos verla en cada área de la vida, depende de la fuerza de voluntad, del coraje, la determinación y el trabajo duro. Es el realista quien tiene éxito, el hombre que, como decimos, «afronta los hechos» y no se hace ilusiones. Sorprende, pues, que al enfrentarnos a todo el plan de salvación del evangelio, preguntemos como María al principio: «¿Cómo será esto?». ¡Ay!, no solo es María, sino también el erudito Nicodemo quien, cuando nuestro Señor le habló acerca de nacer de nuevo, dijo precisamente lo mismo; también los griegos, que lo expresaban en términos más drásticos al decir que la predicación del evangelio era una locura. Sigue habiendo miles hoy día que afirman que no creerán nada a menos que lo entiendan y que inevitablemente no pueden entender el evangelio. ¿Porque quién puede entenderlo? ¿Quién puede entender el nacimiento virginal y la encarnación? ¿Quién puede entender los milagros y las tremendas obras? ¿Quién puede entender la cruz, la muerte y toda la cuestión de la expiación? ¿Quién puede sondear el poder y el misterio de la resurrección y la persona del Espíritu Santo? ¿Quién puede explicar el mecanismo del nuevo nacimiento y de la nueva vida con toda la promesa de un nuevo comienzo y de que todas las cosas son hechas nuevas? Es asombroso. Es pasmoso. Es muy distinto de todo lo que hemos conocido, pensado y sentido. «¿Cómo será esto?», «¿es verdaderamente posible?», «¿puede realmente suceder?». Esas son nuestras reacciones. Esos son nuestros sentimientos. Somos confrontados por algo que nuestras mentes no pueden asimilar, que ni tan siquiera los intelectuales pueden abarcar. Estamos cara a cara ante lo infinito y lo eterno. Y tenemos únicamente dos alternativas. Podemos o bien negarnos a creerlo porque no lo entendemos y rechazarlo porque no podemos explicarlo, o bien imitar el ejemplo de María, quien a pesar de no poder entenderlo ni verlo, cuando se le dijo que era de Dios y que para él no hay nada imposible se sometió y aceptó raudamente y con obediencia diciendo: «He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra» (Lucas 1:38). Esa es, pues, para ti la pregunta hoy día. No se pide que intentes entender estas cosas. Nadie puede. Simplemente se pide que las aceptes y te sometas a ellas. En primera instancia el evangelio no te pide que hagas nada. Ni siquiera se exige que lo comprendas.

Una palabra más con respecto a este tema, porque ciertamente es la más gloriosa de todas. En nuestra secuencia lógica lo expresaríamos así: En vista del hecho de que la salvación es de Dios y, por tanto, sobrenatural (aunque no podemos entenderlo), nos ofrece una esperanza a todos. «Porque nada hay imposible para Dios». Es nuestra única esperanza. Es el único camino. Es el único evangelio, las únicas nuevas verdaderamente buenas. Es la única cosa que me capacita para presentarnos hoy en día y decir con confianza y seguridad. ¡El evangelio es el «poder de Dios para salvación» (Romanos 1:16) y no meramente una indicación de cómo pueden salvarse los hombres y mujeres a sí mismos! Es la obra de Dios; y debido a que es su obra, es posible para todos y puede ser ofrecida a todos. De ser la salvación algo humano y natural sería imposible para todos, sí, aun para los que hablan de ella en esos términos. ¡Porque una cosa es hablar y otra muy distinta vivir y actuar! Está muy bien utilizar frases idealistas, hablar hermosamente del amor, considerar exaltados patrones éticos y hablar a la ligera de la aplicación de los principios del evangelio a los problemas de la vida. Pero la pregunta es: ¿Pueden aplicarse? ¿Los aplican en sus vidas aquellos que así hablan? ¿Pueden hacerlo? ¿Y puede «aplicarse» al mundo toda esta enseñanza? Consideremos el mundo en la actualidad a pesar de toda su enseñanza. ¿Y qué ofrece esa enseñanza a los fracasados, a los quebrantados y tullidos en la vida, a aquellos que han perdido su carácter así como su fuerza de voluntad? ¡Oh!, gracias a Dios porque la salvación nos la da él, porque todos podemos recibir ese don, tanto los más débiles como los más fuertes. Hay literalmente esperanza para todos. «¿Cómo será esto?», preguntó María. «Nada hay imposible para Dios», fue la respuesta. Y a su debido tiempo nació Jesucristo en Belén. Lo imposible sucedió. ¡Y, oh!, ¡en miles de casos eso se repitió durante su ministerio terrenal! ¿Cuáles son las situaciones que le llevaban el pueblo y los discípulos? ¡Ay!, siempre los más desesperados, siempre los que habían abrumado y derrotado a todos los demás y acabado con sus fuerzas: los ciegos de nacimiento, los sordos, los paralíticos; sí, hasta los muertos. Los desesperados de los desesperados, los más impotentes de los impotentes. ¿Puede hacer Jesús algo por ellos? «¿Cómo puede hacerse esto?». ¿Puede realmente suceder? «Id, y haced saber a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio» (Mateo 11:4–5). Sí, sucedió. Su poder no tenía límites. El caso más desesperado no era más difícil que cualquier otro, porque «nada hay imposible para Dios». ¿Es así? ¿Es verdaderamente cierto? ¡Sin duda debe de haber un error! Porque una tarde se le ve colgando en la cruz completamente impotente, y con las personas en las inmediaciones diciendo: «A otros salvó, sálvese a sí mismo» (Lucas 23:35). ¡Tan poderoso en vida y aparentemente vencido por la muerte! ¿«Nada hay imposible»? ¡Y él ahí muriendo, sí, muerto y sepultado en un sepulcro! ¡Pero espera! Sueltos los dolores de la muerte, se levanta del sepulcro. Ni siquiera la muerte pudo retenerle. Venció a todo; sí, nuevamente afirmo: «Nada hay imposible para Dios».

«¿Pero cómo nos afecta eso a nosotros?», pregunta alguien. Bien, te decimos lo siguiente, que cualquiera que sea tu problema, por grande que sea tu necesidad, sigue siendo válido para todo el que pide. El evangelio solo te pide que permitas a Dios que te perdone, que te limpie, que te llene de una nueva vida creyendo que envió a su Hijo unigénito al mundo para vivir, morir y resucitar a fin de hacer posible todo eso. «¿Cómo puede hacerse esto?». «Nada hay imposible para Dios».

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